De pronto, dos perspectivas totalmente diferentes, más aún, dos “mundos” diferentes, dos mundos diferentes en el pensamiento y el lenguaje, en resumen, dos paradigmas diferentes, se encontraron frente a frente en Lutero, el reformador, y en Cayetano, el tomista y legado papal. El resultado fue el que era de esperar: la confrontación total, el debate, sin perspectiva ninguna, el entendimiento mutuo, inalcanzable. Al clamor de reforma de Lutero, las autoridades eclesiásticas, carentes de toda voluntad de reforma, habían respondido, en el fondo, de una sola manera: exigiendo la capitulación y el sometimiento al magisterio papal y episcopal. Y pronto toda la nación se halló, con Lutero, ante una alternativa hasta entonces desconocida: revocación y “retorno” a lo antiguo (al paradigma medieval) o “con-versión”, acceso a lo nuevo (el paradigma reformador-evangélico). Así dio comienzo una polarización sin precedentes, que pronto dividió a la Iglesia entera en amigos y enemigos de Lutero. Para unos, la gran esperanza de una renovación de la Iglesia; para otros la gran apostasía, el gran rechazo de papa e Iglesia.
Lutero, quien apelaba al evangelio, a la razón y a su conciencia, y por eso no quería ni podía retractarse, había huido de Augsburgo y apelado, contra el papa, al concilio ecuménico. Pero, en lugar de abordar las ideas reformadoras, la autoridad eclesiástica intenta liquidar teológicamente a Lutero para ahogar por fin la llama de la disputa. En el verano de 1519 tiene lugar la llamada disputa de Leipzig, que duró tres semanas. Ahora se enfrenta con Lutero, como principal adversario católico, Juan Eck, quien desarrolla una hábil táctica. En lugar de entrar en la crítica que hace Lutero de la Iglesia, centra todo el problema en la cuestión del primado del papa y de la infalibilidad. Lutero, en efecto, ya no quiere aceptar el primado como institución divina necesaria para la salvación, pero sí como institución de derecho humano. Con eso se había tendido él mismo una trampa, que funciona de golpe cuando surge la cuestión de la infalibilidad de los concilios, sobre todo del concilio de Constanza, que había condenado y enviado a la hoguera a Juan Hus. A Lutero no le queda otro remedio que admitir la posibilidad de que también los concilios se equivoquen, puesto que Constanza, en el caso de Hus, había condenado algunas frases acordes con el evangelio. Pero así, Lutero había abandonado los fundamentos del sistema romano. Y sin que Roma hubiese tenido que plantearse sus exigencias de reforma, Lutero llevaba ya definitivamente la marca de la herejía, había sido dado a conocer públicamente como husita encubierto. Por su parte, Lutero que en un principio no había rechazado, pero sí relativizado históricamente, la autoridad de papa, episcopado y concilios, estaba ahora plenamente convencido de que sus adversarios no tenían la capacidad —y ni siquiera la voluntad— de reflexionar sobre una reforma de la Iglesia acorde con el espíritu de la Escritura.
El proceso por herejía se acercaba a un funesto final. Aplazado en un principio por la curia romana, con vistas a la elección del emperador (en la que el príncipe elector de Sajonia tenía un voto de importancia) y por un periodo de tiempo inusitadamente largo, Lutero se ve confrontado el 15 de junio de 1520 —un año después de Leipzig— con la bula papal Exsurge Domine. En ese documento papal no solo son calificados de “heréticos” 41 enunciados de Lutero, seleccionados con bastante falta de criterio, sino que, sobre todo, Lutero se ve amenazado con la excomunión y con la quema de todos sus escritos si no se retracta en el plazo de 60 días. En lugar de ofrecer a Lutero argumentos teológicos, objetivos, la jurisdicción papal (el gremio romano que entendía en la causa de Lutero constaba casi únicamente de canonistas) le aplasta con todo el peso de su poder. Lutero reacciona apelando una vez más, el 17 de noviembre, a un concilio general (como hiciera la Sorbona poco antes, pese a haber prohibido el papa la apelación). Más aún: contra el papa, a quien, por arrogarse el privilegio de interpretar él solo la Escritura y por negarse a toda reforma, Lutero ve cada vez más como el Anticristo, redacta el escrito Contra la execrable bula del Anticristo.
La crisis se agrava ahora de modo dramático: cuando Lutero tiene en la mano un ejemplar impreso de la bula y se entera de que el nuncio papal Aleander ha dispuesto que se quemen sus escritos en Lovaina y Colonia, reacciona, el 10 de diciembre de 1520, en Wittenberg, con un acto espectacular: acompañado de colegas y de estudiantes, prende fuego no solo a la bula papal, sino también a los libros del derecho canónico papal (Decretales): clara prueba de que ya no acepta la jurisdicción romana ni el sistema jurídico basado en ella, puesto que estos condenan la doctrina evangélica que él defiende. Aquello fue una antorcha que enardeció los ánimos de toda la nación, y así, tres semanas después, a principios de enero de 1521, Roma se apresura a enviar la bula de excomunión (Decet Romanum Pontificem). Aunque al principio no se le presta mucha atención en Alemania, en el “caso Lutero” la suerte estaba definitivamente echada. Y nada había de cambiar tampoco la Dieta de Worms del mismo año de 1521, ante la cual, a instancias del prudente príncipe elector Federico el Sabio, había sido citado Lutero por el joven emperador Carlos V.
5. El programa de la Reforma
El año 1520, año crucial en política eclesiástica, lo fue también para la teología de Lutero. Aparecen los grandes escritos programáticos de la Reforma. Y si el temperamento de Lutero no le llevaba a edificar metódicamente un sistema teológico, sí que le movía a dar a la teología, según lo pedía la situación, nuevos objetivos, que él elegía conscientemente y que llevaba a cabo con energía:
— El primer escrito de ese año está dirigido a las parroquias, y, menos programático que devoto, está redactado en lengua alemana: el extenso sermón Sobre las buenas obras (principios de 1520). Teológicamente es uno de los escritos básicos de Lutero, ya que versa sobre “su” pregunta básica, que es la pregunta por la existencia cristiana: la relación entre fe y obras, los íntimos motivos de la fe así como las consecuencias prácticas que todo ello comporta. Partiendo de los diez mandamientos se ve claramente que la fe, que da solo a Dios todo honor, es la base de la existencia cristiana; únicamente partiendo de la fe pueden, y deben venir a continuación también, indudablemente, las buenas obras.
— El segundo escrito, dirigido al emperador, a los príncipes y al resto de la nobleza, hace suyos los gravamina (quejas) de la nación alemana y es un apasionado llamamiento, escrito igualmente en la lengua vernácula, a la reforma de la Iglesia: A la nobleza cristiana de la nación alemana sobre el mejoramiento de la condición cristiana (junio de 1520). En esta obra, Lutero dirige el —hasta entonces— más duro ataque al sistema papista, que impide la reforma de la Iglesia con las tres arrogaciones siguientes (“muros de los romanistas”): 1) que el poder espiritual esté sobre el poder profano; 2) que el papa sea el único auténtico intérprete de la Escritura; 3) que solamente el papa pueda convocar un concilio. Al mismo tiempo, desarrolla en 28 puntos un programa de reforma tan extenso como detallado. Las 12 primeras reivindicaciones se refieren a la reforma del papado: renuncia a las pretensiones de soberanía profana y espiritual; independencia del Imperio y de la Iglesia alemanes; eliminación de los múltiples abusos de la curia. Pero después, la reforma se refiere a la vida eclesiástica y profana, en general: vida monástica, celibato de los sacerdotes, indulgencias, misas por los difuntos, festividades de los santos, peregrinaciones, órdenes mendicantes, universidades, escuelas, asistencia a los pobres, erradicación del lujo. Ya aquí aparecen las tesis programáticas sobre el sacerdocio de todos los fieles y sobre el ministerio eclesiástico, que para Lutero consiste solo en la delegación del pleno poder sacerdotal de la comunidad en una persona para que esta lo ejerza públicamente.
— El tercer escrito, de finales del verano de 1520, está dirigido a letrados y teólogos y por eso redactado en latín y de forma científica: La cautividad babilónica de la Iglesia. Este escrito es seguramente el único que Lutero concibe, en calidad de exégeta, con rigor teológico-sistemático y está consagrado a los sacramentos: tema extraordinariamente peligroso por tratarse de los fundamentos del derecho canónico romano. Los sacramentos, según Lutero, fueron instituidos mediante una promesa y un signo del propio Jesucristo. Si se acepta plenamente el criterio tradicional de la “institución por el propio Jesucristo”, solo quedan los dos sacramentos del bautismo y la cena (eucaristía), todo lo más tres, si se añade la penitencia. Los otros cuatro sacramentos (confirmación, orden sacerdotal, matrimonio, extremaunción), serían entonces costumbres de la Iglesia,