........Ahora bien, allí fué donde se alteró la lengua de las tribus; allí tuvo lugar la diversidad de sus lenguas; no se entendieron claramente entre sí, cuando llegaron á Tulán. Allí fué donde se dividieron; algunos se dirigieron hacia el Oriente y muchos hacia aquí.
........El lenguaje de Balam-Quitzé, de Balam-Agab; de Mahücutah y de Ikí-Balam (los cuatro antepasados del género humano), era ya diferente: nosotros hemos abandonado, pues, nuestra lengua, ¿cómo lo hemos hecho? ¡estamos arruinados! ¿De dónde procede que hayamos sido inducidos á error? Nosotros no teníamos más que una sola lengua, cuando vinimos de Tulán; uno solo era nuestro modo de sostener (el altar), una nuestra educación.
No hemos hecho evidentemente bien, repitieron todas las tribus, en los bosques y bajo los bejucos."
El resto de esta obra que consta de cuatro libros, está consagrado á las emigraciones de las tribus que partieron de Oriente y á sus diversos establecimientos. Los cuatro antepasados de la raza quiché parece que tuvieron una vida muy larga; y cuando al fin llegaron á morir, desaparecieron de una manera misteriosa, dejando á sus hijos lo que llaman la Majestad envuelta, que no debía desplegarse jamás por mano de hombre. ¿Qué era esta Majestad? no lo sabemos.
Los capítulos siguientes contienen muchas cosas interesantes; pero no pueden buscarse en él los materiales para la historia, por más que el autor considere todo lo que cuenta sobre esta sucesión de reyes como tradiciones perfectamente auténticas. Mas cuando despues el relato de las emigraciones, de las guerras y de las insurrecciones diversas, llega al fin á referir la llegada de los españoles, hallamos que sólo hay catorce generaciones entre los cuatro primeros antepasados de la raza humana ó de la raza quiché y la última de las dinastías reales; y el autor, quienquiera que sea, termina su obra con esta confesión:
"He aquí lo que resta de la existencia del Quiché; porque no hay medio de ver este libro, en donde otras veces lo leían los reyes todo, porque ha desaparecido. Esto mismo se ha hecho con todos los del Quiché, que se llama Santa Cruz."
Aunque los indios de Centro América se habían formado una idea elevada é incorpórea de la divinidad, no por eso dejaban de ser fanáticos y supersticiosos. Tenían como los antiguos romanos, sus dioses lares y penates; cada familia adoraba, además de las divinidades comunes ó generales, á ciertos seres que los libraban del mal y de las acechanzas de genios maléficos. Los cojos, tuertos, mancos y gibosos, los del rostro quemado ó deforme, eran adivinos ó brujos (y aún hoy los hay en algunos pueblos). Esos tales empleaban arañas, que hacían correr en mantas, después de quitarles una pata, ó bien un sapo vivo ó una culebra en una olla grande, á la cual habían antes amansado para que les lamiese el cuerpo. Otros usaban pelo de muerto, dientes de difunto, figurillas especiales de piedra y yerbas á las que atribuían virtudes singulares. Los brujos hacían maleficios, por medio de venenos, atribuyéndolos á oraciones ó encantamientos. En todo encontraban la intervención de un sér sobrenatural, de un genio casi siempre maléfico ó dañino. Los graznidos de la lechuza[60], el revolotear de la mariposa negra, el aullido lúgubre del coyote, y otras muchas cosas inocentes, dábanles espanto como augurios de grandes calamidades. En las tribus de indios guatemaltecos, todavía duran esas preocupaciones y creencias, á las cuales son tan aferrados los aborígenes.
El indio jamás se creía solo, sino acompañado por los objetos que le rodeaban. En toda la naturaleza había seres ocultos, mudos, severos y terribles, dispuestos á castigar aun al que involuntariamente cometiera el menor desacato contra ellos. Imaginaban que en la otra vida futura, era la existencia análoga á la que aqui se lleva; y por eso tenían cuidado de que el muerto tuviese bastimento de maíz, totopoxte, chile y otros comestibles, junto con piedras de moler y demás utensilios que ponían en las sepulturas. Levantaban sobre éstas, cerritos de tierra, cuando eran de magnates, y á los régulos les erigían monumentos de piedra ó los inhumaban en las hendeduras de las rocas.
Cuando el huracán se desataba, formando remolinos de polvo, arrancando los troncos viejos de los árboles, despojando á la ceiba de su follaje y al rancho de su techo pajizo, iban medrosos el quiché y el cakchiquel á las cuevas de sus mayores á implorar perdón. Si la tempestad se desencadenaba, luciendo el relámpago y tronando el rayo, corría el indio á aplacar á Gucumatz con ofrendas y conjuros. Si la peste asolaba la comarca, ó la sequía esterilizaba el campo, ó temblaba la tierra, los crédulos aborígenes sacrificaban doncellas, niños, venados ó conejos, á los dioses ofendidos, que al fin se apaciguaban con la sangre fresca de las víctimas, al pensar de aquellos idólatras pobladores de este suelo americano.
Es el miedo la base de su religión: oiga un indio ruido insólito por entre la selva, derribe un terremoto su mísera choza, rómpase su estrecho cayuco en un raudal, y deduce que su mala suerte es efecto del espíritu maligno, á quien sólo con ofrendas es dable tener tranquilo. Cuando el aborígen se encontraba sorprendido por un tigre, hacía inmediatamente confesión de sus pecados en alta voz, creyendo que así lo perdonaría. Acostumbraban también sacrificios al salir y al volver las aguas, y en la época de las siembras, quemaban copal y hule ante los ídolos, á los cuales ofrecían algunos granos de los que iban á sembrar y además la sangre que los sacerdotes se extraían de varias partes del cuerpo. Entre los templos de los célebres quichés, se encuentran el de Tohil, en Gumarcaah, el de Cabah y el de Mictlán, á los cuales no entraban las mujeres.
Los indios choles y manches de la Vera Paz, impresionados por los contornos grandiosos y salvajes de la espléndida naturaleza que los rodeaba, veneraban los montes y los cerros, y en uno llamado Escurruchán, que se halla en donde varios ríos se juntan, conservaban un fuego sagrado, que con leña alimentaba todo pasajero, y al cual ofrecían sacrificios. En otro sitio hallaron los misioneros un altar de piedra, rodeado de una cerca, ante el cual quemaban resinas olorosas, y ofrecían aves y sangre de sus propios cuerpos. Aquellos que más sangre se sacaban de las partes pudendas eran los más piadosos.
En resolución, se puede decir que los antiguos indios de Guatemala dividían sus dioses en tres clases: unos eran comunes, invocados por todos y en todas las necesidades. Tales eran los que presidían á los campos, á las siembras, á la guerra, al matrimonio etc. Otros (que corresponden á los semidioses de los pueblos antiguos) eran les hombres célebres, elevados por esta ó aquella nación al rango y categoría de divinos. Tal era entre los mejicanos Quetzalcoatl. Otros finalmente, eran los dioses de primer orden, jefes supremos de las deidades inferiores, como en la generalidad de los pueblos americanos el Sol y la Luna. Entre los dioses de la segunda clase se conserva, por famosa y extraordinaria, la tradición de Ixbalaquén, venerado por los habitantes de Utatlán y Guatemala. De este dios cuenta la fábula que bajó á combatir al infierno, peleó con sus príncipes, los demonios, prendiólos con su rey, y así cargado de trofeos dió la vuelta al mundo victorioso. Pero llegando cerca de la tierra, el rey del infierno le pidió que no le sacase de aquel sitio. Ixbalaquén, accediendo á la suplica, dióle un empellón, le volvió á su propio reino y le dijo: sea tuyo todo lo malo, inmundo y feo. En seguida llegó el vencedor al país de Verapaz ó Guatemala; pero como sus habitantes no quisiesen tributarle los honores merecidos, el dios se marchó á otra provincia, donde fué recibido con la veneración correspondiente. De este vencedor del infierno dicen que tuvo origen el sacrificio de víctimas humanas.
Cada una de las tribus de Guatemala tenía una casta distinta y separada de sacerdotes, quienes, por medio de sus oráculos, ejercían gran influencia en las cosas públicas, y algunos, como los quichés, eran espiritualmente gobernados por pontífices independientes. Los altos sacerdotes de Tohil y Gucumatz, Ahan Ah Tohil y Ahan Ah Guenmatz, pertenecieron á la real casa de Cawek, y tenían el cuarto y quinto rango respectivamente entre los grandes del imperio; Ahan-Avilix el supremo sacerdote de Avilix, era miembro de la familia Nihaib; Ahan Gagavitz vino de la casa de Ahan Quiché; y los dos sumos pontífices del templo de Kahba, en Utatlán, eran de la casa de Zakik, y cada uno tenía asignada una provincia para su sostenimiento[61]. Los sacerdotes de Tohil debían ser muy castos y continentes, sin que jamás pudiesen comer carne. Cuando