En realidad, como se sabe, la elección y ordenamiento de las mismas ideas pueden determinar por sí solos el carácter renovador de las empresas del pensamiento, de acuerdo con el célebre dicho de Pascal. Cuando, por ejemplo, la Reforma puso en circulación determinadas ideas de Agustín oponiéndolas a los sistemas escolásticos y exponiéndolas de nuevo a la reflexión filosófica, creó, ya por ese solo hecho, una nueva e importante situación en la historia de la Iglesia y del espíritu.
2. Caracterizaremos, pues —al principio por exclusión—, el tipo de problema en cuestión. En primer lugar, no se trata de las fuentes filosóficas de las doctrinas de la Reforma, por ejemplo, de la influencia que ejercieron sobre la teología luterana los escritos de los nominalistas tardíos y los místicos alemanes; se trata de cómo funcionó esta teología en la evolución posterior del pensamiento filosófico. En segundo lugar, tampoco interesa la función negativa general de la Reforma. Pues es claro y notorio que esta, con independencia absoluta de sus primitivas intenciones, generó una tensión que por lo general abrió el paso al espíritu de crítica, pero que, con ello, permitió que se afirmara la ilusión, por largo tiempo sostenida, de que habría hecho de la libertad de la vida religiosa individual su principio básico. Digo “ilusión”, porque la acción liberadora de la Reforma sobre la cultura espiritual no provino de que, por ejemplo —en sus clásicas, “grandes” versiones— hubiese proclamado el principio fundamental de la libertad de crítica (lo declaró exclusivamente donde y cuando se encontró en la oposición); sin embargo, el simple hecho de haber cuestionado el monopolio dogmático de Roma y de haber quebrado el bloque unitario de la doctrina posibilitó, como sabemos, la articulación de experiencias religiosas y, en consecuencia, también de ideas filosóficas que en su espíritu eran perfectamente ajenas o absolutamente opuestas a las intenciones de los reformadores. Esta función subversiva general del estremecimiento reformador no entra en el círculo de nuestras consideraciones, en primer término, porque es bastante obvia y, en segundo, porque se extiende sencillamente sobre la totalidad de la cultura espiritual europea y no se vincula fijamente con la propiedad esencial de la Reforma. Desde ese punto de vista, puede considerarse como obra de la Reforma todo lo sucedido en la cultura europea de los siglos posteriores, en el sentido de que no podemos representarnos sin ella; pero el hecho de que esta influencia negativa sea universal y no conozca excepciones determina que se la pueda pasar por alto cuando se consideran las funciones filosóficas específicas de la Reforma. En tercer lugar, no existe ninguna causa para considerar que en algún aspecto este o aquel filósofo pueda ser interpretado de manera tal que el contenido de sus pensamientos demuestre ser en este o aquel punto “similar” a una idea característica cualquiera relacionada con la teología de la Reforma del siglo XVI. En cuarto lugar, por último, tampoco se trata meramente de discutir o considerar los estímulos que este o aquel filósofo ha recibido directamente de los reformadores, pues probable o seguramente muchos de los filósofos cuyo pensamiento es lícito considerar de hecho como determinado por la tradición de la Reforma nunca estuvieron en contacto con estas doctrinas.
Estas exclusiones permiten ya establecer el sentido de la cuestión. Concretamente, se trata aquí de dirigir la atención hacia los temas positivos y meritorios que la Reforma como movimiento teológico, como doctrina, puso en circulación o revitalizó; hemos de considerar aquí en qué modo esos temas alteraron la imagen del pensamiento filosófico o qué efectos produjo su presencia sobre la filosofía. Es fácil comprender que en una cuestión como esta ha de darse prioridad a aquellas ideas fundamentales que —sobre todo en los comienzos de la gran Reforma (es decir, entre los años 1517-1523)— determinaron su estructura doctrinal en visible oposición con el cuerpo dogmático existente; según esto, por tanto, a las ideas propias del movimiento reformador que se refieren a problemas nuclearmente filosóficos, es decir, directamente derivados de una perspectiva teológica y antropológica, y no solo a la reforma organizativa de la Iglesia, a cambios en la liturgia, particularidades de las costumbres o prescripciones para la vida en comunidad, interpretación de los sacramentos, etcétera. Pues estas últimas cuestiones, en efecto, son muy importantes para comprender el fenómeno de la Reforma, pero no pueden menos que ocupar un lugar secundario desde el punto de vista puramente filosófico. La abolición de las órdenes religiosas, de la cuaresma o de las indulgencias, así como otras reformas, quizá fueron, desde el punto de vista social, más importantes que las fórmulas puramente teológicas. Es probable que, precisamente, estas iniciativas tan obvias y comprensibles fuesen las auténticas fuentes de los primeros éxitos obtenidos por la Reforma y hasta constituyan a los ojos del historiador el sentido esencial de este fenómeno. No obstante, desde un punto de vista determinado por el interés histórico filosófico, aparecerán como consecuencias secundarias de postulados teológicos y antropológicos, esto es, en resumidas cuentas, filosóficos. El filósofo o el historiador de la filosofía es perfectamente consciente de que semejante punto de vista no puede satisfacer las preguntas por el sentido histórico de todo el fenómeno de la Reforma, pero, so peligro de renunciar por completo a la autonomía del pensamiento filosófico, no tiene derecho a abandonarlo; tratado como mera manifestación encubierta de intenciones e intereses diferentes —supuestamente “los únicos reales”—, dicho pensamiento filosófico deja lisa y llanamente de ser pensamiento para convertirse en simple instrumento de expresión de dominios de vida enteramente diversos. El filósofo o el historiador de la filosofía se explica muy bien que ciertos burgueses alemanes mirasen con benevolencia la reforma de Lutero, porque deseaban comer carne los viernes, y que algunos sacerdotes se pasasen a la nueva fe, pues así podían satisfacer legalmente sus necesidades sexuales; sin embargo, desde la perspectiva filosófica estas y otras reformas por el estilo –aun cuando en los móviles de los hombres particulares hayan sido lo más importante– no pueden menos que parecer secundarias comparadas con la tesis fundamental de la justificación por la fe. Esta, a su vez, aparece como secundaria frente a los supuestos generales que explican el carácter del lazo que une al hombre con Dios. El sentido de una idea filosófica no puede reducirse a los motivos que determinaron su difusión o, inclusive, su nacimiento, si la historia del pensamiento filosófico ha de conservar su independencia —por ejemplo, frente a la historia de la tecnología— es decir, si quiere ser tal; por el contrario, deja de existir tan pronto se abandona la convicción de que la lógica del pensamiento es distinta de la lógica de los intereses, y de que, por tanto, los resultados instrumentales de las ideas filosóficas y religiosas no pueden agotar el sentido de estas.
Al respecto, ya dije que para nosotros son importantes las ideas fundamentales que constituyeron el perfil propio de la Reforma en su fase inicial. En realidad, justamente ellas son significativas desde el punto que empezó la dogmatización de la nueva fe, cuando esta se cristalizó trabada por sus propios catecismos y su propia organización y liturgia, la Reforma se mostró filosóficamente más pobre en contenido que la Iglesia romana, y si con posterioridad fue capaz de producir estímulos de pensamiento en el ámbito filosófico, ello se debió solo a que esos pensadores, de manera consciente, infringieron las obligaciones que ella había impuesto, recurriendo al espíritu que alentaba en la Reforma misma en sus orígenes e intentando henchir nuevamente de vida las primeras consignas reformadoras, caídas poco a poco en el olvido. Por lo demás, como es sabido, este proceso avanzó con muchísima rapidez, ya en la tercera década del siglo XVI, cuando nuevos reformadores (como Sebastián Franck) trataron de reactivar la doctrina de Lutero en cuanto a las intenciones reformadoras (no solo de tipo social, sino también filosófico) más allá de lo que Lutero mismo había pretendido.
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