Al observar las similitudes que atraviesan estos casos y el más de un centenar que se presentan en el mundo cada año, se encuentran, casi al pie de la letra, las constataciones que hace Marisol Cano en su texto, con las realidades que alarman a la opinión internacional. Basta entrecruzar las manifestaciones de violencia contra periodistas que sistematiza Cano con las causas que la favorecen, dos partes centrales de su texto, para ver con claridad la gravedad de las amenazas a las que han estado expuestos los periodistas en el pasado y en el presente.
Las fracturas de la democracia y la libertad de expresión
Porque el aporte de este libro no está solo en considerar juiciosamente las expresiones de la violencia, sino en analizar sus antecedentes y sus consecuencias, acercándose a ellas desde metodologías rigurosas y un potencial analítico indudable. De esa manera, un fenómeno complejo y con raíces multicausales, encubierto por la impunidad y todo tipo de estratagemas del poder, empieza a revelarse con mayor precisión.
Y aunque es terrible decirlo, este libro tiene una asombrosa actualidad. Es más, es posible que, aunque las manifestaciones violentas cambien poco de una orilla del mundo a la otra, los contextos que las están generando se estén esparciendo como pólvora por otras partes del planeta.
Las primeras las estudia concienzudamente la investigadora: asesinatos, amenazas, exilios, presiones jurídicas y económicas o autocensura son algunas de ellas. Los segundos tienen que ver con la profundización de la corrupción, la penetración social del crimen organizado, los conflictos bélicos, las maneras de actuar del autoritarismo y, sobre todo, las fracturas de la democracia tal como la entendíamos hasta hace apenas unas décadas.
Los casos de periodistas asesinados en Europa en un lapso muy breve lo confirman: todos estaban investigando hechos de corrupción en los que participaban políticos ubicados en los más altos cargos de sus Estados, vivían en sociedades con democracias en proceso de fortalecimiento o incluso con regímenes autoritarios consolidados, llevaban a cabo tareas de investigación y fiscalización y habían revelado en público redes criminales que actuaban con la complacencia de poderes reconocidos.
Lo que sucedía en la realidad lo leía simultáneamente, con una contundente veracidad, en las páginas de la investigación de Marisol Cano, quien escogió un camino original y poco explorado para analizar un tema decisivo: la violencia contra periodistas, observada desde diez organizaciones internacionales dedicadas a la promoción y salvaguarda de la libertad de expresión en el mundo.
Esta decisión es uno de los aportes de su libro. En efecto, la violencia contra periodistas se ha descrito y analizado habitualmente desde su realidad más inmediata, la de los hechos, pero casi nunca desde la perspectiva de estas organizaciones. Haber descentrado la mirada le ha permitido a la autora una aproximación rigurosa que no tiene los riesgos de un abordaje solamente de sucesos que casi siempre naufragan en medio de la más pavorosa impunidad.
Es, sin duda, el poder de la mirada oblicua. Lo aprendí cuando hace años leí Medusa y compañía, obra de Roger Callois en que habla de la diagonalidad que permite descifrar significados que no se verían de otra manera, ya sea en la configuración de las piedras (un arte milenario chino) o en la vida evanescente de las nubes.
Dos características del mundo globalizado son, por una parte, la aparición de una red de organizaciones internacionales que están dedicadas al seguimiento de las libertades civiles y los derechos humanos y, por otra, el desarrollo de un pensamiento sobre temas como la violencia contra periodistas, que se refleja en regulaciones, medidas de protección, políticas nacionales, sistemas de medición y una agenda cada vez más extensa de debates imprescindibles.
En otras palabras: el periodiSmo es un asunto que ya no solo atañe a los Estados nacionales, sino que preocupa, y mucho, a la comunidad internacional. Hay un efecto de cascada que hace que lo que sucede en un país tenga implicaciones en otros y que las lecciones aprendidas en una sociedad, incluso en las más aisladas, tenga muy pronto repercusiones en ámbitos distantes y diferentes. Esta especie de caída del dominó se explica porque el sistema de libertades, derechos y responsabilidades se ha vuelto universal, porque pertenecer a la escena internacional compromete cada vez más determinados comportamientos de carácter colectivo y porque hay responsabilidades que se perciben como una característica cada vez menos local y, por el contrario, cada vez más un asunto que concierne a la humanidad.
¿Puede el asesinato de un periodista como Khashoggi, provocar el rechazo, incluso en gobiernos como el de Trump, más allá de los nudos económicos que ligan a un gigante de la producción petrolera con un gigante necesitado de su consumo? ¿Se acude a la racionalización de los valores democráticos vulnerados como la frontera de lo que no es permisible internacionalmente, así se hagan todos los cálculos para no despertar la ira de los señores del reino del desierto?
Y aunque en nuestros días hay países que se rebelan contra las normas que atan a las uniones para reivindicar las decisiones locales del Brexit o la bandera del America First, así salten en añicos las antiguos enfoques de los tratados y las regulaciones del comercio mundial, aún persisten ganancias del ideal universal.
Hay problemas que en las últimas décadas han ascendido en esta agenda, aunque todos ellos están pasando por el ojo de un huracán del que aún no sabemos cómo saldrán: el cuidado del medio ambiente, las reivindicaciones de género, las expresiones religiosas, las libertades sexuales o los límites de la guerra y el armamentismo.
El periodismo y, sobre todo, el futuro del derecho a la información, de la libertad de expresión y del acceso a la información pública, están también en un periodo muy difícil y tenso. Las razones de esta preocupación se afianzan en el papel del periodismo en la vida de los ciudadanos y ciudadanas en tiempos en que los medios de comunicación son asediados por graves problemas económicos, los enfrentamientos con los viejos y los nuevos poderes y por vertiginosas transformaciones tecnológicas que se expanden por territorios que en el pasado le pertenecían al sistema mediático tradicional.
Suelo citar la frase que le escuché a Gabriel García Márquez en una reunión que teníamos de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano en la sede del Fondo de Cultura Económica en Ciudad de México: “Lo que pasa es que el mundo se le escapó al periodismo. Ahora lo que debemos es reiventarnos el mundo”. La fuga del mundo se está produciendo por los desagües más increíbles, ya sea por los canales en el pasado ortodoxos del comercio o por el declive pronunciado de los partidos políticos. Hasta hace poco era impensable que se transgredieran las regulaciones del comercio y aún más increíble que esa transgresión viniera del país más poderoso del mundo y que el liderazgo de las libertades comerciales las enarbolara China.
El derecho a la información que en años anteriores estaba muy concentrado en los medios de comunicación, se ha replanteado dramáticamente por la aparición de internet y el auge de las redes sociales. Si los medios de comunicación utilizaban editores, fact checking y otras estrategias para garantizar la calidad de la información, el flujo desbordado de las noticias falsas, las opiniones personales y los comentarios de odio transcurren por la red con una contundencia que hace temblar gobiernos, ganar elecciones y evitar críticas. También crece, como se señala en el libro, la cibervigilancia y los ataques tecnológicos sobre los medios y los periodistas.
Cada vez más aumenta la preocupación por la crisis de la democracia y los problemas de la libertad de expresión. Son frecuentes los enfrentamientos del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, con los medios de comunicación, a los que califica de “enemigos del pueblo”, mentirosos, deshonestos y basura. Pero va más allá de los calificativos al expulsar o negar acreditaciones a representantes de medios que le son críticos, a los que califica como “partidos de la oposición” y al generar descalificaciones públicas agresivas de medios y periodistas.
Algo similar ocurre con Orbán en Hungría, Maduro en Venezuela, Ortega en Nicaragua, Duterte en Filipinas, Putin en Rusia o Erdogan en Turquía. Pero, a