Y esto es lo que podemos designar concepción existencial del cristianismo: pues la mística no es en absoluto una “subjetivización” de los valores religiosos, sino, por el contrario, la perspectiva de una eliminación de la subjetividad humana en la noche de lo absoluto que todo lo devora. También la religiosidad existencial intenta aplastar la tendencia del individuo a la afirmación de sí mismo en contra de Dios; no obstante, mantiene en pie con todo vigor la sensación de la propia estructura y el ser irreductible del sujeto humano, exige rastrear en sí mismo sin vacilaciones los impulsos de condescendencia con los instintos naturales y pretende reducir el conocimiento de sí mismo a la sensación del pecado y la miseria. Pero todo esto en nombre de la salvación del individuo, en nombre de su redención en su propia subjetividad. En la concepción existencial sería impensable que este acto de resignación llegase tan lejos como entre los místicos: hasta la resignación de la salvación eterna si fuese voluntad de Dios el condenarnos. La conciencia orientada en sentido existencial preserva al mismo tiempo el anhelo de la propia salvación como el máximo valor y la fe en la Gracia, la cual decide en última instancia sobre la salvación independientemente de los esfuerzos humanos, y de ese modo está condenada al eterno martirio de la inseguridad y a la incapacidad de alcanzar esa definitiva calma que, tras largas pruebas, la mística asegura a sus elegidos.
En relación con el siglo XIX, Kierkegaard pasa con razón por el auténtico profeta del cristianismo existencial. Su vinculación con la tradición de la teología luterana parece indiscutible. La crítica a Hegel y la crítica al cristianismo “objetivo”, como Kierkegaard lo llamaba, son llevadas a cabo desde las mismas posiciones y en nombre de los mismos valores —los valores de la subjetividad concreta, que es captada en el acto de la humillación de sí mismo, en la conciencia del pecado y la culpa. Kierkegaard enuncia lo que fue el verdadero presupuesto fundamental de la religiosidad del joven Lutero, pero que no había sido posible expresar en esta forma en el lenguaje del siglo XVI: la fe es la negación de toda “objetividad”, de todos los valores en que los hombres, como comunidad, como ejemplares de la especie, participan en común. Las subjetividades son absolutamente inagregables, no hay “dos” conciencias, puesto que subordinar la conciencia a una abstracción, cual es el número, significaría privar a la conciencia de su irrepetible concretez, es decir, de su realidad. “La diferencia entre el cristianismo y el hegelianismo —leemos en Unwissenschaftlichen Nachschrift [Post scriptum conclusivo no científico]— consiste más bien en que la especulación se propone enseñarnos qué camino hemos de seguir para llegar a ser objetivos, mientras que el cristianismo enseña que tenemos que aspirar a ser subjetivos, es decir, a hacernos de veras sujeto”. Y la misma objeción fundamental ya dirigida contra el hegelianismo apunta también contra un cristianismo institucional que se entiende como doctrina, como organización, como realidad colectiva: “Pues si el cristianismo fuese una doctrina, la relación con él no sería la relación de la fe, ya que frente a una doctrina no cabe otra relación que la intelectual. Por consiguiente, el cristianismo no es una doctrina, sino precisamente esta realidad: Dios ha existido”. Expresado de otro modo: el cristianismo no consiste en la convicción de que la historia narrada en el Evangelio sea históricamente verdadera, ni en la convicción de que tal o cual dogma sean verdaderos; más aún: tampoco consiste en la subordinación a la ley de Dios fijada en las Sagradas Escrituras para todos por igual. El cristianismo es solo para uno, y “solo uno alcanza la meta”; y cada cual puede ser este uno. La fe —de acuerdo con la idea de Lutero y con el ejemplo de Abraham— no es una convicción, sino la completa transformación del hombre interior; el asentimiento a lo absurdo, al escándalo, a lo imposible; trascender todo lo expresable como algo dirigido por igual a todos los hombres, a la comunidad; la superación de la razón y la suspensión de la ley moral. Vivir en la fe significa rescatar la plenitud de la subjetividad, cuya única referencia es la subjetividad divina. El ataque de Kierkegaard contra el luteranismo es la repetición del ataque de Lutero contra la Iglesia de su tiempo: la tentativa de poner en cuestión un cristianismo cuyos portadores son criaturas abstractas —a saber: los individuos humanos concebidos como miembros de una comunidad—, y que se realiza por medio de abstracciones, por la repetición de la doctrina ortodoxa o por la ejecución de ritos; un ataque en nombre de lo único concreto que es de veras concreto: la doctrina de la subjetividad.
Considerar la subjetividad como hecho último definitivo que no admite explicación por ninguna otra cosa y que se resiste a ser descrita en lenguaje “objetivo”, pero que al mismo tiempo se reencuentra a sí misma en la conciencia del propio mal y la propia indigencia y necesita de una justificación que no le provee el mundo natural; he ahí el punto central de la vivencia del cristianismo en la perspectiva existencial. El desafío de Lutero, que él mismo concibió como un acto de renovación, como aceptación de la misión y el llamamiento de Pablo, revivió de ese modo en el siglo XIX, oponiéndose por igual al racionalismo hegeliano, al panteísmo romántico y al cristianismo institucional. Kierkegaard trasmitió el mismo motivo a nuestro siglo, a aquellos filósofos que, como en primer lugar Unamuno, luego Jaspers y finalmente también Heidegger, trataron de enunciar con rodeos lo que no se puede enunciar directamente: la irreductible concretez de la subjetividad humana. Kierkegaard representa en esta cadena un eslabón particularmente rico en consecuencias; su presencia y posición en la filosofía nos permite afirmar que la vinculación entre la filosofía existencialista contemporánea y la iniciativa de Lutero no es una coincidencia artificiosa, sino una real vinculación de estímulos, absolutamente al margen de la circunstancia, por lo demás obvia, de que la filosofía existencialista de nuestro tiempo no es consciente de esta procedencia y, en la mayoría de los casos, no reconoce ninguna conexión, no solo con la tradición luterana, sino, en general, con ninguna tradición cristiana. En efecto, apenas si cabría imaginar que Sartre estuviese dispuesto a admitir que en su propia negación del legislador divino —la cual significa al mismo tiempo la negación de toda clase de normas o reglas que pudiesen obligar al sujeto humano fuera de su propia decisión libre— resuena el eco de la negación luterana de la ley, abolida por la religión de la Gracia instaurada por Cristo. Y, sin embargo, esta conexión no tiene nada de fantasioso.
Más aún: la negación luterana de la filosofía, concebida como doctrina que no solo no pertenece al mundo de los valores cristianos sino que le es absolutamente perjudicial, es algo que volvemos a encontrar en la concepción de Kierkegaard —y aun de la filosofía existencialista en general— de la filosofía como un acto de concientización que todo hombre en particular debe renovar sin vacilaciones y que no puede transformarse en una teoría o doctrina abstracta con pretensiones de ser universalmente válida. Este motivo se dibuja con perfiles particularmente agudos en la obra de Jaspers: como la existencia, siempre igualmente originaria en su duración, no puede ser concebida como objeto ni como un conjunto de cualidades enumerables en expresiones abstractas, es imposible la filosofía como intento de catalogación o descripción de la existencia, por lo menos en forma de una teoría. El trabajo filosófico es más bien un desafío renovado sin cesar; donde trate la existencia particular de habérselas con un segundo contacto, allí sabe, sin embargo, que este contacto nunca llega a ser la trasmisión de sí mismo en el sentido en que puede trasmitirse un pensamiento o una cosa. También esta negación auténticamente existencial de la filosofía hunde sus raíces en el cristianismo de Lutero.
8. Resumamos. La iniciativa de Lutero fue una nueva interpretación de la confesión agustiniana Deum et animam scire cupio (“A Dios y el alma deseo conocer”), y encierra en sí el anhelo que determina los esfuerzos filosóficos y religiosos casi desde las primeras obras, el afán de definir la humanidad en su oposición con el resto de la naturaleza. Desprovista de todo apoyo natural, enfrentada a la prepotente atracción de la Gracia, la subjetividad humana se define a sí misma por la conciencia de la propia caída y la propia miseria. Esta radical ruptura de la vinculación con la naturaleza abría un doble camino, que aquí hemos caracterizado como la línea mística y la existencial del desafío reformador. Por la primera, el hombre, en su intento de encontrarse