6. Pero dejando de lado esta bifurcación del estímulo (bifurcación increíblemente fecunda para la historia de la cultura europea y, sin embargo, “periférica” desde el punto de vista del problema que aquí debatimos) que desde la Reforma se transmite a la vida filosófica, resta aún la segunda línea esencial de influencia, que hemos denominado dirección existencial. Este sentido existencial del luteranismo parece más manifiesto que el sentido místico, pero su contenido real es un poco más difícil de formular. No obstante, notamos sin esfuerzo en los textos de Lutero la doble orientación polémica de la idea de la justificación por la fe: esta se vuelve contra el principio de justificación por las obras, pero también contra el principio de justificación por la doctrina. El mundo de la fe es radicalmente distinto del mundo del pensamiento discursivo y nace de la abrupta fractura del espacio intermedio que separa lo natural de todo lo que es divino.
El verdadero cristiano brota de la superación de la naturaleza, es decir, de la propia voluntad, de la autoafirmación del hombre; empieza a ser posible, precisamente, cuando superamos el falso cristianismo, el cual se aplica a desenvolver, completar o ennoblecer las inclinaciones innatas al hombre, punto en torno del cual giran las varias formas místicas de la subversión reformadora. El verdadero cristianismo es, al mismo tiempo, la victoria sobre el cristianismo entendido como doctrina y como saber acerca de Dios, el derrumbe de aquella ciega despreocupación con que el creyente derivaba de su mera ortodoxia la esperanza en una vida eterna. El diablo también cree en Dios y tiembla, según la bella expresión de un texto (Santiago 2:19) que, por otras razones, Lutero consideró sumamente dudoso dentro del conjunto de los libros canónicos. Cristiano no es aquel que ha reunido conocimientos accesibles acerca de Dios. La misión de Cristo no consistió en informar a los hombres o en prometerles la redención a cambio de un correcto aprendizaje de la doctrina. Cristiano es aquel hombre que vive de la fe, pero esta no es convicción intelectual, sino total renacimiento del espíritu, completa renovación, aniquilación del hombre viejo, acto que permite ingresar en la nueva realidad y que ningún medio natural —ni la organización eclesiástica, ni los santos del Señor, ni la doctrina, ni los sacramentos exteriormente recibidos— pueden cumplir en lugar del hombre individual. Esta falta de cualquier apoyo en el orden natural determina que en el acto de fe el cristiano se encuentre en presencia de Dios en cierto modo desprovisto de todo: “…Deus Pater omnia in fide posuit; haec fides non nisi in homine interiore regnare possit” (…Dios Padre lo puso todo en la fe; esta solo puede reinar en el hombre interior). Solo ahí, en el “hombre interior”, dentro de cada individuo, se consuma el cristianismo.
De tal suerte, un cristianismo que es una abstracción especulativa y en el que también el individuo se trasforma en algo abstracto, se opone al cristianismo de la fe viviente, la theologia regenetorum, un cristianismo, en fin, cuyo único lugar real es el contacto con la Gracia del alma purificada. También en este caso, como en el que antes analizamos de la kenosis (vaciamiento) mística, tropezamos con el proceso análogo de desvalorización del mensaje de Lutero durante la ulterior evolución del luteranismo “realizado”, junto con la trasmisión y el desarrollo posterior de la intención de Lutero fuera de su Iglesia. De hecho, un cristianismo concebido como valor puramente “interior” e incapaz de buscar apoyo en una realidad visible cualquiera, si hemos de ser consecuentes, no puede ser la actitud de un grupo, no puede —por principio— constituir una comunidad. En la fe los individuos no son agregables, cada uno está aislado ante la presencia de Dios, y la fe de todos ellos, tomada en conjunto, no se estructura como unidad de doctrina ni como colectividad organizada. La justificación de la Iglesia visible se vuelve problemática. Con un mensaje como este puede dirigirse a los hombres un profeta solitario, no el organizador de un movimiento social y fundador de una comunidad reformada, si no quiere derribar a hachazos el árbol que él mismo ha plantado. De acuerdo con esto, es comprensible y hasta, podría decirse, natural que la idea de una fe que consistiese en la intransferible propiedad de un alma individual oculta al mundo y visible solamente a Dios, debiese retroceder en beneficio de otras formas comunitarias de la vida cristiana, apropiadas para la mediación ulterior y la propagación. Tampoco sorprende que la justificación por la fe haya sido interpretada por los fieles precisamente en aquella forma que tantas veces denunciaron públicamente Spener y otros pietistas como contraria a la intención de Lutero: ser justificados por la fe significa que somos hijos de Dios y que nuestra salvación es segura gracias a la verdadera doctrina enseñada por Cristo, que el papado corrompió, mancillándola, y Lutero sacó del olvido.
Ahora podemos entender como un poco más de claridad la diferencia existente entre las dos interpretaciones esencialmente distintas del principio que establece la fundamental separación de naturaleza y Dios: entre la interpretación mística y la existencial. La primera acentúa la necesidad de anular la naturaleza, a la cual, en última instancia, pertenece la individualidad humana como tal, o bien —la versión panteísta— toda individuación del ser. En cambio, la interpretación existencial destaca la necesidad de que cada hombre particular se desprenda de todas las formas “naturales” de apoyo, especialmente de todo lo temporal-terrenal y, al mismo tiempo, de todo lo abstracto, para alcanzar el estado de “hombre interior” que en su absoluta concreción y en su incomunicable subjetividad enfrenta el mundo de la Gracia. Ambas tendencias siguen direcciones contrapuestas: según una, el principio último del ser es un ser absoluto que lo absorbe todo; en contraste con él o en relación con él, toda existencia individual pierde la apariencia de independencia óntica; según la otra, por el contrario, el principio último del ser es la irreducible “mismidad” (Jemeinigkeit) (si nos es permitido emplear la expresión heideggeriana) de cada ser humano tomado en particular, no siendo agregables todos ellos en un conjunto.
7. La línea de evolución existencial, iniciada o resucitada por Lutero —aunque también en este punto él fue el renovador de una, si bien oscurecida, verdadera tradición cristiana—, seguramente no posee una continuidad tan ostensible como la línea mística, la cual puede seguirse en la cultura alemana casi de generación en generación hasta el siglo XIX. Sin embargo, también ella es real. El agustinismo católico del siglo XVII en su versión jansenista no puede pasar, con seguridad, como continuación intencional del programa de Lutero; eso es evidente. Pese a ello, constituye la tentativa de una contrarreforma que busca golpear al adversario con sus propias armas, recurre como él a los mismos motivos del cristianismo primitivo y postula dentro de la Iglesia romana el restablecimiento de los mismos valores en que radica la fuerza de los herejes. Desde el punto de vista que aquí nos interesa, el jansenismo pretendió introducir en la religiosidad católica la misma desconfianza respecto de la naturaleza y los medios de redención naturales que manifestaba la Reforma, aunque evidentemente —y como se sabe, sin éxito— trató de mantener dentro de los límites del dogma la fórmula sobre la Gracia. Ciertamente, la desconfianza respecto de la naturaleza no siguió la dirección de la doctrina de la aniquilación mística (aunque en la fase inicial del jansenismo, con Saint-Cyran, no se expresara todavía a las claras la orientación contraria a la mística). La resignación ante la naturaleza, de acuerdo con la concepción jansenista, no significa unión mística con la divinidad o trasformación, sino lo que en el acto de arrepentimiento