Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Tejada
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587148701
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los añosos cipreses tornan a oír impasiblemente los deliciosos parrafones de anatomía, gritados a voz en cuello, las lucubraciones escolásticas del padre Ginebra o de Restrepo Mejía o los temibles teoremas geométricos, en mala hora inventados por algún griego deschavetado, como aquel de “el volumen de un tronco de pirámide” o de “el cuadrado construido sobre la hipotenusa es igual...”, y que los pobres chicos de imaginación voladora se esfuerzan inútilmente en fijar para siempre, detrás de sus cabezas torturadas.

      En febrero regresan los estudiantes, y bienvenidos sean porque ellos son la sal y la alegría de todo, porque ellos darán un bello aspecto de fuerza y de juventud a la ciudad, porque ellos harán chispear de felicidad a muchos bellos ojos que, desde principios del mes, esperan ansiosamente detrás de los cristales.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 25 de febrero de 1918.

      El amor a la vida

      Aguadas es un dulce pueblecito hundido entre las sinuosidades de la cordillera central, donde las mujeres pasan tranquilamente su vida tejiendo blancos sombreros de paja.

      Hoy, el corresponsal de este diario en Manizales comunica una sencilla tragedia ocurrida en Aguadas y que inspirara hondas y desoladoras meditaciones a un filósofo pesimista: dos buenos muchachos se han dado la muerte con una simplicidad aterradora. Uno dice: mátame amigo, y el otro dispara ciegamente sobre él, teniendo cuidado de reservar los dos últimos disparos para aposentárselos él mismo dentro del corazón.

      “Dos jóvenes”, dice el telegrama. ¡Siempre son jóvenes los que se matan! Esta paradoja terrible ha de tener una razón lógica de ser.

      La primera jornada es la más dura para las peregrinas plantas de los viajeros. Es a los veinte años, quién lo creyera, cuando la vida se nos presenta más incomprensible. En esa edad indefinida en que no tenemos la inconsciencia feliz de los niños, ni la madurez resignada de los ancianos, es cuando un cúmulo de inquietudes más torturadoras y de interrogaciones más desesperantes se agolpan sobre nuestras frentes. Adivinamos vagamente que vamos a oscuras por el mundo, con un peso inconmensurable de aflicciones y de fatalidades sobre el corazón, como esos personajes sonámbulos de los dramas de Maeterlinck. Nos hundimos atrevidamente en el misterio que hay dentro de nosotros y más allá de nosotros, sin tener la suficiente filosófica resignación para vivir sin comprenderlo.

      ¿Para dónde vamos y de dónde venimos? Esta interrogación formidable que nos presentamos a nosotros mismos, a veces de una manera vaga y nebulosa, otras con una precisión abrumadora, hace que en un momento loco, de amargas reflexiones, pongamos una rúbrica roja a la corta comedia de nuestras existencias.

      El suicidio que en Séneca fue digno y en Silva casi disculpable, es muchas veces signo de mediocridad intelectual y sobre todo de una educación defectuosa.

      He aquí tema para un libro de doscientas páginas. En los bancos de la escuela, en las aulas tediosas de los colegios, desde las cátedras de las universidades, no nos predican la seriedad de la vida, la belleza de la vida, la divinidad de la vida. No nos dicen que vivir, existir, ser hombre, ser hoja, ser insecto, ser grande, ser pequeño, ser fuerte, ser débil, todo tiene una trascendencia infinita.

      No nos dicen que hay nobles satisfacciones y hermosas realidades en el mundo. No nos enseñan a ver el sol claro y limpio de las mañanas de verano, ni la dulce tristeza del invierno. No nos descubren la belleza de las más pequeñas cosas, ni nos hacen comprender que el amor es provocativo y confortante, que el trabajo enaltece, que la lucha noble glorifica. No nos hacen ser alegres y optimistas.

      En las escuelas, en los colegios, en las universidades, no nos enseñan a amar la vida. Y entonces, solos, sin fortaleza espiritual, inermes, nos entregamos a los brazos alucinantes de la muerte.

      ¿No se presta todo esto a muy desconsoladoras meditaciones que podrían llenar un libro de doscientas páginas?

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 8 de marzo de 1918.

      Las viejas iglesias

      Hoy, cuando se ha apoderado de las gentes un anhelo bárbaro de demolición, cuando se ha perdido el respeto a las vetusteces gloriosas y a las viejas reliquias sagradas, cuando en Ypres, en Reims, en Arrás se desmoronan las agujas góticas ante el empuje trepidante de la metralla, y en Cartagena, la nuestra, con una saña incalificable, se derriban los legendarios murallones, testigos de hazañas inconmensurables y guardadores de innúmeros recuerdos, cuando todo lo antiguo, lo empolvado, lo evocativo, lo santo, se hunde ante la impiedad férrea de la pica, y con esa tierra que debía ser inviolable se construyen horribles palacios modernos y arañacielos simétricos, cuando todo eso pasa, Bogotá, que conserva aún incólumes ciertas bellas tradiciones, ha visto con beneplácito la determinación tomada por la Sociedad de Embellecimiento en favor de las obras de arte, de las viejas iglesias y de aquellos edificios que nos unen al pasado por un polvoroso lazo de recuerdos.

      ¡Las viejas iglesias! Las dulces iglesitas coloniales, duras, macizas, inarmónicas por fuera, suaves, deliciosas por dentro.

      Los que las amamos a ellas, aunque seamos un tanto escépticos, los que vamos allí en las horas tediosas del mediodía, a soñar junto a los lienzos desteñidos de Vásquez, entre el aromado incienso de la mañana que aún flota adherido a los sillares, cuando sólo el solemne rezar de una beata sonoramente aumentado, y el chisporrotear intermitente de los cirios votivos interrumpen el encantado silencio conventual, profundo, conquistador de nuestros espíritus, los que por todo eso y por muchas otras indefinibles cosas, amamos las vetustas iglesias coloniales, sabemos bien lo que vale la iniciativa de estos nobles caballeros, que vienen hoy a proteger los monumentos tradicionales, añoradores, que el olvido ha sepultado, el polvo ha cubierto, y la ignorancia bárbara ha casi destruido.

      Vaya un apretón de manos para ellos.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 14 de marzo de 1918.

      4 Gustavo Santos (1892-1967), escritor y músico. En la revista El Gráfico de Bogotá, del 15 de septiembre de 1917, había publicado un artículo sobre el estado de las iglesias coloniales bogotanas.

      Películas policiales

      Nuestro público está tomando mucho gusto a esas interminables películas de ladrones y detectives, que las grandes casas cinematográficas de los Estados Unidos, después de hacerlas saborear a los flemáticos yanquis, nos remiten por docenas.

      ¿Habrase visto algo más estúpido y disociador que una de esas películas norteamericanas, a la manera de El millón de dólares, que nuestras gentes del pueblo y muchas que no lo son, aplauden desenfadadamente?

      Siempre, en todas ellas, veréis a una ingenua muchacha de quince años a quien unos cuantos papanatas armados de pistolas inconmensurables, que nunca disparan, le han tomado el pelo persiguiéndola día y noche por cielo, tierra y mar, con evidentes intenciones de estrangularla, electrocutarla, fusilarla u otras barbaridades por el estilo, lo que desgraciadamente no se lleva a cabo jamás porque, como es natural, se acabaría la función.

      También veréis a un hombre despavorido, a quien persiguen no sé quiénes y que en un momento de aprieto se precipita desde el vigésimocuarto piso de un rascacielos. Todos pensamos que se ha hecho pedazos contra las baldosas. Pero cuando estáis en un grado de excitación máxima, creyendo oír ya el chasquido del cráneo que se rompe contra las piedras, nuestro hombre, con una fortuna verdaderamente yanqui, cae sentado en los cojines de un lujoso automóvil que, por casualidad, pasaba en ese instante.

      Contemplaréis, así mismo, a cierto personaje sugestivamente enmascarado a quien sorprenden frente a su escritorio media docena de incautos polizontes, armados de las indispensables