La cartografía que resulta es aún más amplia e importante: en ella están los factores de riesgo que tiene los periodistas y los medios, los rostros de las víctimas, la procedencia de los victimarios, los contextos políticos de las violencias y las consecuencias que viven las sociedades.
Como si fuera poco, el análisis permite conocer el discurso sobre la libertad de expresión, sus formas de evaluación, las decisiones de las organizaciones para intervenir en determinados contextos, los procesos de protección de los periodistas y el perfil de las organizaciones.
Marisol Cano ha abierto una puerta que permite entrar al ancho mundo de la libertad de expresión. Lo ha hecho con una llave que cazó estrictamente con su cerradura. Una llave diferente e inusual, pero asombrosamente interesante, la de las organizaciones internacionales de la libertad de expresión. Lo que se percibe al dar el paso adelante al que estoy invitando a lectores y lectoras es una panorámica muy sugerente y rica con una gran cantidad de implicaciones. Los que lo hagan, encontrarán que, como en la caja de Pandora, les saltarán a la cara guerras y conflictos, violencias y desastres. Pero como sucede en el mito griego, pueden estar completamente seguros de que también encontrarán esperanza.
GERMÁN REY BELTRÁN
Facultad de Comunicación y Lenguaje
Pontificia Universidad Javeriana
1 La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanos y ciudadanas (Nueva York: Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2004).
Presentación
La violencia contra los periodistas: ubicua, invisible y sistémica
A través de uno de nuestros estudiantes en la universidad, poco antes de escribir estas páginas tuve la oportunidad de conocer con cierto detalle la realidad del periodismo en Baluchistán, una región del centro sudasiático dividida administrativamente entre tres países: Paquistán, Afganistán e Irán, aunque con la mayoría de su territorio en Paquistán, donde Baluchistán es la mayor de sus provincias. La región posee una población, que principalmente pertenece a la etnia baloch y a un movimiento insurgente nacional que reclama la independencia de Baluchistán desde la misma creación de Pakistán, en 1947. Se trata de un territorio inmenso que además del movimiento insurgente contra el régimen de Kabul ha experimentado una creciente talibanización entre los miembros de la etnia pastún, que constituyen una minoría, pero cuya islamización radical se suma a la violencia sectaria entre seguidores de distintas versiones del islam en la región. Una región además de enorme importancia geoestratégica para los intereses británicos en su momento, cuyo actual caos es en parte (si no totalmente) herencia de estos, y donde la violencia pasa especialmente factura, una vez más, a los periodistas. En el Baluchistán paquistaní de 2018, ser periodista era una profesión de altísimo riesgo, atrapados entre los frentes —gobierno de Kabul, insurgencia y facciones violentas—, convertidos en objetivo directo e indirecto del conflicto, o mejor debería decir de la multiplicidad de conflictos de la región. Las amenazas de insurgentes y gobierno exigiendo y prohibiendo respectivamente la publicación de noticias relacionadas con la causa separatista hacía que los periodistas no tuvieran forma de escapar de la ira de unos u otros. Los atentados con bombas consecutivas, pero separadas por un estratégico tiempo calculado para aumentar el número de víctimas con la segunda explosión, habían matado a nueve periodistas entre 2007 y 2016, una cifra que debía sumarse a los 24 periodistas asesinados entre 2008 y 2014 en la región como consecuencia de atentados dirigidos específicamente contra ellos. Baluchistán, un conflicto prácticamente inexistente en los medios de comunicación de los países llamados occidentales, ilustra cuán extendida, invisible y sistémica llega a ser la violencia ejercida contra los periodistas más allá de los casos más conocidos, como Colombia, China, Rusia o Turquía —por mencionar solo algunos de los ejemplos de países con violencia contra los periodistas que aparecen más a menudo en los medios de comunicación—.
La violencia contra los periodistas es, efectivamente, una violencia ubicua, invisible y sistémica. Es ubicua porque, si bien en distintos grados, que van desde la coacción verbal hasta la violencia física y el asesinato, la violencia contra los periodistas está prácticamente presente en todas las regiones del mundo. Incluso en la Unión Europea, donde el ejercicio de la libertad de expresión es uno de los más protegidos comparativamente con otras regiones del mundo, la violencia contra los periodistas existe en todas y cada una de sus formas, incluido el asesinato. Más allá del ataque que acabó con la vida de buena parte de la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo en París, en 2015, en la Unión Europea la violencia local contra los periodistas también existe. Por poner solo algunos ejemplos recientes en el momento de escribir este texto, la reportera Daphne Caruana Galizia, principal investigadora de la corrupción política en Malta, murió en la explosión de una bomba lapa colocada en su coche a finales de 2017. Pocos meses después, Jan Kuciak y Maritna Kusnírova, dos jóvenes periodistas que investigaban la red de evasión fiscal de los oligarcas eslovacos, eran asesinados en su propia casa. En octubre de 2018 la periodista búlgara Victoria Marinova fue brutalmente asesinada mientras se encontraba investigando un importante caso de corrupción en Bulgaria. En Italia, miles de periodistas viven y trabajan amenazados por la mafia, cientos de ellos deben llevar protección policial. En el estado español, las intimidaciones y agresiones a periodistas por parte de la extrema derecha vuelven a estar a la orden del día. Por ejemplo, la agresión en 2017 a la directora de El Jueves, Maite Quílez, después de que la revista publicara una portada contra los neonazis, o la agresión al fotoperiodista catalán Jordi Borrás en 2018 por sus investigaciones sobre la extrema derecha. La deriva autoritaria en Polonia y Hungría en 2018 son otros casos con ataques a la libertad de expresión que incluyen intimidaciones y amenazas en diverso grado, pero con igual eficacia en su objetivo final: conseguir el silencio mediático de las voces independientes y disidentes incluso en una región como la Unión Europea. Por supuesto, los peores índices de violencia contra los periodistas se encuentran en países no democráticos, pero es revelador que las democracias tampoco escapen de ella.
La violencia contra los periodistas es también mayoritariamente invisible. A pesar de que se hable de ella en situaciones de emergencia o casos muy extremos —como es el de los conflictos bélicos—, si no formamos parte de la profesión o tenemos cercanía a ella, la mayoría de nosotros vive ignorando la muy variada tipología y recurrencia de la violencia contra la libertad de expresión en general y contra los periodistas en particular en el día a día. Desconocemos, por ejemplo, que no son los corresponsales de guerra la franja de periodistas en la que hay más asesinatos, sino en el periodismo local. Desconocemos la enorme impunidad con que se realizan y quedan la mayoría de estos crímenes. Desconocemos, en definitiva, la profundidad y alcance de una violencia que pretende precisamente esto, que la ignoremos. El trabajo de organizaciones como las que se incluyen en este libro, entre otras, está principalmente dirigido a visibilizar (y combatir) esta violencia.
Pero, ante todo, la violencia contra los periodistas es una violencia sistémica, estructural, porque está totalmente entrelazada y conectada con el sistema político-económico-social, o mejor dicho, con los fallos de este sistema: la corrupción, la guerra, la delincuencia organizada, el autoritarismo, la represión y las debilidades en general del Estado de derecho y la democracia. El periodismo silenciado es precisamente el periodismo más combativo con estos fallos, y aunque la violencia parece repuntar en momentos de escaladas bélicas, la violencia contra los periodistas forma parte estructural de la sociedad contemporánea, como lo demuestran las cifras. Según Naciones Unidas, entre 1992 y 2017 un total de 1.259 profesionales de los medios de comunicación fueron asesinados en el mundo, y estas cifras no incluyen otros actos de violencia contra periodistas como torturas, detenciones arbitrarias, secuestros, intimidación o acoso.
Lo anterior puede parecer una contradicción con respecto a una realidad también extendida: que los medios de comunicación no constituyen un cuarto o quinto poder, vigilantes de los poderosos con