Es sensible que Brasseur de Bourbourg haya sancionado el empleo de estas palabras, como título del manuscrito quiché, descubierto por el padre Jiménez, y las haya traducido, al parecer, por las de "Libro Sagrado", en lugar de traducirlas por las de "Libro Nacional," como Jiménez las había traducido por el "Libro del Común."
Estas ligeras inexactitudes producen infaliblemente una gran confusión.
Sólo el deseo de dar á su libro un título pomposo es lo que ha podido hacer que nuestro autor cometa esta falta, puesto que él mismo confiesa que el título de Popol-vuh no pertenece en manera alguna al libro que él publica, y además, que Popol-vuh no significa "Libro sagrado." Nada autoriza á suponer, con el sabio francés, que las dos primeras partes del manuscrito contengan una trascripción casi literal del verdadero Popol-vuh, ni á creer que este libro sea el original del Teo Amox-Ali ó Libro sagrado de los Toltecas. Todo lo que sabemos es, en primer lugar, que el autor de esta obra anónima la redactó porque el Popol-vuh, es decir, la tradición nacional, se iba perdiendo poco á poco, y además, que ha reunido, en las dos primeras partes de su trabajo, las antiguas tradiciones comunes á toda la raza, reservando las otras dos para los anales de la nación quiché, que poseía, en tiempo de la conquista, la mayor parte de la actual república de Guatemala. Si nos colocamos en este punto de vista, no hallaremos en el contenido ni en el carácter de este libro, cosa alguna que nos inspire dudas sobre su autenticidad. El autor se ha propuesto preservar del olvido en que iban cayendo las historias de sus dioses y de sus antepasados, que había oído y aprendido en su infancia. Los rasgos principales de estas historias habían sido quizá conservados, ya por la enseñanza oral en las escuelas, ya por las pinturas figurativas; sin embargo, la conquista española había trastornado de tal modo el paìs, que el autor se vió en el caso sin duda de contar principalmente con la fidelidad de sus propios recuerdos. Si se quisiera sacar de estas leyendas una historia seguida, la tarea sería materialmente imposible. Todo es en ella vago, contradictorio, milagroso, absurdo. La historia tal como nosotros la comprendemos, esto es, presentando la serie y el encadenamiento de los hechos, es una concepción moderna, desconocida de casi todas las naciones antiguas. Aunque poseyéramos el verdadero Popol-vuh, es probable que no encontrásemos en él más datos históricos que en el manuscrito quiché. Es verdad que, de tiempo en tiempo, parece que se perciben algunos puntos luminosos en estos confusos relatos; pero, en la página siguiente, se vuelve á caer en el caos. Es probable que se encuentre alguna dificultad en reconocer que, á pesar de todas las tradiciones sobre las inmigraciones primitivas de Cécrope y de Dando, á pesar de los poemas homéricos de la guerra de Troya y de las genealogías de las antiguas dinastías de Grecia, no sabemos nada de la historia griega antes de las olimpiadas, y que, aún respecto de los acontecimientos de las primeras olimpiadas, se reducen á muy poca cosa nuestros conocimientos. Pero el verdadero historiador no se deja seducir en esto por ningún género de ilusiones, y no quiere oír hablar ni aun de las más ingeniosas reconstrucciones históricas.
Lo que decimos de la historia griega puede aplicarse, con mayor fuerza y razón, á la historia antigua de los aborígenes de América; y las personas que estudien las antigüedades americanas obrarán con tanto más acierto cuanto menos tiempo inviertan en reconocer esta verdad. Hasta las tradiciones sobre las emigraciones de los chichimecas, de los colhuas y de los nahuas, que forman el principal tema de todas las historias antiguas de América no tienen fundamento más sólido que las tradiciones griegas concernientes à los Pelasgos, á los Eolios y á los Jonios. Querer construir con tales elementos una historia seguida que, tarde ó temprano, no destruyera cualquier émulo de Niebuhr, de Grote ó de Lewis, sería perder tiempo.
Pero si no hallamos materiales para la historia en las leyendas de los antiguos habitantes de Guatemala, nos permiten, al menos, estudiar el carácter de estos hombres, analizar su religión y su mitología, comparar sus principios de moral, sus ideas sobre la virtud, sobre la belleza, sobre el heroísmo, con los principios y las ideas de otras razas humanas. Hé aquí el atractivo real y durable de una obra como la que el abad Brasseur de Bourbourg hubo de darnos á conocer, mediante una fiel traducción de la misma. Desgraciadamente no está este atractivo libre de todo peligro. Es, en rigor, posible que los autores de tal manuscrito y de los demás textos americanos hayan sufrido, de un modo más ó menos consciente, la influencia de las ideas europeas y cristianas. En ese caso, no tendremos la certeza de que las historias referidas por ellos nos presenten una imagen fiel del genio primitivo de las razas americanas. El manuscrito quiché ofrece con el Antiguo Testamento ciertas conformidades que no dejan de ser extraordinarias. Sin embargo, aún admitiendo una influencia cristiana, quedan todavía en estas tradiciones muchas cosas que difieren de tal modo de todo lo que vemos en las demás literaturas nacionales, que no corremos riesgo de engañarnos considerándolas como verdadero producto intelectual peculiar de América. Para terminar, citaremos en apoyo de nuestras observaciones, algunos extractos del libro que las ha sugerido; pero no debemos despedirnos de Brasseur de Bourbourg sin manifestarle nuestro reconocimiento por su excelente obra. Esperamos que podrá realizar además su proyecto de publicar una "Colección de documentos en las lenguas indígenas, para que puedan servir para el estudio de la historia y de la filosofia de la América antigua." La obra que hace poco ha publicado, forma el primer tomo de esta colección.
Comienza el manuscrito del Popol-vuh con un relato del origen de las cosas. Cuando se lee por vez primera la traducción literal de Brasseur de Bourbourg, plagada de nombres extraños de los dioses y demás seres que en ella desempeñan algún papel, no deja en el espíritu una impresión bien determinada. Mas cuando se vuelve á leer muchas veces, aparecen ciertas ideas salientes que atestiguan en esta historia un fondo primitivo de nobles concepciones cubiertas y ocultas más tarde por mil fantasmas extravagantes y absurdos. Dejemos á un lado los nombres propios, que no hacen más que perturbar la memoria y que en vano se intentará explicarlos de una manera racional, pues se necesitan largas investigaciones antes de poder decidir si estos nombres, aplicados con tanta profusión á la divinidad, designaban otras tantas personalidades distintas ó únicamente las manifestaciones diversas de un solo y mismo poder. En todo caso, no pueden tener para nosotros ninguna importancia, hasta que nuevos estudios nos permitan enlazar ideas más claras á nombres tan poco armónicos como Tzakal, Bitol, Alom, Kaholom, Itum-Ahpu Vuch, Gucumatz, Óuaz-Cho, etc. Algunos nombres de estos están seguramente bien elegidos, sino se ha engañado Brasseur de Bourbourg al traducirlos por "Creador, Formador, El que engendra, El que da sér, el Dominador, el Señor del Planisferio que verdea, el Señor de la superficie azulada, el alma del cielo." ¿Pero qué decir de nombres tan absurdos como "La serpiente cubierta de plumas," "el tirador de cerbatana á la Vulpeja," y otros del mismo género?
Cualquiera que sea el sentido de estos nombres ininteligibles, el hecho es que los quichés creían que hubo un tiempo en que fué creado cuanto existe en el cielo y en la tierra. "Todo estaba en suspenso, dice el Popol-vuh; todo estaba tranquilo y silencioso, y vacía la inmensidad de los cielos. No existía un solo hombre, un animal, un ave, ni un pez; sólo existía el cielo. Aún no había aparecido la superficie de la tierra; sólo existía la mar tranquila, y todo el espacio de los cielos. Sólo estaban sobre el agua los seres divinos como una luz grandiosa. Hablaron éstos, se consultaron y meditaron; y en el momento de aparecer la aurora, apareció también el hombre. Entonces mandaron aquéllos que se retirasen las aguas y que se enjugase y afirmase la tierra, á fin de que pudiera sembrarse, y lucir el día en el cielo y en el mundo.
"Porque, decían ellos (Popol-vuh, p. II.) nosotros no recibiremos honor ni gloria de todo lo que hemos creado y formado, hasta que exista la criatura humana, la criatura dotada de razón. "Tierra," dijeron; y al instante se formó ésta. Su formación, en su estado material, se verificó como una especie de niebla, cuando aparecieron sobre el agua las montañas, elevándose en un instante extraordinariamente. Así se verificó la creación de la tierra, cuando fué formada por aquellos que son el alma del cielo y del mundo; porque así se llaman los primeros que lo fecundaron, estando suspendidos todavía el cielo y la tierra en medio de las