Transcurrieron así varias noches. A mediados de marzo una pareja de adultos cruzó la mampara del cuartel y la voz del hombre, con acento argentino, alertó a los oficiales. “Venimos a denunciar a un asesino”. El oficial Castro atendió la denuncia y apuntó ágilmente los antecedentes que el trasandino describía, aún atónito por el macabro descubrimiento.
Raúl Lucero Toledo, apodado “el Che”, nacido en Córdoba, Argentina, denunció el hecho en compañía de Luisa Duarte, su esposa. En sus habituales labores como chofer de taxi, mientras se encontraba en el paradero de Cerro Barón, fue solicitado por un profesor a altas horas de la noche para una particular carrera. Le pidió que lo llevara a su domicilio con un tarro lechero vacío y desde allí que se dirigiera a Viña con el tarro colmado de contrabando. Al llegar al domicilio en calle Chaigneaux, el profesor entró a su casa y el taxista, a causa del trasnoche, lo esperó durmiendo en el auto, tal como su cliente le había sugerido al advertirle que se demoraría algunos minutos en regresar.
Raúl se despertó al momento en que el profesor subía el tarro al asiento trasero. Este le indicó la nueva dirección y enfilaron a la ciudad jardín. Pasado el amanecer llegaron a una modesta casa donde vivía el Crespo Herrera, maestro soldador del taller Uruguay que se ubicaba en el centro de la ciudad, quien conocía al profesor por su oficio de fabricante de juguetes. Le pidió ayuda al soldador para sellar la tapa del tarro lechero, argumentando que debía trasladarlo pronto a Limache, petición a la que accedió a regañadientes por la temprana hora. Así, Raúl los condujo en su taxi hasta el taller del Crespo Herrera. Su cansancio era evidente, pero el dinero que le reportarían esas carreras, incluido el flete a Limache, le vendría bien a su irregular arca financiera.
Tras soldar con dificultad el recipiente, que presentaba su apertura rebajada, el profesor le sinceró a Raúl que no portaba ese día el dinero para viajar a Limache. Ante la avanzada hora de la mañana no podía regresar con el tarro a su casa, porque no habría moradores. Con estas justificaciones, le pidió custodiar el recipiente en el maletero del taxi, a lo que Raúl se negó por tratarse de un vehículo de alquiler. Su sustento dependía del traslado de pasajeros y el tarro molestaría en la cajuela. Así, y solo por el atractivo dividendo de la carrera a Limache, el chofer aceptó custodiar el tarro en su propio domicilio.
Primero lo ubicó en el living de su casa, pero ante la eventualidad de que entraran a robar optó, junto a Luisa, por dejarlo en el dormitorio, a un costado del ropero. El profesor no volvió a aparecer y los días transcurrieron. A casi una semana del encargo empezó a salir un mal olor y creyeron que se trataba de un ratón muerto por las trampas que habían instalado. Abrieron puertas y ventanas para ventilar la habitación. No encontraron nada, pero el olor persistía.
El miércoles 13 de marzo salieron a comer y, al regresar por la noche, volvieron a sentir el mal olor. Repitieron la misma operación para ventilar la pieza, habiendo rebuscado inútilmente de dónde procedía. Al siguiente día, Luisa fue categórica. El olor salía del tarro, por lo que optaron por ubicarlo en el patio, bajo el cobertizo. Rápidamente Raúl se dirigió al domicilio donde el profesor había cargado el recipiente lechero. Golpeó insistentemente la puerta hasta que salió el papá, negando que allí viviera Nicolás. Cuando el chofer le explicó que no se trataba de cobranzas el papá admitió que sí vivía Nicolás, pero que estaba en Limache. No pudo ubicarlo. Dejó el recado de que lo andaba buscando. Ya no le importaba la carrera a Limache, solo quería deshacerse de la extraña encomienda. Fue al taller del Crespo Herrera, pero este ignoraba tanto el paradero del profesor como el contenido del tarro. Sus sospechas comenzaron a inquietarlo.
Ese jueves, Raúl y Luisa salieron de paseo, a la Virgen de Pompeya, y regresaron al atardecer. La pestilencia se sentía desde la calle. Al entrar a su casa, observaron que un débil hilo sanguinolento y aceitoso emanaba desde el tarro. Decidieron reubicarlo sobre un cartón, un saco y un mantel de nylon. Tomaron el recipiente desde las asas y lo dejaron caer pesadamente, desprendiéndose un lado de la tapa que lo cubría. El olor nauseabundo penetró en sus fosas nasales, envolviéndolos en el repugnante y asqueado hedor. Las sospechas de que en su interior hubiera un trozo humano aumentaron. Raúl decidió hacer la denuncia en Investigaciones y Luisa lo acompañó. No quería seguir en compañía de un cadáver en su propia casa.
La perspicacia del inspector Cárdenas
Tras la denuncia, el inspector Cárdenas recibió la instrucción de asumir el caso. En el carro policial, y en compañía del matrimonio, se dirigieron al lugar del hecho, en calle Santa Teresa número 226, de Playa Ancha.
El inspector Cárdenas iba sentado en el puesto de jefe de máquina, junto al conductor y en compañía del detective Seoane. Camino al lugar recordaba innumerables casos de homicidios que supo resolver con éxito, pero reconoció en cada uno de ellos lo difícil que resulta encontrar la primera pista. La demora en encontrar evidencias afecta no solo el curso de la investigación, sino que fomenta la impaciencia tanto de los afectados y los familiares como de los propios investigadores. El caso debían abordarlo rápido antes que la prensa elaborara sus propias conjeturas.
Investigadores y denunciantes se bajaron del vehículo policial e ingresaron a la vivienda. En la parte baja de la propiedad, que da hacia el lado de la quebrada, la tenue luz fijada en el cobertizo alumbraba el sitio del suceso y al siniestro contenedor. El tarro lechero medía 45 centímetros de alto y tenía una circunferencia aproximada de 50 centímetros. Su parte superior parecía haber sido rebajada. Los investigadores, con las manos enguantadas y protegidos con mascarillas, procedieron a destrabar la tapa para inspeccionar el contenido del recipiente. El cerrojo de estaño comenzó a ceder, y a medida que se iba abriendo, el metal de la soldadura constituyó la bisagra de la tapa que rechinó tétrica y triste, como canción mortuoria en el preludio del macabro hallazgo. Luego dejó de chirriar y mantuvo un respetuoso silencio, casi sepulcral, como anunciando el trágico deceso del occiso, acentuado por el penetrante olor a putrefacción. Los horrorizados testigos observaron el cuerpo de un bebé de poco más de un año, cuya cabeza estaba envuelta en una ensangrentada mantita azul.
“Los muertos hablan” se repetía el inspector Cárdenas, recordando una de las premisas más importantes de la criminalística en el sitio del suceso. En la investigación forense un cadáver puede comunicar cómo perdió la vida, dónde, si fue arrastrado desde otro lugar, qué arma usaron para matarlo y si opuso resistencia frente a su muerte. También puede contar la fecha y hora en que murió, las circunstancias meteorológicas y hasta sus rasgos de personalidad. El cadáver “es el único testigo que no miente, porque ya no tiene sentimientos”, se repetía el viejo investigador.
El cadáver del niño, con su cara envuelta en un paño, exhibía sus manos amarradas en la espalda. En esta escena, además, se identificaba un alambre que rodeaba firmemente el cuello del infante. El inusual modo de perpetrar el crimen, con el contrasentido de ocultar el cuerpo inerte de un lactante dentro de un tarro lechero, exigía de los sabuesos policiales el máximo empeño por esclarecer la verdad. Ante la fetidez emanada, que era demasiada, la experiencia del inspector indujo lo peor. “Su madre debe estar debajo”, se dijo a sí mismo. Y estaba.
Ánforas macabras
El persistente hedor que emanaba llamaba la atención de los vecinos, quienes al ver el automóvil de Investigaciones, con sus luces en medio de la noche, difundieron la noticia por quebradas y cerros. Los diligentes policías, en tanto, ubicaron el rígido cadáver del niño sobre una superficie contigua al tarro lechero a fin de examinar sus signos mucosos. Estos se manifestaban “por la desecación a nivel del borde libre de los labios y de las mucosas genitales, de coloración amarronada rojiza o negruzca” (Trezza, 2006: 34-35). La importancia para los investigadores de reconocer estas modificaciones cadavéricas, habituales en neonatos y niños pequeños, fue descartar lesiones producidas por abuso sexual.
Con asombro comprobaron que