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casi descarada.

      Michael debió sentirse observado porque, de súbito, la miró. Ella apartó la vista y pegó un respingo que le hizo derramarse el té caliente en las manos. Dejó la taza en la mesita y se limpió con el pantalón para secarse. Michael apareció en la sala y ella no sabía en qué posición sentarse sin parecer una tonta, sin parecer que había estado haciendo «cosas malas».

      —No te preocupes, tú dormirás en la habitación —aclaró y apuntó la recámara donde Reby lo había espiado—. Yo dormiré en el sofá, por si eso era lo que te preguntabas.

      —No, no, yo puedo dormir en el sofá —Reby se sonrojó—. Tú duerme en tu habitación.

      —No —resopló—, eres la invitada. No dejaré que duermas en ese sofá que es durísimo.

      Él debió notar su mirada apenada porque le sonrió con dulzura.

      —Está bien —aceptó ella y se levantó, tomó sus cosas junto a la mesita y las arrastró consigo a la habitación del chico.

      Antes de dar un paso dentro de ella, se detuvo y se volvió.

      —¿Michael?

      —¿Sí? —Él estaba extendiendo el cobertor sobre el sofá cuando ella lo llamó.

      —¿Qué tal si te robo algo importante y lo escondo en mi maleta?

      Él se irguió, se giró y plantó las manos en las caderas:

      —Entonces, ¿lo que no es importante no me lo vas a robar?

      Desconcertada, Reby abrió la boca y levantó una mano en un ademán de negación.

      —¡No! Es decir... No era eso lo que quería decir... —Su mente se volvió caótica cuando Michael se cruzó de brazos y sus bíceps crecieron por la posición, parecían presentarse a alguien que van a golpear—. Lo que quiero decir es que estás confiando demasiado en mí. No deberías hacerlo. —Reby guardó silencio y esperó alguna respuesta, pero él solo se limitó a enarcar una ceja y eso la puso más nerviosa—. En general, no deberías confiar en nadie desconocido —continuó a toda velocidad—. No se supone que le abras la puerta a una extraña, le des té y la dejes dormir en tu habitación, ¿tu madre no te enseñó nada de supervivencia o algo que se le pareciera?

      «¿Qué diablos le sucedía?», pensó ella.

      Michael negó con la cabeza baja para ocultar una sonrisa y, después, miró a Reby como si hubiera dicho la ocurrencia más inocente del mundo.

      —Confío en que no me robarás absolutamente nada, señorita Gellar —mencionó, tranquilizador, y se volteó para seguir acomodando el cobertor en el sofá—. El baño está a un lado de la habitación; tal vez quieras darte una ducha, pero cuidado con el piso al salir porque se pone resbaloso —le advirtió.

      Michael colocó un par de cojines en donde decidió que iría su cabeza. Reby soltó un suspiro y sus hombros cayeron.

      —Gracias —su voz sonó cansina—, te prometo que me iré por la mañana.

      —No te preocupes, no eres ninguna moles... —No pudo terminar. Reby ya había cerrado la puerta.

      Michael anduvo un rato de allá para acá. Pensaba.

      Sabía.

      Sabía que Rebecca Gellar estaba en su casa, en su habitación, sobre sus sábanas, en su colchón.

      Ella tenía razón. No se suponía que las cosas fueran a acabar así. Sin embargo, Michael no hubiera podido jamás dejarla botada teniendo la certeza de que ella se encontraba, por alguna razón, sola, y que, por alguna otra razón, no tenía un lugar a donde ir.

      La madre de él solía ser una voluntaria muy activa de la comunidad; si se enteraba de la existencia de una organización de solidaridad sin fines de lucro, ella apoyaba. Refugios para perros y gatos, ancianitos abandonados en acilos, huérfanos, vagabundos y personas menos afortunadas. Michael, con cinco años, veía con sus propios ojos cómo su madre le daba de comer a los perros atropellados, escuchaba las historias redundantes de los ancianos con una paciencia de plomo y cómo hacía reír a los niños que no tenían padres y les llevaba juguetes para navidad.

      «Michael, eres un blandengue», se dijo para sus adentros.

      Se detuvo para mirar el reloj digital de la pared, deseaba haberlo visto antes. Era medianoche. La casa estaba totalmente silenciosa, la lluvia se había debilitado y caía con tanta ligereza que solo se escuchaba como un susurro tras las ventanas. Pimienta resoplaba por la nariz mientras dormía en su mordisqueada cama para perros, y desde la habitación de Reby no se filtraba ningún sonido.

      Michael se disponía a tirarse en el sofá, cuando un recuerdo atravesó su mente como un rayo. Se incorporó como un resorte antes de que su trasero consiguiera ponerse cómodo.

      Recuperó su chaqueta del respaldo de una silla, en el comedor, y regresó a la sala con el CD que Billy Byron le había dado. La grabación de la cámara de seguridad del recinto de las panteras.

      Dispuso su laptop en la mesita del centro y metió el CD en la parrilla. De inmediato, saltó la ventana de reconocimiento del dispositivo y en cuanto tuvo la oportunidad, reprodujo el video.

      Todo estaba a oscuras, solo la luminosidad etérea de la pantalla alumbraba a un Michael tenso. Había colocado los codos sobre las rodillas y apoyaba la boca sobre sus nudillos entrelazados; parecía que la posición le otorgaba una mayor concentración. Se mantuvo con la mirada clavada en toda la pantalla, estaba atento a cada movimiento que la cámara hubiera registrado.

      Era evidente que Billy Byron había ordenado que extrajeran la cinta desde que depositaron a la pantera en el recinto, aún estaba medio atontada por los dardos. El video entero duraba alrededor de veintisiete horas, por lo que Michael decidió aumentar la velocidad de tal modo que parecía estar viendo las partes rápidas de Actividad Paranormal en sus escenas nocturnas. No podía evitar sentir que la situación era muy siniestra.

      Bostezó, aparentemente no había nada fuera de lo normal; la pantera recién llegada despertó de su letargo gradualmente. Intentó levantarse un par de veces, pero las patas traseras le fallaron y cayó al suelo, hasta que por fin logró incorporarse. Las otras panteras se mostraban curiosas por la nueva integrante, sin embargo, guardaron su distancia la mayor parte del tiempo, como si no quisieran acercarse del todo...

      Michael se talló un ojo, estaba cansado. Se encontraba a punto de aumentar aún más la velocidad de la secuencia, pero vio algo…

      Algo que no estaba preparado para asimilar.

      Reby no podía dormir. Quería dormir con todas sus ganas, pero no podía porque se sentía incómoda en la amplia cama de un chico que era prácticamente un extraño.

      ¿Un chico?

      ¿Cuántos años tenía Michael?

      La verdad era que no tenía idea, pero sin duda no podía tener menos de veinte. ¿Veintiuno, quizá? ¿Veintidós? ¿Una treintena?

      Se giró sobre su costado y una almohada acunó su mejilla. Olía a al perfume de Michael, a la camisa de Michael, a la chaqueta de Michael, a Michael.

      Como él no la estaba mirando, se tomó el atrevimiento de aspirar un poco de su aroma hasta que se autocensuró y volvió a echarse sobre su espalda. La cama crujió con el movimiento.

      No había luz alguna que se colara por el resquicio que había entre la puerta y el suelo. Reby supuso que Michael ya paseaba por las praderas del quinto sueño.

      La noche se volvía más fría a cada minuto y en la habitación se hacía evidente, no obstante, ella no había levantado las cobijas para taparse. Por muy ridícula que fuera, quería alterar lo menos posible