—¡Muerte! ¡A matar!
Al resplandor de los disparos de la artillería se veían sus rostros contraídos por la furia que los dominaba y sus feroces ojos.
—¡Ustedes, artilleros! —ordenó el gobernador con una voz que logró imponerse al tronar de los cañones y al vocerío de los asaltantes.
Las culebrinas dispararon todas al mismo tiempo. La primera fila de invasores se desplomó abatida por aquel huracán de fuego. Pero otros ocuparon sus puestos, lanzándose al ataque con desenfrenada furia, para no dar ocasión a los artilleros a que volviesen a cargar las armas.
Los venecianos y mercenarios, que habían tenido un instante de descanso, volvieron a la carga. Las cimitarras y las espadas caían sobre las corazas, rompiéndolas y atravesándolas. Las pesadas mazas golpeaban en cascos y cimeras, y las afiladas alabardas ocasionaban horribles heridas.
Pero ya nada era capaz de contener al ejército que el gran visir y los bajás habían lanzado contra Famagusta. Los robustos guerreros venecianos, agotados por tantos meses de padecimientos y de asedio, se desplomaban por grupos en tierra, y morían pronunciando el nombre de San Marcos.
La agonía de Famagusta había empezado, iniciándose espantosas represalias, que habrían de levantar un clamor de indignación entre los países cristianos de Europa, que se hallaban pendientes de aquella batalla.
Oriente aniquilaba a Occidente. Asia retaba a la cristiandad, haciendo flotar triunfante ante su vista la verde enseña del Profeta.
El fuerte de San Marcos ofrecía muy escasa resistencia. Los mercenarios y venecianos, desbaratados por los asaltos de los turcos, se retiraban en desorden. Ya nadie acataba las órdenes de los capitanes ni del gobernador.
Una imponente nube, producida por el humo de la artillería, se cernía igual que un velo fúnebre sobre Famagusta. Las campanas habían dejado de sonar y las oraciones de las mujeres, congregadas en la iglesia, eran ahogadas por el atronador vocerío de los invasores.
Los venecianos, mercenarios y moradores de la ciudad que habían intervenido en la defensa, se daban a la fuga con rapidez y desesperación, haciendo cundir el pánico con gritos de:
—¡Sálvese quien pueda! ¡Los turcos! ¡Los turcos!
No obstante, aun tras las viviendas derribadas y en las esquinas de las calles, los venecianos pretendían impedir que los otomanos alcanzaran la vieja iglesia, dedicada al protector de la República, donde estaban refugiados mujeres y niños.
Si bien agotados y heridos, la mayoría de los valerosos hijos de la reina del Adriático hacían que la victoria le saliese cara al poderoso enemigo. Sabiéndose ya sentenciados a muerte, combatían con la furia de la desesperación, precipitándose sobre los frentes de las columnas.
Pero por desdicha para los defensores de la ciudad, la caballería penetró en Famagusta, cruzando por las brechas del fuerte de San Marcos, y se lanzó a todo galope entre ensordecedores alaridos, arrollándolo todo a su paso.
Sobre las cuatro de la madrugada, cuando la oscuridad empezaba a desvanecerse, los jenízaros, que con la colaboración de la caballería, habían sofocado toda resistencia, y registrando una por una las casas no derruidas, llegaron ante la vieja iglesia de San Marcos.
El valeroso gobernador de Famagusta se hallaba de pie en el último escalón, apoyado en su espada y con un puñado de bravos a su alrededor, los únicos que lograron escapar de la matanza.
La sorprendente serenidad de aquel hombre, que durante tantos meses mantuvo a raya al más poderoso de los ejércitos formados por el sultán de Bizancio, y que con el valor de su brazo había enviado a más de veinte mil guerreros al paraíso del Profeta, parecía haber calmado de súbito a aquellos seres sedientos de sangre cristiana.
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