Te quiero pero voy a matarte. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013287
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—Reby se palpó los bolsillos de sus vaqueros de forma automática y lo miró, confundida—. Oh...

      Sebastian buscó en los bolsillos de sus pantalones deportivos y sacó una pequeña agenda cuadrada y un flamante bolígrafo Montblanc. Con rapidez, se lamió un par de dedos para que le resultara más sencillo pasar las primeras hojas que ya estaban llenas de apuntes y garabatos.

      —De acuerdo, muy probablemente no me encuentres hoy, pero mañana a partir de las doce estaré en casa todo el día. Debo podar el césped... —masculló con la tapa del bolígrafo entre los labios y anotó algo a toda velocidad—. También te voy a dar mi número de móvil. —Arrancó la hoja y se la ofreció a Reby, pero, antes de que ella pudiera tomarla, él la alejó y la sostuvo entre dos dedos—. Y una última cosa: no debes, no puedes y te prohíbo que le enseñes esto a alguien más. ¿Está claro?

      Reby estiró un brazo y se la arrebató, luego la dobló a la mitad y se la metió en el bolsillo trasero. Aún le daba gracia lo pequeño que se veía el anotador en su gran mano masculina.

      —Claro.

      Tomó la mano de Sebastian y la acomodó en la suya para estrecharla. La agitó y la movió por él.

      —Hasta entonces, primito. —Soltó su mano y empezó a alejarse, caminando de espaldas—. Linda cara, me gusta. —Guiñó un ojo.

      Sebastian, desconcertado, enarcó una ceja negra antes de darse cuenta de la ironía. Su boca esbozó una sonrisa ladeada, muy propia de los Gellar.

      —Igualmente.

      Antes de darse la vuelta y salir del campo, Reby esbozó una ligera mueca e hizo cuernos roqueros con los dedos. Casi podía sentir un ardor en la espalda a causa de todas las miradas, furibundas y celosas, de las adolescentes enamoradas de su entrenador.

      Allan la esperaba recargado junto a la entrada, tenía los brazos cruzados y la expresión en su cara mostraba más aburrimiento que metas en la vida. Pareció revivir cuando Reby se acercó a él: se enderezó de inmediato y dio un par de palmadas animadas.

      —¿Y? ¿Qué conseguiste?

      —Su autógrafo. —Ella salió por la puerta.

      —Oh, diablos, Rebecca —la siguió—, ¿tú también?

      Reby echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa que reverberó por las paredes del pasillo, sacó el papel de su pantalón y lo agitó, sin dejar de caminar.

      —Claro que no, después me limpiaré el trasero con esto. No sé por qué todos parecen adorarlo, me hizo batallar. Qué sujeto tan desconfiado.

      Pegajosa, olorosa y viscosa.

      La baba de gorila se escurría, despacio, por la sien de Michael. El impacto por haber sido atacado con esa porquería lo había dejado con los hombros encogidos. No obstante, el enojo llegó pronto. Arrojó los hierbajos que había estado arrancando y se levantó al tiempo que se pasaba la mano para sacudirse el escupitajo. Clavó sus furibundos ojos color oro y miró las ramas del árbol. Los pequeños gorilas echaron sus labios hacia atrás y mostraron sus grandes encías en gesto burlón.

      —Ja, ja, ja. ¡Qué gracioso! —Los apuntó con el dedo y los jóvenes gorilas se alborotaron—. ¿Quién de ustedes fue? ¡Son una banda de delincuentes juveniles!

      Uno de ellos, el más pequeño, aplaudió con torpeza y agitó la cabeza. Luego, se colgó de una rama y comenzó a escapar hacia lo parte más alta del árbol.

      —Mongo, eres mono muerto —le dijo de forma juguetona mientras se quitaba los guantes de jardinería y corría hacia el tronco.

      Michael asió con fuerza los relieves de las ramas y, con rapidez, se impulsó con las piernas para trepar, sentía que sus músculos se hinchaban con cada movimiento. En cuanto los gorilas vieron que iba en serio, armaron bulla y se dispersaron por diferentes ramas.

      El vándalo en cuestión no se fue demasiado lejos y dejó que Michael se acercara. Había encontrado una bellota con la que golpeaba la rama que lo sostenía: era una clara señal de que el travieso gorila se la lanzaría como un proyectil.

      —Mongo, no. —Se afirmó sobre una gruesa rama con forma de letra Y. Suspiró y le habló como quien le advierte a un niño que no debe correr porque se caerá—. Dame eso. —Estiró una mano para arrebatarle la bellota, pero el animal chilló y le puso una de sus arrugadas manos sobre la frente para detenerlo y alejarlo aún más la bellota—. ¡Oh, Mongo, mira! —Señaló algo por encima de sus cabezas.

      El gorilita volteó y él tomó impulso para dar un pequeño salto y arrebatarle el arma —¿blanca?—. Los ojillos del gorila se abrieron por la sorpresa y empezó a gritar. Michael podía diferenciar todos los estados de ánimo de los animales, por lo que sabía que, ahora, Mongo hacía un berrinche.

      —Eh, Tarzán. Te buscan en la casa de los felinos —le avisó uno de sus compañeros desde la entrada al santuario de gorilas, lucía nervioso y muy agitado.

      Michael sintió que se movía el suelo al notar que Reby era lo primero que se dibujó en su mente. ¿Acaso sería ella? ¿Habría regresado por su pulsera? Sin dudarlo, se puso en acción. Se agachó para descolgarse y quedó sujetado solo con los dedos, luego, se dejó caer y repitió la operación con la rama que estaba más abajo. A dos metros del suelo, se soltó y cayó en cuclillas.

      Él notó que la multitud lo miraba y lo señalaba desde el mirador que había en el recinto, pero los ignoró. A toda prisa, fue trotando hasta la puerta de acceso restringido. Una vez fuera, metió la mano en uno de los bolsillos de su cinturón de herramientas y sacó con cuidado el delicado accesorio de oro que la joven había perdido. Lo encerró en su puño y se dirigió hacia la casa de los felinos.

      De inmediato, se dio cuenta de que la multitud de visitantes caminaba en sentido contrario: se dirigían a la salida. ¿Ya se marchaban? El día todavía no alcanzaba las diez horas, ¿por qué todos se iban tan temprano?

      Michael aminoró la marcha para observar mejor a las personas y notó que salían por las pasarelas que serpenteaban a los diferentes hábitats. También, advirtió la presencia de algunos guardias de seguridad que hacían señas y trataban de dar indicaciones a los turistas para evacuarlos de forma eficiente hacia las salidas de emergencia, por encima del enorme murmullo generalizado.

      —Mami, ¿qué pasa? ¿A dónde vamos? —preguntó un niño que caminaba de la mano de una mujer y que sujetaba un león de peluche de los que vendían en la tienda de regalos.

      Los niños lucían decepcionados, los más pequeños lloriqueaban y los adultos parecían ansiosos por irse.

      ¿Qué diablos estaba pasando? ¿Una alerta por incendio?

      Para cuando Michael llegó al túnel que daba acceso a la casa de los felinos, los visitantes ya habían sido evacuados del zoológico, sin embargo, podía escuchar varias voces lejanas que provenían desde el interior del hostil hábitat.

      Billy Byron estaba encerrado en medio de un apretado círculo de reporteros de diferentes televisoras que vociferaba varias preguntas que salían disparadas casi al mismo tiempo. Los periodistas le encajaban los micrófonos en la cara y lo presionaban para hablar.

      Tras la primera ronda de personas había una segunda capa, pero de camarógrafos, que hacía la situación aún más sofocante. Michael sabía que Billy Byron odiaba ese tipo de situaciones. Su jefe se notaba incómodo y no paraba de sudar, más por el hecho de que parecía que los reporteros lo habían empujado frente al santuario de las panteras para buscar la toma deseada.

      Otros, filmaban a los leones para usarlos como fondo televisivo. Aprovechaban que los enormes animales estaban nerviosos e iban de un lado a otro.

      —¿Qué