Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Tejada
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587148701
Скачать книгу
esto lo echaron en una tacita de oro, donde, por asomarse, se cayeron como siete brujas. Y después de revolverlo con una varita mágica, y de echarle tres bendiciones con la zurda, la pícara vieja sacó del fondo dos ojos maravillosos y enigmáticos, que iluminaron toda la cueva y que no se sabía si eran verdes o negros o azules; poniéndoselos a la admirada Fifí, dijo: “No hay nada que enamore tanto a los hombres, como dos ojos misteriosos”.

      Y cuando llegó al Palacio, montada en un borriquito blanco, todos los príncipes de Santa Rita, de Cerritos, San Pacho y otras tierras lejanas, hicieron arrodillar sus corazones ante los ojos alucinantes de Fifí.

      Glóbulo Rojo, Pereira, 28 de abril de 1917.

      Yo no quiero la paz

      ¡Yo no quiero la paz! maldita sea

      la tranquilidad sugestiva de la aldea.

      ¿Una casita blanca metida en los rosales,

      mujercita, un chiquitín huerto con flores?

      ¿Vivir entre el olor de los maizales,

      sin penas, sin trabajos, sin dolores?

      Eso no es vida ni nada, eso es la muerte

      para los hombres de robustas manos;

      las mujeres tan sólo y los ancianos

      podrán vivir la vida de tal suerte.

      Pero yo, que tengo sangre roja,

      una sangre tan roja que no escucha

      mi voz aplacadora, que me arroja

      en mitad de la arena y dice: ¡Lucha!

      No puedo estar en paz. Paz y quietud

      son un pecado de lesa juventud.

      Glóbulo Rojo, Pereira, 5 de mayo de 1917.

      La Vieja

      No. La Vieja de mi historia es una vieja que no es vieja ni viejo, ni muchacha, sino una bruja errante, silenciosa, siempre antigua y siempre nueva, serena, profunda, peligrosa y cruel, que se ha tragado muchos niños vivitos sin hacer un gesto, y se ha engullido muchos hombres crudos sin untarles sal siquiera.

      Hablo de ese prodigioso río que pasa por Cartago y que va a contarle al Cauca, allá lejos, quién sabe qué secreticos de amor y de misterio, quién sabe qué tristezas infinitas que le han musitado los sauces inclinados en las noches de ensueño y de luna; de ese río milagroso, que tiene errabundidades de gitano, y que siente, aunque a ninguno le cuenta sus cuitas. No es como cierto Otún, que yo conozco, casquivano y bullicioso, que todo lo que sabe lo grita a los cuatro vientos.

      Este pobre cronista estuvo la semana pasada en Cartago, el pueblo delicioso y antiguo, que se lleva el orgullo de no tener luz eléctrica y otras atrocidades, en este siglo de motores y de cosas prosaicas. Así me gusta a mí, porque es más evocativo y más propicio a mis vagabundeos espirituales; así lo quiero, con sus mujeres pálidas y finas, con sus casas antiguas y miedosas, sus iglesias vetustas y su río maravilloso, enfermo de vagar por entre guaduales y de mirar a las estrellas.

      Si no fuera por los zancudos tan picudos y por el calor tan picante... Es raro: todas las orillas de las viejas son frías según dicen (porque a mí no me consta), menos la de esta bruja perversa que yo adoro.

      Y a pesar de quererla tanto, cuando fui a echarme a ahogar en ella, para cumplir una promesa que había hecho a cierta divina enemiga mía, y me tiré de cabeza hasta el fondo, como un submarino loco, la buena, la dulce, la compasiva vieja, me fue sacando a la orilla quedamente, bueno y sano.

      Y mientras me alejaba afligidísimo, pensé interiormente, ¡cuánta será mi desgracia, que ni las viejas me quieren!

      Glóbulo Rojo, Pereira, 5 de mayo de 1917.

      1 Las “cigüeñas de Estrasburgo que canta Amado Nervo” aparecerán de nuevo, y muy pronto, en una crónica para El Espectador de Bogotá, titulada “En la hora del dolor”, el 11 de septiembre de 1917.

      La incertidumbre

      Se ha roto la confianza que todos teníamos en nuestras paredes protectoras, en nuestro buen techo blanco, que todos mirábamos cariñosamente al acostarnos y que hoy contemplamos con los ojos llenos de reproche y de furor, porque la muerte está encima, acurrucada y avizora.

      Hace cinco días nadie duerme en esta ciudad de los sustos. Los nervios han llegado al máximum de irritación. Estamos, pues, muriéndonos de miedo. De miedo a ese monstruo invisible, que pasa apachurrando las casas, como huevos, y haciendo morir las viejecitas sin confesión.

      Muchos hombres serían capaces de sentir la muerte con serenidad, frente a un toro, en un campo de batalla, pero yo sé que ninguno esperaría, imperturbable, un alfilerazo, sin saber de dónde viene ni conocer la mano que lo guía.

      No ver al enemigo, no poderse defender, no ultrajar, no herir, estar en la incertidumbre de no saber si lo que ha de llegar viene ya o dentro de unos minutos, o nunca, nos hace temblar como cañas. El misterio nos vence.

      Las noticias

      Y este estado de intranquilidad, de alarma, de insomnio, que debía decrecer con la disminución del peligro o por haberse habituado un poco, persiste, sobre todo en el pueblo. Porque las noticias escalofriantes que todo el mundo hace circular, lo atizan.

      Se decía que en Nazaret habían muerto muchísimas familias labriegas, y no murieron sino tres personas, en un derrumbe casual. Que Bogotá se iba a hundir anoche a las doce; que Monserrate iba a despertarse con una explosión atronadora, y otras atrocidades. Esto es delictuoso, pensamos. ¿Por qué llevar la intranquilidad y el pavor a las buenas gentes del pueblo, que son extrañamente propensas a creer las mayores absurdidades y a pensar que estas cosas tienen causas divinas o diablescas? Esto debe ser un delito, repetimos.

      Cuando en vez de aterrorizar, se podría sacar algo bueno de estos fenómenos, explicando su naturalidad y destruyendo ciertas supersticiones extravagantes que entorpecen la mente de las multitudes.

      Ahora

      El Espectador, Bogotá, 6 de septiembre de 1917.

      2 Esta fue, en definitiva, la primera crónica que Tejada publicó en El Espectador, luego de que el director le rechazó el relato sobre la bisabuela, el cual publicaría un poco más tarde en la revista El Gráfico.

      3 En Tejada, como en otros escritores colombianos de la época, subsistió el uso del verbo privar, en vez de primar, con el significado de prevalecer.

      La belleza en la escuela

      Visitando estos días una escuelita de los alrededores, pensé involuntariamente en mi pueblo y en la escuela que me tocó frecuentar cuando niño. La tal escuela, que yo quiero mucho, así vetusta y lamentable como era en esa época, había sido cuartel en tiempos de guerra. Las paredes altas y cruzadas por las ralladuras de las bayonetas, los salones tenebrosos y resonantes, los bancos carcomidos y cojos, las ventanas sucias y desairadas, y hasta el viejo maestro, con su gorro de borla, sus alpargatas y la férula vengadora e inseparable, nos ponían un amargor en el corazón, una angustia