No obstante, cuando nos preguntamos por la significación filosófica de la Reforma, no nos preguntamos por los filósofos protestantes, por individuos que programáticamente localizaron su trabajo intelectual dentro de las fronteras de una u otra confesión. Cuanto la Reforma ha hecho por la filosofía, lo ha hecho contra su voluntad, a través de gente que no solo creció en la situación social creada por ella, sino que también —y de estos tratamos nosotros— fue inspirada positivamente por valores de la Reforma. Puede decirse que la filosofía retribuyó con bien el rechazo que le opuso la Reforma, elaborando la materia prima suministrada por esta con miras a resultados propios.
En investigaciones que se ocupan de la Reforma desde el punto de vista de la historia general o de la historia de la cultura —como los clásicos tratados de Weber, Troeltsch y Holl— conviene utilizar un concepto amplio de Reforma, es decir, abarcar todas las corrientes reformistas de la Iglesia desde los comienzos del siglo XV hasta la conclusión del Concilio de Trento, el cual en cierta medida delimitó las fronteras entre las confesiones. (Incluimos de ese modo también a Erasmo y los erasmianos, los iluministas, etcétera). Pero cuando de influencias específicamente filosóficas se trate, hemos de reducir el círculo de fenómenos abarcados por el concepto de Reforma y concentrarnos en aquellas ideas teológicas y antropológicas que claramente causaron este movimiento; es decir, hemos de omitir lo que inmediatamente tendía a la enmienda de las costumbres eclesiásticas y de las estructuras organizativas, o a la nueva posición del clero dentro de la Iglesia, así como prescripciones morales y económicas, etcétera; en cambio habremos de tomar en cuenta todo lo que por su contenido ha ejercido influencia sobre el pensamiento filosófico.
4. La religiosidad predicada por los reformadores implica de modo tan natural el menosprecio por la filosofía que en ninguno de sus escritos le dedican mucho espacio y solo esporádicamente lo expresan de manera explícita. Pues es evidente que la corrupción de la voluntad humana, insalvable con los medios naturales, se manifiesta en la depravación de la razón, la cual, si intenta demostrar los misterios divinos con sus propias fuerzas, no hace sino aumentar los frutos de la soberbia y las probabilidades de perdición. “…nec rectum dictamen habet natura, nec bonam voluntatem” (el dictado de la naturaleza no ha sido ni directo, ni una buena voluntad): estas palabras de las tesis latinas de Lutero, escritas poco antes del 31 de octubre de 1517, contienen ya todo lo que debe decirse sobre la filosofía, y son completadas con explicaciones adicionales que muestran en forma drástica en qué acaba la ruptura definitiva de Lutero con el aristotelismo y con la teología escolástica. Sostener que el teólogo debe ser lógico es herejía; los argumentos silogísticos no son aplicables a las cosas divinas, y quien, valiéndose de ellos, intente investigar el misterio de la Trinidad ha dejado de creer en ella. “En una palabra: así se compadece Aristóteles con la teología como la tiniebla con la luz”. La misma alternativa, confiar en la razón o creer en los misterios divinos, vuelve a repetirse después con frecuencia, incluso en los ataques contra Erasmo, el cual, pese a su indiferencia en relación con las especulaciones metafísicas y a despecho en su Elogio de la locura, a los ojos de Lutero parecía hallarse unido a los escolásticos por su radical confianza en las posibilidades de la naturaleza humana y, también, de la razón. En realidad, Erasmo no pretendió ni recomendó profundizar en los misterios divinos, ni afirmó que fuese posible sancionar el contenido del cristianismo con medios racionales; antes bien, exhortó a atenerse a las fórmulas de la Sagrada Escritura sin hacerlas añicos una tras otra en las disputas dogmáticas. No obstante, es comprensible el odio de Lutero: para Erasmo todo lo que el cristianismo tiene de esencial es simple y fácil de aceptar a la “luz natural”, y ello basta para que el cristiano sepa prácticamente cómo comportarse en la vida; el resto carece de mayor importancia; demasiado conocida es, para extenderse sobre ella, la inclinación de Erasmo hacia las soluciones dogmáticas que deparan el menor número posible de complicaciones excesivamente intrincadas para la sana razón humana (sobre todo en las cuestiones de la Trinidad y de la divinidad de Jesucristo, así como en el problema del pecado original). En suma, según la concepción de Erasmo los preceptos morales del cristianismo no ejercen violencia alguna sobre la naturaleza ni los contenidos teológicos de esta violentan la razón. Para Lutero, por el contrario, la incomprensibilidad de los misterios divinos sirve, ante todo, para arraigar en el hombre el menosprecio de sí mismo y de las propias fuerzas, en la medida en que “amar a Dios significa olvidarse de sí mismo”.
La hostilidad calvinista hacia la filosofía deriva de los mismos supuestos y tal vez sea más aguda en las formulaciones. Raras veces aparecen en los textos de Calvino las simples palabras “filosofía” y “filósofos”, como no sea acompañadas de expresiones de desprecio. Calvino enuncia claramente una idea que, al parecer, no se halla en los textos de Lutero, aunque coincide con sus intenciones: Dios ha concedido al hombre algún conocimiento natural, a saber, el suficiente para que nadie pueda justificarse ante el tribunal de Dios alegando ignorancia. Según esto, la “luz natural” en materia divina es mero instrumento para privar de coartadas a los pecadores, para hacerles imposible toda escapatoria, pero no indispensable, ni mucho menos suficiente, para alcanzar la fe. Ni la razón ni los argumentos pueden fortalecer el cristianismo en ningún aspecto. Cuando los filósofos paganos se elevaron a algún conocimiento de Dios, lo único que consiguieron fue hacer más profunda su perdición, pues erraron sin medida; la Sagrada Escritura desbarata todas las representaciones de los filósofos acerca de las cosas divinas y humanas.
El celo con que los fundadores de la Reforma persiguieron la filosofía así como las inmediatas consecuencias prácticas de su actividad —sobre todo la destrucción de las universidades alemanas como consecuencia de la Reforma luterana— podrían hacer dudar incluso de si es sensato preguntarse qué papel desempeñó el movimiento de la Reforma en la historia de la filosofía, en la medida en que esta pregunta se refiera a otra cosa que a los resultados puramente negativos. En realidad, por regla general, el historiador de la filosofía toma en cuenta también casi todos los programas anti-filosóficos formulados hasta el momento; más aún, tales programas constituyen una parte esencial —y muy considerable— del destino filosófico de Europa. La execración de la filosofía con el argumento de que es racional, o sea, contraria a la luz divina, se repite una y otra vez desde los primeros Padres de la Iglesia hasta Kierkegaard y muchos existencialistas del siglo XX; el repudio de la filosofía precisamente