Cocaína. Aleksandr Skorobogatov. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Aleksandr Skorobogatov
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412097863
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entonces todos se asustaron, claro; ninguno esperaba un giro así.

      Le dicen: «Oye, no estás del todo recobrado, deberías curarte, vete a un sanatorio, ten, una plaza para un balneario, recobra las fuerzas y después podrás deshacerte en todas las carcajadas que quieras».

      Pero no hubo manera.

      «No, no —decía el otro, el del labio agrietado, con una sonrisa indecente en la cara—, creo que puedo soltar ya las carcajadas».

      Y esa frase suya resonó tan siniestra en el silencio sobrevenido que todos se sintieron mal. Y poco a poco se fueron yendo cada uno a su casa, y en casa se encerraron y se metieron debajo de la cama.

      E hicieron que sus mujeres vigilaran las ventanas por la noche.

      En resumen, que para que nadie pensara nada, yo rompí a reír a carcajadas de la siguiente manera:

      —¡Ja, ja, ja!

      6

      Cual torbellino me lancé al escenario, derribando y girando mesas y sillas a mi paso. Había gente pegándose a mi alrededor. El aire estaba cargado, las mujeres gritaban. Yo bailaba bien. Estaba claro que todos se fijaban en mí. Y entonces junto a mí pasó la bola de los que se pegaban: brazos, piernas, cabezas, jirones de ropa. Al suelo cayó, junto a mis pies, una oreja cortada, o puede que simplemente arrancada. A mí, como escritor y como humanista, me importaba un bledo todo eso.

      Un crujido terrible y después un estruendo ahogaron la música; la enorme araña metálica se había desprendido del techo. Al instante todo se llenó de gritos y chillidos, y unos chorros encarnados que olían a acre empezaron a fluir a borbotones por debajo de la araña. Abandonando guitarras y tambores, los músicos se arrojaron sobre la lámpara y, bien pegados al suelo, se pusieron a lamer ansiosos, atragantándose, la sangre.

      Al instante siguiente los músicos borrachos de sangre ya estaban de nuevo golpeando las cuerdas, y el torbellino del baile me arrastró detrás de la barra, donde en charcos de cerveza yacían igualitas las camareras-gamuzas, experimentadas y ágiles… Una de ellas no estaba ocupada. Vacié un vaso con algo agrio y me lancé sobre ella, sobre la gamuza.

      Los músicos empezaron a tocar una fanfarria.

      No iréis a decirme que los escritores somos gente poco práctica que pierde fácilmente la cabeza en los momentos de entusiasmo: conseguí rebuscar en su bolsillo. Hubo un momento en que ella, desconsiderada, se distrajo y apartó la mano que apretaba su bolsillo mugriento. ¡Fueron solo unos segundos!, pero para mí, que soy de reacción fulminante, fue más que suficiente.

      No me contuve y exclamé tres veces bien alto: «¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!».

      Cuando todo acabó, le di unas gracias moderadas a la camarera y me dirigí a la salida.

      7

      Ya ni recuerdo cómo acabé en los grandes almacenes de nuestra ciudad, subí a la segunda planta. He de confesar que me encontraba mal. Me parece que me había subido la fiebre. La cabeza me daba vueltas y me dolía, los ojos se me nublaban a ratos y en algunos momentos me fallaban las piernas; me veía obligado a pararme para no caer. Me sentí un poco mejor en la sección con el seductor nombre de «hazlo tú mismo».

      Por extraño que parezca, hasta entonces no me había visto ni una sola vez en la tesitura de matar a personas vivas. Es más, en ese momento ni siquiera sabía de qué manera la gente solía matarse entre sí. Era joven, estaba un poco inquieto y no tenía a quién pedirle consejo.

      La vendedora —una muchacha de pelo claro como el lino, una muchacha agradable con una bata cortita color verde lechuga— me lanzó una mirada de indiferencia cuando me acerqué para hacer la pregunta que me atormentaba. Afortunadamente, me detuve a tiempo…

      En resumen, caía un aguacero terrible cuando me encontré de nuevo en la calle. Estalló un trueno, brilló un relámpago cegador. En la torre Spásskaia de una ciudad lejana el reloj marcó silenciosamente las nueve de la noche. Desde la esquina de la casa que estaba enfrente, yo vigilaba la salida del café. No voy a mentir, no recuerdo cómo salió ese hombre a la calle, cómo empezó y después terminó la persecución, cuándo se acercó a su casa-rascacielos de cristal y hormigón que llevaba el nombre del camarada Jruschov. Había anochecido, nevaba copiosamente y yo apenas podía mover los pies, las ideas se me entremezclaban; no sé cómo me las apañé para no perder el conocimiento.

      El viejo golpeó varias veces los pies en la rejilla para limpiar el barro y la nieve adherida a las suelas, abrió la puerta y desapareció. Pocos segundos después también yo entraba al portal, mientras toqueteaba en el bolsillo el clavo que había obtenido de la vendedora. Los pasos resonaban un piso por encima. Por una escalera en penumbras, subí en pos de él.

      Los pasos cesaron. Estaba en el descansillo delante de su puerta, sacando las llaves del bolsillo. Tras fijarme en la puerta, retrocedí a las sombras. La puerta se abrió; el canalla pasó a la entrada y cerró tras de sí dando un portazo.

      Es extraño que hasta el último instante no me hubiera parado a pensar ni una sola vez en cómo iba a cumplir con mi terrible propósito. Sí, había comprado un clavo y un martillo, pero ¿cómo iba a entrar en su casa? ¿Cómo iba a acercarme a ese gusano para estar a la distancia imprescindible para golpearlo?

      Me quité el gorro de la cabeza, lo envolví en una bolsa de celofán y lo até bien con una sirga. Subí. No había timbre en la pared. Llamé a la puerta primero con golpes suaves, después más fuertes.

      Durante un buen rato nadie respondió desde detrás de la puerta.

      Pero, de repente, me pareció que estaba allí, al otro lado, en su pasillo a oscuras, escuchando. Y así lo veía: gordo, con la chaqueta abierta a la altura de la barriga, sudoroso, presta atención y tiene miedo; con la oreja pegada a la puerta, se rasca el pecho peludo por encima de la camisa.

      Estuvimos así un buen rato —yo, en la escalera; él, en el pasillo— escuchando, chupándonos los labios y entornando los ojos de la misma forma y casi al mismo tiempo para oír mejor.

      Él lo resistió menos y abrió la puerta que, por alguna razón, tenía la cadena echada.

      8

      —¿Y cómo es que tiene la cadena echada? —pregunté.

      —¿Qué pasa, que no puedo?

      Sacó del bolsillo una rebanada de pan con queso, mordió la mitad y, resoplando, empezó a mover la mandíbula, mientras me miraba con cara de pocos amigos. Tenía los ojos marrones, y estaban demasiado cerca el uno del otro.

      —Le he preguntado que por qué echa la cadena —volví a preguntar.

      —Pues así —respondió él.

      —¿Qué es eso de «pues así»?

      —Así como así —se echó a reír, pero se atragantó y empezó a toser, y me escupió el pan directamente a la cara.

      Le dije lo siguiente:

      —Ni siquiera los gatos nacen así como así.

      Y repetí:

      —¿Por qué ha echado la cadena en la puerta, a ver?

      Y me limpié la cara con la manga, sin apartar de él mi mirada tensa.

      —Pues sí que le ha dado bien al muy cabezota —dijo el otro entre toses, escupiendo una y otra vez. Resultaba curioso la cantidad de pan con queso que había conseguido meterse en la boca de un solo mordisco.

      —Se lo pregunto por última vez, pedazo de basura: ¿por qué ha cerrado la puerta echando la cadena?

      Él tosía y escupía, escupía y tosía. Y me miraba como hosco, como con cierto recelo oculto.

      —¿Qué pasa, que el cerrojo le parece poco?

      Estaba al límite de mis fuerzas. Para no caerme, tuve que apoyarme