Sorprende a Vayer que, siendo reconocida por los distintos especialistas la unidad funcional de la persona humana, en educación se siga trabajando con datos fragmentarios y muchas veces inconexos; la prueba más evidente la tenemos en nuestras escuelas en las que los maestros, a pesar de los planes de estudio, programaciones e instrucciones oficiales, olvidan generalmente la educación corporal o bien la encargan a otros por no ver ellos mismos ninguna relación entre su actividad educativa y esta última.
Si bien en sus últimos trabajos Vayer ha derivado a una “terapia relacional” (Vayer, 1974), más que a una verdadera educación corporal, tiene en su haber el insistir en una concepción pedagógica de la motricidad que sobrepasa, por una parte, los objetivos de la educación física tradicional y, por otra parte, es una llamada de atención a los pedagogos que siguen menospreciando los valores de la educación motriz.
Estas propuestas de integrar la educación corporal en una educación global como sostienen Le Boulch y Vayer no son nuevas. Aparecen subyacentes en la renovación contemporánea de las escuelas maternales que arrancan ya de Montessori y de Fróebel. Sin embargo, sí son nuevos los procedimientos. Un ejemplo de ellos es la obra de Lapierre y Aucouturier que, haciéndose eco del fracaso de la escuela tradicional, buscan también en la educación psicomotriz una nueva forma de abordar la educación en los niños pequeños.
Afirma Vázquez que dado que el movimiento corporal es lo más natural e inmediato que el niño experimenta, analizan el movimiento humano en todas sus dimensiones: neurofisiológica, psicogenética y semántica y proponen la acción educativa a partir de la actividad corporal. “La psicomotricidad no debe aparecer como una disciplina aparte sino como un estado de espíritu que orienta las distintas actividades” (Lapierre y Aucouturier, 1977).
La educación psicomotriz para estos autores, igual que sucedía en Vayer, rebasa los límites de una técnica especializada para convertirse en el punto de partida de toda educación. No solamente critican la división tradicional de la educación en educación intelectual y educación física, sino que, además, piensan que los procesos de intelectualización llevados a cabo en la escuela no utilizan una didáctica apropiada, de tal manera que los aprendizajes escolares son vividos por el niño como una imposición arbitraria del adulto.
Para evitar ello, estos autores centran su trabajo en una “educación vivenciada”, en la que los conocimientos se integran profundamente en la conciencia del niño, adquiriendo significaciones personales precisas a través de las situaciones presentadas por el educador. Su metodología no se basa en una clasificación de las conductas motrices sino en el desarrollo de diversas situaciones que deben ser vivenciadas por el niño y en las que la observación del mismo y la acción del educador son más importantes que la posible programación. Por lo tanto el concepto de educación vivida se refiere tanto al niño como al educador, que debe ir ajustando su acción a las manifestaciones infantiles.
Apoyándose en la teoría psicogenética de Piaget, continúa Vázquez (1989), su metodología se centra sobre todo en el paso de lo concreto a lo abstracto, por medio de la interiorización de las situaciones vividas: “nosotros quisimos mostrar que, partiendo de un acto motor, de una situación vivenciada, es posible extraer una noción abstracta, percibiéndola, interiorizándola, generalizándola; después, mediante la simbolización espontánea pasar a una expresión abstracta y después utilizando este descubrimiento de la abstracción llegar a su utilización en el plano artístico, intelectual y escolar” (Lapierre y Aucouturier, 1982).
Se trataría, pues, de pasar de una “inteligencia motriz” a una “motricidad intelectualizada”.
“Sin embargo, los objetivos de Lapierre y Aucouturier van más allá que la propia intelectualización. Incorporando a su trabajo las técnicas de la no-directividad (Rogers) y la perspectiva de las relaciones tónico-afectivas, subrayadas por Wallon y Ajuriaguerra, colocan al niño en una situación de creatividad a partir de la cual el profesor suscita el descubrimiento de distintas nociones (dimensión, peso, forma, intensidad, etc.) mediante el procedimiento de los contrastes asociados a la acción corporal. A partir del establecimiento de estas nociones se le pide al niño que las vivencie en otras situaciones y en distintos planos: perceptivo, motor, afectivo, intelectual, y posteriormente se le pide que las traduzca en distintas formas de expresión (corporal, sonora, plástica, verbal, gráfica, etc.)” (Vázquez, 1989).
Por lo tanto se trata de no compartimentar la acción del niño y de utilizar el mayor número de vías posibles en su comprensión y adaptación al mundo, lo que significa evidentemente un medio de educación global a través de la acción corporal.
El hilo conductor de toda la metodología de estos autores es la interacción entre el niño y el educador, de tal manera que la formación y la personalidad de éste es fundamental en todo el proceso. Profundizando en las características de esta relación mutua, Lapierre y Aucouturier incorporan las técnicas de la terapia psicoanalítica como queda de manifiesto en sus múltiples experiencias. Lo dicho pone de manifiesto también que el enfoque de estos especialistas es utilizable no sólo en la educación escolar sino también en el campo de la terapia.
Entonces, la educación psicomotriz es “aprender a cambiar cambiando, aprender la realidad no sólo en la dimensión material y cognitiva, sino también en la emocional y la simbólica” (Sassano y Bottini, 2000).
El movimiento y el gesto son entonces dos elementos esenciales para aprender y operar. Pero, ¿qué pasa cuándo la escuela limita el juego y el accionar corporal al recreo o a las clases de Educación Física? ¿Qué pasa cuando el cuerpo del niño se manifiesta en el aula o en la fila desestructurando “cierto orden”? ¿Qué pasa cuando se produce un inquietante movimiento o murmullo en el aula?
“Los docentes no hemos recibido la preparación de una disponibilidad corporal para poder ver las verdaderas necesidades del niño: dar-recibir, escuchar-emitir, contener-ser contenido, tocar-ser tocado, mirar- ser mirado” (Sassano y Bottini, 2000).
No poseemos una actitud de reciprocidad. Somos los que sabemos, podemos y además, tenemos poder.
¿Podemos cambiar la actitud hacia una postura donde la comunicación se transforma en esa actitud recíproca, donde se requiere de un otro para intercambiar? Muchas veces el niño no necesita que le den, sino ser recibido; no necesita tanto que le digan, sino ser escuchado. Con mucha frecuencia, los docentes también. Para producir una fluida comunicación es necesario incluir al alumno en un proceso de exploración y descubrimiento, donde se deje de privilegiar el producto del otro para valorar la propia producción. Pero, ¿podrá ser posible cuando los docentes solo aprendimos cómo transmitir actividades a otros y no a explorar y descubrir nuestras propias posibilidades creativas?
“Para poder crear, es necesario recrear placenteramente, dejar al niño hacer, traer sus propias necesidades e inquietudes y recogerlas, para así poder, desde esa motivación interna, transformar en productivos esos intereses que habitualmente la escuela desecha. Para ello, es imprescindible la implicación corporal y afectiva del docente, aunque esto signifique apartarse del currículo preestablecido” (Sassano, 2000).
Cuando podemos asombrarnos de la producción del niño y aprender con él y de él, nos descubrimos asombrosamente creativos.
Este planteo se refiere a una relación de ayuda, para facilitar el camino que va desde el sostén, el acompañamiento o la provocación, hasta la transgresión; es decir, un proceso que va desde la dependencia a la mayor autonomía.
Y de esto se trata, de conceptualizar de manera distinta a la Educación. Por eso no podemos sólo imaginar una hora de Psicomotricidad en la escuela como si fuera Educación Física, Música, etc.
La Psicomotricidad no es en la escuela una técnica, una materia más, aunque se pueda utilizar como tal; es, en todo caso, un enfoque que atiende a la globalidad del niño, a la revalorización del cuerpo y el movimiento en la escuela.
Para ello, es necesario que los docentes nos incluyamos más activamente en este