Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Tejada
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587148701
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cachaquitos, me enciende los sesos.

      La encantadora morena de mi cuento, por lo que pude colegir, le estaba pidiendo a San Antonio un novio para Semana Santa. “Delicioso —pensé para mis adentros— ya tengo novia para Pascua” y me puse a hacerle señitas al buen santo para que me colocara como candidato.

      Pero nada. Me desesperé y rogué inútilmente. El dulce y humilde San Antonio, con una sonrisa placentera, le indicó como novio, a la niña de los crespitos, a un patán, que no va a misa, ni reza, y que según dicen, es hasta poeta.

      ¿Comprendéis por qué San Antonio y yo no nos podemos ver ni pintados?

      Glóbulo Rojo, Pereira, 4 de abril de 1917.

      Las muchachas bonitas y el suicidio

      ¿Creéis que voy a desenredar una tesis muy trascendental sobre Sociología, Derecho Penal, o cualquiera otra barbaridad por el estilo?

      Pues no. Sólo voy a deciros, en dos palabras, cómo una mujercita bonita, adorable y perversa, puede empujarlo a uno a cometer una calaverada mayúscula. Está casi probado que todos los grandes desastres han tenido causas mujeriles. Fuera de aquel asuntico del Paraíso, que todos sabemos, pudiera citar un millón de casos; últimamente se ha descubierto que el pobre diablo de Noé no se emborrachó por lo que dicen, sino de despechado por una tremenda paliza que le administró su respetable señora (que en paz descanse él).

      Pero vamos a mi cuento:

      En cierta calle que yo me sé, en una casa azul-turquí, a mano derecha, viniendo de allá para acá, vive una encantadora muchacha; todos la conocen, es más bien alta que baja, un poco delgada, y frisa entre los catorce y veinticinco años, por más señas; suele tener unos ojos soñadores y cansados de gitana y unos labios pecaminosos, húmedos y encendidos como los que el diablo le presentaba a San Antonio, para tentarlo.

      Yo, que no acostumbro tener ningún parecido con San Antonio, por mi mal (ni con el otro señor tampoco, por mi bien), me dejé sonsacar el corazón cobardemente por la gitanilla esa, y ya me tiene enamorado como un poeta cualquiera.

      Pero, resulta que la chica de mi historia, mi adorado tormento, tiene un novio. Hasta aquí, nada malo. Lo peor del caso es que... ¡tiene otro novio! ¡Dos novios! ¿Creíais que en Pereira no habría muchachas que tuvieran más de un novio? ¡Pues sí que las hay! Y esto que a otros horrorizaría a mí me trastorna la cabeza. Porque una personita que sea capaz de tener dos novios simultáneamente, tiene que ser muy inteligente y muy infame.

      Pero ¿qué hago yo con estos dos rivales terribles? ¿No adivináis? Oíd: como me creo impotente para luchar solo contra dos enemigos ¡y enamorados! he comprado un delicioso, un lindísimo lazo de diez pesos, blanco y nuevecito.

      Así que, cuando una mañanita de estas, veáis con los ojos asustados, un cuerpo exánime, suspendido del más alto mango y balanceado trágicamente por el viento, decid: es el pobre Cronista Lis, que se ahorcó por una mujer perversa y divina, que tiene dos novios y unos embrujados ojos de gitana.

      Glóbulo Rojo, Pereira, 14 de abril de 1917.

      ¿El amor es ciego?

      Como lo adivinarán todos mis lectores, hasta el presente momento no me he colgado de ninguna parte. El lazo aquel blanco y nuevo, está hoy amarrando un ternero. Pero les juro que no fue por miedo, sino por dos razones de mucho peso: la primera, porque estoy seguro de que mi papá no tenía con qué pagar el entierro y yo no quiero que me dejen comer de los gallinazos, como a cualquier burro muerto; y la segunda, porque... ¡al fin me conseguí una novia!

      El objeto de mi amor, el cofre de mis pensamientos, es una encantadora forasterita que vino hace como veinticuatro años de la vecina ciudad de Revientaquijadas. Os la voy a describir en dos plumadas, para que admiréis mi buen gusto, en cuestiones femeniles: es un poquito flacucha y fea, poco más o menos como una escoba vieja; tiene unos ojos atormentadores de vaca agonizante y unos dientes blancos y pulidos de caimán neurasténico; las narices un poco chatas, pero fue que la pobrecilla se dio una tremenda caída por allá en su juventud, es decir, en tiempos de Matusalén o no sé de quién; habla tan dulcemente, como rajando guaduas o como si estuvieran ahorcando ocho cochinillos a un tiempo; pero, lo que más me admira en esta delicada personita, es su modo de caminar: lo hace despacio y a grandes zancadas, como un caballo flaco. Y entre muchas otras cualidades responde al sonoro, cuanto modesto y emocionante nombre de Casimira. Casimirota, como yo la llamo cariñosamente.

      Mis suegros son un tesoro. Don Cucufate, que es el papá, y que vendía longaniza al por mayor en Revientaquijadas, es un señor muy bravo que me ha amenazado con darme unos cuantos puntapiés en el… en las… en los… ¡en las costillas! Mi suegra sí es una delicia de vieja. Una estimable señora que hace equilibrio entre los ochenta y los ciento cuarenta y cinco; aunque un poco sorda, responde al bíblico nombre de Gumersinda Espantarratones. Sordita, pero ve más que un telescopio. Apenas asomo a la esquina cuando dice con unos gritos y aspavientos que se oyen desde el páramo: “¡Allá viene el hijo de don Picaporte. Ese papanatas, tragaplatos, zancas de víbora, dientes de gallina ciega!”.

      “¡Casimira! ¡Entrate pa’dentro, antes de que te rompa las costillas a escobazos!”. (Primero se rompe la escoba, dirá algún chusco.)

      Casimira, que es un dechado de obediencia, se entra como perrita regañada y yo me quedo plantado como lorito en estaca renegando de todas las suegras del mundo y del diablo que las echó a la tierra, con los alacranes y otras alimañas, para atormentar a la humanidad.

      Sin embargo, todos los días estoy más enamorado de Casimira aunque casi ni la veo y a pesar de sus defectillos.

      ¿Será que el amor es ciego como me decía cierta noche una bruja perversa? Si es ciego, mi suegra fue la que le arrancó los ojos.

      Glóbulo Rojo, Pereira, 21 de abril de 1917.

      Los ojos misteriosos de Fifí

      Para una amiguita mía,

      que ríe como unos cascabeles,

      y que le robó los ojos a Fifí

      En los alrededores de cierto puebluco, no sé bien si de la Patagonia o del Quindío, hay una cueva terrible y miedosa, donde entre lechuzas y murciélagos, vivía hasta hace pocos días, una vieja hechicera. A ella acudían todas las muchachas, feas y bonitas, de la comarca, a pedirle filtros y bebidas encantadas para hacerse querer de los mozos ingratos o despreocupados.

      Bueno. En esa época era rey de Pereirópolis Don Tiburcio III, que tenía su corte en Nacederos, según dicen. La única hijita de Don Tiburcio era ciega y muy triste. Se llamaba Fifí. La pobrecilla Fifí vivía inconsolable porque sus ojos muertos no le servían sino para llorar y porque no podía conseguirse ningún novio.

      Un día, sin embargo, resolvió irse donde la vieja de la montaña. Se montó, pues, en su borriquito blanco, que la llevaba por todos los caminos, y preguntando, preguntando, llegó hasta la cueva.

      Cuando estuvo en la puerta, dijo muy recio: “Abuela: tú que eres más vieja que Matusalén y más sabia que Zarathustra, prepárame una bebida tal, que todos los hombres que la prueben se enloquezcan de amor por mí”.

      Y la vieja contestó: “Ay mijita, como hubo tantos pedidos en estos días, todas las unturas y bebidas se acabaron”. La dulce y triste Fifí rompió a llorar, y la bruja, que tenía buen corazón, se conmovió y le dijo entonces: “Aguárdese un momentico, yo le doy otra cosa mejor”, y dándose unos golpecitos en el colmillo, brotaron del suelo como catorce brujas. Les dijo un secreto y todas desaparecieron.

      A los dos minutos volvieron sudorosas. La primera traía cinco estrellas, más o menos; otra, dos focos de automóvil; la otra, una pantera con los ojos chispeantes; aquella traía en el cuenco de la mano un océano profundo y anchuroso, con todas sus tormentas y misterios y sirenas; una, trajo montañas azules y pensativas y lagos dormidos y alunados; hubo quien robara todo el cansancio y toda la melancolía a los caminos amarillentos; algunas se aparecieron con almas errantes y fugitivas de gitanos, o con voluptuosidades musulmanas, turbadoras y acariciantes; la de más allá, trajo músicas