La intensidad de las sensaciones afectivas no sería más que la conciencia que tomamos de los movimientos involuntarios que comienzan, que se perfilan en cierta forma en esos estados, y que habrían seguido su libre curso si la naturaleza hubiera hecho de nosotros autómatas, y no seres conscientes. (E, p. 73)
En este caso, hay conciencia de los movimientos automáticos y existe la posibilidad de prefigurar otros posibles, de preparar la acción libre concreta, para lo cual es imprescindible la intervención de los estados afectivos. Es de señalar, además, que la resistencia a las respuestas automáticas conlleva un elemento temporal que aquí no subraya Bergson, pero lo sugiere: esa, en cierta medida, oposición es, digámoslo así, un retardo de la reacción, una escogencia que requiere tiempo. Sin la afección no se entiende el proceso dinámico de la acción: su función no es solo cognoscitivo-contemplativa; si hay conocimiento, es el de la inserción en lo experimentado para descubrir o perfilar, por medio del afecto (placer o dolor), los movimientos que habrán de seguir y escoger el más conveniente de acuerdo con la situación planteada. Los movimientos posibles y no automáticos se perfilan como movimientos que comienzan. Tal vez ahí radica la intensidad de las sensaciones afectivas, gracias a ellas el organismo se toma su tiempo para responder al estímulo externo, para actuar con cierto grado de libertad.
Luego de esta exposición, Bergson presenta dos estudios pequeños sobre el dolor y el placer, que serán motivo para mostrar el papel de la multiplicidad en las sensaciones afectivas. Bergson comienza con una comparación muy interesante de orden musical. Cuando un dolor crece en intensidad, está más cerca de “una sinfonía, donde un número creciente de instrumentos se harían oír” (E, p. 73), que de una nota musical de sonido creciente. En presencia de una nueva situación propuesta al organismo, de su periferia emana un “concierto” de estados psíquicos “elementales”, expresión de las nuevas exigencias. Se trata de una multiplicidad de elementos, “contracciones musculares, movimientos orgánicos de todo género” (E, p. 73); es decir, múltiples sensaciones “emanan” desde diversos puntos de la periferia del cuerpo y son distinguidas por la conciencia “en el seno de la sensación característica, que da el tono a las otras” (E, p. 73). Aquí el concurso creciente de elementos y sensaciones, a la manera de una sinfonía, modifica la sensación característica y, por lo mismo, se produce un cambio de naturaleza. La multiplicidad creciente, en ese sentido, modifica la emoción fundamental.
Visto así el dolor, sabemos de su intensidad por la mayor o menor parte del organismo que se interesa en él. Retomando unas observaciones de Richet, Bergson las invierte y establece que la intensidad de un dolor se define por el número y la extensión de las partes del organismo que “simpatizan” con él y “reaccionan”, pero esto no sucede de forma inconsciente, sino “a la vista y conocimiento de la conciencia” (E, p. 73). Los órganos se comprometen en una atracción hacia lo que Bergson denomina ‘sensación característica’, la que colorea, mientras el dolor varía de intensidad. Al contrario de lo que piensa Richet, según Bergson, la modificación de los órganos comprometidos no se limita a ser una mera expresión de la fuerza del dolor. El conjunto de los órganos se ordena como una sinfonía, el dolor intenso no es una mera suma de estos, el conjunto se forma por atracción o empatía entre las diversas sensaciones provenientes de ellos, las cuales vienen a añadirse de forma creciente a lo ya percibido. Con ayuda de una observación de Darwin sobre el crecimiento de un dolor agudo, Bergson señala que se mide la intensidad del dolor por la contracción de los músculos interesados, que sucede con el fin de escapar de ese sufrimiento insoportable. De esta forma puntualiza nuestro filósofo el origen de la medida de un dolor intenso:
Se concibe que un nervio transmite un dolor independiente de toda reacción automática; se concibe también que excitaciones más o menos fuertes influencian ese nervio diversamente. Pero esas diferencias de excitaciones no serían de ninguna manera interpretadas por vuestra conciencia como diferencias de cantidad, si no referís a ellas las reacciones más o menos extensas, más o menos graves, que suelen acompañarlas. Sin estas reacciones consecutivas, la intensidad del dolor sería una cualidad, y no una magnitud. (E, p. 74)
De donde se deduce que una multiplicidad de estímulos y de movimientos musculares interviene en la llamada intensidad de un dolor y en su crecimiento; desde un punto de vista, puede ser una cualidad; desde el otro, una cantidad. Ello se debe a la intervención de la multiplicidad a la cual está ligado, porque cuando va creciendo, más órganos del cuerpo confluyen en la resistencia. Como la conciencia se da cuenta de las partes del organismo que se van sumando al modificarse el dolor, lo interpreta como una cantidad en aumento; si no lo hiciera, el dolor podría experimentarse como cualidad y se percibirían los cambios de naturaleza propios de la intensidad. ¿Qué pasa con el placer?
En una comparación entre placeres simultáneos “a nuestro espíritu”, el que preferimos está vinculado a una cierta disposición de los órganos que hace que nuestro cuerpo se incline hacia él. Y esta inclinación consiste en miles de “pequeños movimientos que comienzan”, y hace como si el cuerpo se moviera hacia “el placer representado”. Dice Bergson que el cuerpo se “orienta” hacia el que se prefiere de forma espontánea, a partir del movimiento iniciado, “como por una acción refleja” –“fuerza de inercia”, la llama–, sumiéndose en dicho placer hasta el punto de no querer otra sensación. Ahora bien, sin esa fuerza, el placer sería un “estado”, pero no una magnitud. La cuestión reside en que la conciencia se da cuenta de esa fuerza “por la resistencia que oponemos a lo que nos podría distraer”, de lo cual deduce que aquí ‘fuerza’ “sirve para explicar el movimiento más que para producirlo” (E, p. 75). Igual cosa sucederá en la moral.
A continuación, se examinan las sensaciones representativas. Estas no están desligadas de las afectivas, pero intentemos observarlas sin mezcla de estas últimas, como se hizo en el anterior caso. Se tiende a evaluar la intensidad de las sensaciones afectivas como una magnitud, a causa de su relación con los distintos órganos que simpatizan en, por ejemplo, un dolor que crece cuando el organismo busca resistirse, ya lo vimos. Por el contrario, de las sensaciones representativas se tiende a medir su intensidad por su relación con el objeto exterior que las causa. Estas últimas vienen a ser, también, la forma interna que toman las sensaciones una vez la conciencia fija su atención en ellas tan pronto pierden su carácter afectivo. En estado de representación, ya no cuenta tanto el movimiento de reacción, pues se las evalúa como magnitudes por el hábito de poner la causa en el efecto, sino que se fija en el objeto causante de la sensación. “Esta causa es extensiva y por consiguiente mensurable” (E, p. 77). Desde “los primeros destellos de la conciencia” hemos observado una relación entre “un valor determinado de la excitación” y “un matiz”, también determinado, de sensación. Ahora bien, por la experiencia adquirida tendemos a cambiar el efecto por la causa. El matiz determinado de la sensación se reduce así a la magnitud de la causa. Bergson examina en este rango las sensaciones de sonido, frío y calor, peso y luz.
Nos detendremos aquí en el significado de dos sensaciones representativas: el dolor causado por un pinchazo y por la presión y el acto de levantar un peso. Buscaremos entender cómo se sustituye la intensidad del efecto por la magnitud de