Así se transforma, pues, el modelo interpretativo, con todo el complejo de los diferentes conceptos, métodos, áreas de problemas e intentos de solución que habían sido reconocidos hasta entonces por la teología y la Iglesia. Al igual que los astrónomos después de Copérnico y Galileo, también los teólogos se acostumbraron después de Lutero a ver, por así decir, de otra manera: ver en el contexto de otro macromodelo. O sea: ahora se perciben muchas cosas que antes no se veían, y posiblemente también se dejan de ver algunas cosas que antes se distinguían con toda claridad. La nueva manera de Lutero de entender la palabra y la fe, la justicia de Dios y la justificación del hombre, la mediación de Jesucristo y el sacerdocio general de todos los hombres llevó a su revolucionaria nueva concepción bíblico-cristocéntrica de la totalidad de la teología. Partiendo de su redescubrimiento del mensaje paulino de la justificación, Lutero llegó a los siguientes resultados:
— Una nueva manera de entender a Dios: no un Dios abstracto, “en sí”, sino un Dios concreto y misericordioso “para nosotros”.
— Una nueva manera de entender al hombre: el hombre “al mismo tiempo justo y pecador” en la fe.
— Una nueva manera de entender la Iglesia: no como un aparato burocrático de poder y de finanzas sino como comunidad de los fieles sobre la base del sacerdocio de todos los fieles.
— Una nueva manera de entender los sacramentos: no como rituales que hacen efecto casi de modo mecánico, sino como promesas de Cristo y signos de la fe.
El mundo cristiano occidental se hallaba en un callejón sin salida: la Reforma equivalía, para los católico-romanos tradicionales, a la apostasía de la única forma verdadera de cristianismo, para los de convicción evangélica al restablecimiento de su forma originaria. Y estos últimos abandonaron gozosamente el paradigma medieval de cristianismo. Al reformador, a Lutero, Roma todavía pudo excomulgarle, pero la nueva y radical configuración, acorde con el evangelio, de la vida eclesial, a través del movimiento de la Reforma, que avanzaba excitando los ánimos en toda Europa; eso Roma ya no pudo pararlo. La nueva constelación reformadora de teología e Iglesia pronto quedó sólidamente establecida. A partir de 1525 se llevó a cabo la Reforma en numerosos territorios alemanes, y después del fracasado intento de reconciliación en la Dieta de Augsburgo de 1530 (Confesión de Augsburgo), se fundó la Liga de Smalkalda de los príncipes protestantes alemanes, que acabó de estrechar los vínculos entre reforma luterana y poder político.
Con eso quedaba claro que al gran cisma que separara a Oriente de Occidente se había sumado ahora, en Occidente, el no menos grande que separó (grosso modo) norte y sur: un acontecimiento de extraordinaria relevancia en la historia universal, con repercusiones —hasta América del norte y del sur— en Estado y sociedad, economía, ciencia y arte, que no es este el momento de describir (en su ambivalencia).
Y pasó mucho tiempo, alrededor de 450 años, antes de que católicos y protestantes abandonaran sus respectivas posiciones polémicas e iniciaran un acercamiento recíproco. La pregunta actual reza hoy día así: ¿No han clarificado aún las Iglesias los viejos puntos contenciosos planteados por Lutero? ¿Cómo podrán volver a unirse por fin? ¿Cuál será la norma que determine los fundamentos de su unidad?
8. La norma de la teología
Lo hemos visto ya: el concepto medieval de justificación no es pura y simplemente a evangélico y el luterano no es pura y simplemente a-católico. Solamente un juicio equilibrado y matizado hará justicia a ambos bandos. Y ese juicio equilibrado y matizado no pretenderá armonizar sino que verá en la continuidad la discontinuidad: es el nuevo y decisivo enfoque de Lutero.
La definitiva discusión teológica —que deberá ser llevada a cabo ante todo por teólogos sistemáticos y no por historiadores de la Iglesia— no deberá ser realizada solamente con el Lutero “católico” (o sea, con un Lutero que aún es católico o que ha seguido siendo católico) sino que tiene que ser realizada con el Lutero reformador, que con Pablo y Agustín atacó a la Escolástica en general y al aristotelismo en particular. Es justamente esa doctrina propiamente reformadora de Lutero la que no solo debe ser interpretada desde un punto de vista psicológico e histórico (vinculándola a la historia de la Iglesia y de la teología y a su historia personal), sino también ser plenamente aceptada desde el punto de vista teológico.
¿Según qué norma? Lamentablemente, esta decisiva pregunta ha sido planteada pocas veces de un modo reflexivo por la historiografía católica. En efecto, la teología de Lutero ha sido valorada muchas veces, no tanto históricamente, cuanto desde un enfoque dogmático. Como norma valorativa se tomó a menudo el concilio de Trento, sin tener en cuenta sus fundamentales deficiencias teológicas (afirma el historiador del concilio Hubert Jedin), o bien la teología de la plenitud de la Escolástica, sin examinar con actitud crítica su catolicidad (afirma el historiador de la Reforma Joseph Lortz), o también la patrística griega y latina, sin echar de ver (afirman teólogos franceses) la distancia que la separa de la Escritura.
A este respecto hay que decir lo siguiente: quien no quiera suspender su juicio teológico, no debe soslayar la limpia discusión exegética con la teología de Lutero y en especial con su modo de entender la justificación. La doctrina de la justificación de Lutero, su concepción de los sacramentos, la totalidad de su teología y su fuerza expansiva a nivel histórico-universal, se basan, como hemos visto, en una sola cosa: en el retorno de la Iglesia y de su teología al evangelio de Jesucristo, tal y como está atestiguado desde sus orígenes en la sagrada Escritura. Así que ¿es posible entrar a fondo en el núcleo de la doctrina de Lutero, si se evita precisamente —ya sea por superficialidad, comodidad o incapacidad— ese campo de batalla en el que también se decide, en último término, la separación o la unión de las Iglesias? No: la teología académica neoescolástica, Trento, apogeo de la Escolástica, patrística, son, en su totalidad, criterios puramente secundarios frente a ese criterio primario, fundamental y siempre vinculante: la Escritura, el mensaje original cristiano, al que apelan tanto los padres griegos y latinos como los teólogos medievales, los doctores de Trento como el academicismo neoescolástico, y ante el cual, naturalmente, también tiene que justificarse el propio Lutero. Es decir: lo decisivo no es si esta o aquella afirmación de Lutero ya se halla, en esta o aquella forma, en un papa, en Tomás, en Bernardo de Claraval o en Agustín, sino si el mensaje originario cristiano, del que depende toda la tradición cristiana posterior, incluidos los concilios, respalda tal afirmación.
9. En qué hay que dar la razón a Lutero
¿Está respaldado Lutero, en la base de su doctrina, por el Nuevo Testamento? Me atrevo a dar una respuesta, basada en mis trabajos en el campo de la doctrina de la justificación en sus enunciados básicos sobre el hecho de la justificación —sola gratia, sola fides, simul iustus et peccator— Lutero tiene a su favor el Nuevo Testamento, especialmente a Pablo, cuya importancia, en la doctrina de la justificación, es decisiva. Doy solo conceptos-clave:
— “Justificación” no es, de hecho, en el Nuevo Testamento un proceso de origen sobrenatural, que tenga lugar fisiológicamente en el sujeto humano, sino que es el juicio de Dios en el que Dios no le imputa al hombre impío su culpa, sino que lo declara justo en Cristo y, así, lo hace verdaderamente justo.
— “Gracia” no es en el Nuevo Testamento una cualidad o un hábito del alma, no es una serie de diferentes entidades sobrenaturales cuasi físicas, que le son infundidas sucesivamente, en substancia y facultades, al alma, sino que es la benevolencia y clemencia activas de Dios, su comportamiento personal —que justamente por eso, determina y transforma con plena eficacia al hombre— tal y como se ha revelado en Jesucristo.
— “Fe” no es en el Nuevo Testamento un “tener-verdades-por-verdaderas” de un modo intelectual, sino que es la entrega confiada del hombre entero a Dios, quien le justifica con su gracia, no en razón de los méritos morales del hombre sino únicamente en razón de su fe, de tal manera que pueda acrisolar esa fe en las obras de caridad: como hombre justificado y al mismo tiempo (simul) pecador, como hombre que necesita renovadamente, una y otra vez, el perdón, y que solo se halla en camino hacia la consumación.
Por tanto,