Los mejores capitanes —entre los cuales estaba Tormenta— habían trasladado a ese punto sus compañías y veinte culebrinas de las de mayor calibre.
Los disparos de toda esa artillería, manejada por los más diestros marineros venecianos, deberían concentrarse sobre las cerradas columnas turcas, que proseguían su avance, impávidas, desafiando a la muerte.
Casi no había vuelto a reanudarse el fuego cuando El-Kadur, que abandonó el campamento turco antes que los sitiadores se pusieran en movimiento, trepó por la muralla, apareciendo ante el Capitán Tormenta.
—¡Señora —exclamó con voz temblorosa—, ha llegado el momento definitivo para Famagusta! ¡Como no acontezca un milagro, la ciudad se encontrará mañana en manos turcas!
—¡Todos estamos decididos a morir! —contestó la duquesa, en tono de resignación.
—¡Todavía hay ocasión de escapar! ¡Tapada con mi faub puedes pasar inadvertida entre la horrorosa confusión que va a seguir al ataque!
—¡Soy un guerrero de la Cruz, El-Kadur —replicó la duquesa con acento altivo—, y no dejaré a Famagusta sin una espada que sabrá cumplir con su obligación!
—¿Entonces no vienes, señora? —inquirió El-Kadur.
—¡No es posible! ¡El Capitán Tormenta no debe deshonrarse delante de la cristiandad!
—¡En tal caso, moriré junto a ti! —decidió el árabe, con vehemente acento, y añadió para sí: "La muerte todo lo extingue y el desgraciado esclavo descansará tranquilo".
Mientras tanto, el bombardeo era terrorífico. Las doscientas culebrinas turcas, artillería extraordinaria para aquella época, habían abierto fuego, tronando con inusitada potencia contra los fuertes y muros, medio derruidos.
Proyectiles de hierro y piedra llovían en gran cantidad sobre las defensas, ocasionando numerosas bajas entre los sitiados, y los tiros de mosquete eran incesantes. La siniestra llanura semejaba un mar de fuego y el estruendo era tan espantoso que tanto fuerte como murallas se estremecían y se agrietaban cubriendo los fosos de ruinas.
Los guerreros venecianos aguardaban el asalto con aspecto tranquilo, sin amedrentarse por los alaridos ni por el terrible estruendo de aquellos miles y miles de hombres, que aullaban igual que manadas de lobos hambrientos.
Todos los habitantes que estaban en condiciones de sostener un arma se hallaban en los fuertes, provistos de picas y alabardas, espadas y mazas, dominados por una loca furia, en tanto que sus mujeres y sus hijos se refugiaban entre sollozos y rezos en la iglesia principal, en medio de una incesante lluvia de bombas que destruían las últimas viviendas.
Un horrible fragor cercaba a Famagusta. Las torres, desmanteladas por el fuego de los cañones enemigos, se venían abajo con gran estrépito, en tanto que esquirlas de proyectiles de piedra saltaban por todas partes, hiriendo a guerreros, mujeres y niños.
Las huestes turcas, mientras tanto, resguardadas por su artillería, avanzaban, indiferentes al peligro, animadas por las exclamaciones del muecín:
—¡A matar! ¡El Profeta y Alá lo ordenan!
Los jenízaros se habían situado a la cabeza del ejército turco y se desplegaban por la llanura, arrastrando tras ellos a los albanos y guerreros del Asia Menor. Los zapadores que los precedían no desaprovechaban el tiempo. Protegidos por la confusión y la oscuridad llegaban con loca temeridad a la parte baja de los fuertes y las torres, amontonando barriles de pólvora para provocar brechas que dieran acceso a la infantería.
Sus esfuerzos principales se dirigían al fuerte de San Marcos, minándolo por todos los lados. Estruendosos estampidos se sucedían sin cesar, agrietando el revestimiento y derrumbando las aspilleras.
Sin embargo, la reducida fuerza de venecianos y dálmatas que todavía quedaba con vida no interrumpía el fuego, diezmando de una manera cruel las filas enemigas y cubriendo la planicie de muertos y heridos.
El estruendo iba en aumento. A los alaridos de los musulmanes respondían las plegarias y los lamentos de las mujeres y niños. En el aire, saturado de humo y de polvo, sonaban las campanas que llamaban a los habitantes de la ciudad, por si todavía quedaba alguno con vida en las casas ya incendiadas.
Las oleada de guerreros avanzaba lenta y pesadamente, colmando la llanura. Se dirigían por miles hacia la contraescarpa de los fuertes, como una marea irresistible, en tanto que las minas estallaban con fragor enorme, alumbrando la planicie con lúgubres y rojizos resplandores.
—¡Por Alá! ¡Por el Profeta! —aullaban cien mil voces, sofocando el retumbar de la artillería.
Los jenízaros alcanzaban ya el fuerte de San Marcos, cuando se provocó un inesperado relámpago, acompañado de un tremendo estampido. Una mina, que no llegó a arder, alcanzada por alguna esquirla de piedra ardiente o cualquier flecha incendiaria, acababa de estallar, destruyendo la muralla casi por completo.
Una lluvia de escombros se alzó por los aires, hiriendo o matando a numerosos jenízaros, cuya columna se había retirado atropelladamente, yendo a parar en parte contra la torre defendida por los venecianos. El Capitán Tormenta, que se hallaba junto a uno de los reductos, dispuesto a impedir el avance de los enemigos al frente de su compañía, recibió el golpe de un bloque de piedra, que le vino a dar en la parte derecha de la coraza.
El-Kadur, que se encontraba próximo a él, viendo que a su señora se le caía el escudo y la espada y se desplomaba como alcanzada por un rayo, corrió hacia ella, mientras lanzaba una exclamación de angustia y espanto.
—¡La han matado! ¡La han matado!
El-Kadur tomó entre sus brazos a la duquesa y, apretándola contra su pecho, se dirigió a la carrera hacia la ciudad sin prestar atención a los proyectiles y fragmentos de piedra que caían por doquier.
Rodeó durante un rato la muralla por su parte interior y detuvo su carrera frente a una vieja torre de la ciudad, cuya base se hallaba ya abatida por las minas y en cuya plataforma continuaban disparando todavía un par de culebrinas. El-Kadur se metió por una estrecha abertura, avanzando a tientas, con la joven aún entre sus brazos, y la depositó suavemente en tierra.
—¡Aunque Famagusta se entregara esta noche, no habrá quien descubra el cadáver de mi señora! —dijo en voz baja.
Caminó un momento entre la oscuridad, hasta que extrajo de su bolsa eslabón y pedernal y prendió fuego a la mecha, logrando una débil llama.
—¡No han dejado vacío el subterráneo! —exclamó—. ¡Hallaré lo que necesito!
De un rincón, en el que había un montón de cajas y barriles, sacó una antorcha a la que prendió fuego.
Se hallaban en un subterráneo situado en la base del torreón; que debió haber servido como depósito a la guarnición del antiguo fuerte. Aparte de las cajas y barriles, que contenían armas y municiones, se veían colchonetas, sábanas, alcuzas llenas de aceite y aceitunas, la única provisión alimenticia de los sitiados.
Sin preocuparse por el estruendo de las culebrinas que resonaba sobre su cabeza, el árabe introdujo la antorcha en un hueco del suelo y puso a la duquesa encima de uno de los colchones.
—¡No es posible que haya muerto! —exclamó con sollozos—. ¡Una mujer tan hermosa no puede morir así!
Alzó el manto con que cubrió a la duquesa y revisó la armadura. En la parte derecha se observaba una enorme abolladura con un agujero en su centro, por donde manaba sangre; el fragmento de piedra o de hierro había destrozado el acero del peto.
Con mucho cuidado le quitó la coraza y en el costado, bajo la última