Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Tejada
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587148701
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sí y otro no, por un huequito abierto en la pared, un pedazo de pan del tamaño de medio pan pequeño.

      Yo quisiera contaros, para confundir vuestra ignorancia, todo el tesoro de historias fantásticas y de cuentos verdaderos que han acumulado dentro de sus blancas cabezas las vetustas viejecitas, que van desapareciendo ya, una a una, dolorosamente, llevándose toda una época y toda el alma de una ciudad. Porque ellas eran lo único que iba quedando de la Santa Fe perversa, letrada, timorata, sangrienta y deliciosa, que hoy los bárbaros de la piqueta nos han convertido en un pueblo frío, tieso y moderno, como unas paralelas de ferrocarril.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 8 de mayo de 1918.

      La sonrisa

      Hay una sonrisa superficial y bonachona del burgués de abdomen ampuloso, que se pasea por la calle satisfecho, después de comer. Existe, así mismo, la sonrisa jubilosa de la madre joven, que, presa de íntimo orgullo, contempla el jugueteo de su primer rorro, echado boca abajo sobre la alfombra, con la madeja de hilo. También, de vez en cuando, admiramos la sonrisa serena de héroe que, de pie sobre la trinchera, siente junto a sus oídos el silbido serpentino de las balas.

      Esa literatura enervante, como el opio, donde las teorías rientes cantan hechizadoras como las sirenas mitológicas, se apodera suavemente de nuestros cerebros y paraliza nuestros músculos. La vendada fe en el amor que albergábamos, la confianza en la vida, que es bella y buena, en los optimismos santos de juventud, en todas esas cosas gratas que colocan la existencia inexperta, mientras ignoramos que son frágiles y adorables mentiras, todo se desvanece como emigradoras nubecillas al soplo de una racha fría, cuando el comentario burlón asoma a nuestros labios, agudo y lívido, como un estilete florentino.

      No son nuestros labios fragantes de veinte años los que deben sonreír incrédulamente cuando el vivir es serio y profundo y a la hora de beber el vino rojo, con los ojos entornados. Más bien, ¡oh amigos míos!, que nuestras bocas, de dientes blancos y firmes, despierten la selva con sonoras carcajadas, o que nuestras cejas se unan, ceñudas, ante el hondo problema del mundo, de la vida, de la muerte.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 10 de mayo de 1918.

      8 Aquí se refiere a un personaje de una de las novelas de Anatole France, que según Tejada era el escritor ironista por excelencia.

      9 Seudónimo del periodista liberal Armando Solano (1887-1953); su columna habitual se titulaba “Glosario sencillo” y compartió por varios años la misma página con Tejada en El Espectador de Bogotá. En esta crónica, Tejada inicia su crítica al recurso retórico de la ironía.

      La ciudad

      Alguien me ha escrito ayer: “La ciudad es odiosa. En cambio la montaña es fuerte y dulce. Yo amo la montaña”. He contestado: Amigo mío, en verdad allá donde la Naturaleza es fecunda y virgen y donde los maizales ululan al viento, como arpas, se vive bien. Yo sé que en el lecho quejumbroso de hojarasca y de hierba fragante, el cerebro íntimamente unido a la tierra, es cuando se encienden los fuertes pensamientos de conquista y las grandes ideas de renovación, mientras canta o llora o ríe la orquesta múltiple de la selva.

      Yo sé también que allá en la montaña, en abierta lucha con el roble milenario, con el toro pujante, con los ríos turbulentos o solemnes, se desenvuelve íntegra la individualidad y los músculos adquieren un temple herculino y se tornan duros como las bielas trepidantes de las locomotoras.

      En la montaña se es Pan, atisbando con los ojos fulgurantes el cuerpo desnudo de la ninfa que hiende el rastrojo, temblorosa, hechizada ante el silbo voluptuoso de la flauta; y se es Zarathustra, madurando junto a la astuta serpiente y al águila altiva, el fruto de la Sabiduría.

      En cambio, amigo mío, la ciudad tiene también hondos encantos y lazos sutiles con que aprisiona el corazón, siempre que sepáis vivir en ella sin someteros al estiramiento martirizante del frac y del cuello alto y al tedio superficial de los salones, sino pasando inadvertido, como una partícula perdida entre la muchedumbre, pero con los ojos muy inquisidores y el alma abierta a grandes y pequeñas emociones. Porque la ciudad acendra una multiplicidad admirable de sensaciones que no encontraréis en la montaña: es profunda y ligera, cogitabunda y alegre, sentimental y dura, tiene sombras medrosas y luces fugitivas, es refinada e ingenua; encontraréis en los apartados arrabales intensas y menudas tragedias, inenarrables miserias, carne palpitante y desnuda, el encanto de la inmundicia que amaba Jean Lorrain; un día, al volver una esquina, al subir al tranvía, daréis con la mujer elegante, viciosa, infame y deliciosa, que se burla donosamente de ti y de aquel hombre gordo y satisfecho, que bien puede ser un diputado; vive el santo de gruesas sandalias que maltrata su carne y sus huesos, y distribuye su tesoro entre los pobres y los ricos; y el asceta que en oscura guardilla desentraña el alma polvorienta de los libros, mientras en el piso siguiente hacia abajo, los bulliciosos estudiantes juegan a ver rodar bolas de marfil; en una casita sencilla que tendrá flores en las ventanas, hallaréis a la muchacha precoz, que trabaja en la cigarrería y humedece de lágrimas, en los atardeceres nostálgicos, el libro de Bécquer y la barata novela de amores que acaban en suicidio; y el oscuro empleadillo de levita raída y centenaria, que vive trágicamente con sus cinco hijos y su vieja mujer, que ama las plumas y las sedas chirriantes; el burgués barrigudo, que monta en automóvil una vez en la semana y reparte cachetes a las chicas de pianola; el alucinado poeta de provincia que sueña poemas fantásticos frente al escaparate de la librera, con las manos hundidas en los bolsillos exhaustos; la rica dama que pasa, alada, cerca a nuestras pupilas atónitas, dejando una huella perfumada y exquisita.

      Por eso y por muchas otras cosas, que hechizan y encantan y punzan, la ciudad nos abraza, como una mujer voluble y loca en cuya alma se agitan luces fugitivas y sombras medrosas.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 15 de mayo de 1918.

      Desconocidos

      Voces, la dinámica revista que dirige Hipólito Pereira en Barranquilla, acaba de dedicar un número a la juventud antioqueña. Allí, al pie de diversos ensayos, poesías, apuntes, están los nombres de León de Greiff, Aurelio Peláez, Eduardo Vasco, Carlos Mejía, Juan Yanos, Javier de Lis y otras juveniles intelectualidades que son promesas; hay también algunas plumas robustas y menos desconocidas, como las de Abel Marín y Libardo López, vimos algo de Farina, de Abel Farina, el poeta simbolista, extraño y hundido en la penumbra de la impopularidad; faltan muchos, entre los nuevos: Luis Bernal, Fernando González, Ramón E. Arango, Jaramillo Medina, de quien dijera Tomás Márquez que es el poeta del porvenir, y otros.

      En verdad, merece un elogio la iniciativa de Voces. Ella ha dicho que es una corneta; ¿y no es eso lo que necesitamos hoy, cornetas sonoras que griten a los cuatro vientos lo que exista de bueno, de malo, de característico dentro de la Patria? Inútil será decir, porque es bien sabido, que nos desconocemos perfectamente unos a otros. Aquí, en Bogotá, existe un cenáculo de intelectuales que se citan y elogian mutuamente, que saben algo de Francia, poco de España, casi nada de América y nada absolutamente