Macabros. César Biernay. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: César Biernay
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789563247862
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del recipiente, creyendo quizás que necesitarían abrigarse cuando debieran cruzar los ignotos terrenos del más allá. El trasandino, dueño de casa, solícito informó la dirección del profesor, lugar al que una patrulla a cargo del inspector Jaime Herrera Villegas, en compañía del detective Franklin Quijada Torres, se dirigió con imperiosa premura. Se presumía que allí estaban las piezas faltantes de este negro puzle policial.

      En la calle Chaigneaux 564, de Cerro Barón, vivían los padres del profesor. La casa se ubicaba en la parte principal del terreno, orientada hacia la calle. El patio central luce un parrón que alcanza el fondo del sitio, en cuyo costado se emplaza una construcción de material ligero con cuatro piezas. En la última habitación vivía el hombre que la policía buscaba.

      Previo al ingreso de los investigadores a la vivienda, el panorama es incierto. El paradero del profesor es una incógnita y el desconocimiento de antecedentes por parte de los padres es evidente. El profesor huyó y su ubicación era desconocida (Erlandsen, 2006). Solo se podría predecir las características del sujeto y el contexto del crimen a partir de la descripción e interpretación de su habitación. Con el consentimiento de su madre ante la orden judicial, descerrajan la puerta de la modesta pieza y la impronta del profesor queda develada ante sus ojos.

      Reconstruir el pasado a partir de las huellas del presente era la consigna. Eso bien lo sabía el inspector Herrera Villegas. Cada accesorio, cada marca, cada detalle debía ser analizado con el mismo interés con que horas atrás el inspector Cárdenas inspeccionó la macabra ánfora que contenía al bebé y a la mujer. Por insignificante y nimio que algún elemento parezca, este puede brindar una evidencia determinante, tanto para la investigación criminal como para el procedimiento y juicio penal.

      El sol madrugador de marzo en el litoral no entibiaba el gélido escenario, y el desorden del cubículo que los investigadores tenían enfrente no facilitaba la tarea de determinar un punto de partida para el análisis. El tiempo parecía detenido y el descuido en el orden y en la limpieza dio cuenta de un sujeto desaseado. La desorganización, especialmente en ropa de cama y ropa de guagua, junto a herramientas, utensilios y otros accesorios, sugerían el aspecto de un morador carente de amor propio. Para cualquier ojo humano no había huellas que evidenciaran allí la consumación de un crimen, pero en aquella espartana habitación el inspector Cárdenas había depositado en su compañero, el inspector Herrera Villegas, el desafío de calzar las piezas faltantes de este funesto rompecabezas.

      Junto al muro se hallan dos catres grandes (uno café y otro blanco), un mueble de cocina y una mesa chica. Sobre una cama hay una maleta abierta con algunas prendas en su interior. Detrás de los catres hacia la cabecera hay un balde con agua. El piso de madera se observa lavado, raspado y húmedo. El tono blanquizco que se proyecta hacia la bajada de cama se contrapone al color del resto de las tablas del suelo de polvorienta apariencia. El sagaz inspector olfatea lo que allí había sucedido. El inspector Herrera debía responder a las expectativas depositadas en él por el viejo Cárdenas. Al levantar las tablas se observa, a simple vista, sin microscopio, escurrimiento de sangre en las junturas que cubría buena parte de los maderos.

      Este crucial hallazgo fue la antesala de un descubrimiento mayor. En el mueble de cocina se observa una cuchara y un tenedor con empuñadura verde, y entre el catre y el mueble de cocina descubren un nuevo tarro lechero. El recipiente, celoso guardador del mortal secreto del homicida, es de las mismas características que el encontrado en la vivienda del denunciante, pero este no está rebajado. Se encuentra cerrado herméticamente y sellado con pasta de piroxilina. Al abrirlo fuera de la habitación “desprende un olor nauseabundo y se advierte, dentro de él, ropas y pedazos de carne humana en avanzado estado de descomposición” (PDI, 2009: 2).

      El inspector Herrera Villegas le comunica al viejo Cárdenas que en la pieza se encontró un trozo de alambre galvanizado, de dos metros de longitud, junto a utensilios de cocina de similares características al cuchillo que estaba dentro del primer recipiente y una sierra.También le informa que los restos humanos encontrados en el segundo tarro lechero se encuentran putrefactos y han sido colocados a presión, empujándolos fuertemente con algún elemento pesado. Tras ocultarlos se han hinchado por efectos de la descomposición y, tanto por la rígida disposición de restos humanos como por el hecho de que los investigadores no portaban equipamiento para inspeccionar un segundo contenedor, fue difícil sacarlos en el lugar. En su interior contenía una extremidad inferior femenina completa y otra cercenada en tres partes disímiles.

      El inspector Cárdenas, sabueso ducho en materia forense, debió contener sus emociones. A pesar de su experiencia en homicidios, entereza y temple, en él emergió el padre y el ciudadano, que por su incólume naturaleza humana reprocha las deleznables consecuencias de una mente desquiciada ¿Quién es el sujeto detrás de este macabro crimen? ¿Qué razones lo llevaron a cometer tan horrendo homicidio? ¿Cómo puede el homicida portar la noble vocación docente? Fueron algunas de las preguntas que espontáneamente despuntaron respecto al escurridizo criminal.

      Nicolás Alberto Arancibia Muñoz es chileno natural de Arica. Nació el 26 de octubre de 1932, con 30 años a 1963. Es hijo de Arturo Arancibia, alcohólico y de oficios esporádicos, y de Irene Muñoz, madre de carácter autoritario. Desde niño Nicolás depende afectivamente de su mamá. Cuando esta jubiló, recibió el dinero y adquirió su vivienda en calle Chaigneaux, en Cerro Barón. Inscribió la propiedad a nombre de todos sus hijos, ya que su deseo es que al morir la hereden ellos y no su esposo, que nunca trabajó en nada y que, por su adicción al alcohol, podría aprovecharse del dinero de la venta del inmueble.

      Nicolás no presenta problemas psiquiátricos, a pesar de tener un hermano con una anomalía severa y antecedentes de cuadros de delirio de persecución enfocados en su abuela materna. Su aspecto se presenta descuidado, con evidente abandono personal. Su rostro es inexpresivo y sus cabellos son largos y desordenados. Es un sujeto alto, macizo y rubio, desprolijo en su afeitar y viste frecuentemente un terno celeste a rayas que acompaña regularmente con una llamativa camisa rosada. Desde muy joven ha trabajado, siendo obrero durante tres años. Durante dos años estudió Pedagogía en la Escuela Normal de Viña del Mar, paralelamente a su trabajo en la construcción.

      Tras titularse como profesor primario y ser destinado a la ciudad de Los Andes, se casó el 19 de octubre de 1956, a la edad de 24 años, con Adriana Villarroel Fuentes, a quien conoció mientras estudiaba. Adriana es dos años mayor que él y es practicante. Junto a ella se trasladó a Los Andes, donde trabajó durante dos años. Luego se mudaron a Limache, lugar donde ejerció la docencia en la Escuela Quinta N° 100, en Lo Gamboa, permaneciendo allí solo cuatro años, para luego trasladarse a Valparaíso y posteriormente a Illapel, donde se desempeñó un año en cada colegio. Nicolás descarta que esta falta de estabilidad laboral se deba a su falta de compromiso, atribuyéndolo a su esposa, quien “se quejaba de la falta de comodidad en los pueblos pequeños, instándolo permanentemente a solicitar nuevas destinaciones” (informe psiquiátrico).

      De esta manera, en su desempeño laboral Nicolás denota inestabilidad y falta de pertenencia. Acostumbraba a vestir desaseado, con su terno celeste pálido y desteñido, y con frecuencia se le veía ebrio. Según palabras de su propia esposa, el profesor Arancibia es de mal carácter, retraído y muy poco comunicativo. Siempre opta por resolver individualmente sus problemas. Con Adriana tuvieron a Vivian, su primera hija, al tiempo que le pidió estar un momento solo en otra ciudad. Una mañana llegó la esposa con la hija y él estaba con resaca tras una noche de juerga. Despertó de mal humor y golpeó a su esposa. Adriana se marchó con la promesa de no volver a verlo.Tras el perdón, volvieron a vivir juntos y tuvieron a Sandra, su segunda hija, pero la violencia fue reiterada y la unión se tornó dañina. Una golpiza la dejó con parálisis facial, sin que Adriana consignara la denuncia. Por aquel tiempo arrendaban en Limache, en una pensión en Lo Gamboa S/N, en casa de Rosa Ahumada, cuidada por la señora Aurora Córdova. La nieta de la pensionista, la joven Aurora del Tránsito, de primorosos 17 años, le ayudaba a cuidar a la niña a raíz de las lesiones que Adriana tenía, generando una mutua compañía entre ambas.

      La esposa del profesor notó una furtiva amistad entre su marido y la joven Aurora,