Gorri seguía en la etapa de descubrir todo el mundo que le rodeaba y cada vez que le sacaban fuera de La Central para él era como una fiesta llena de sorpresas fascinantes de las que no se perdía detalle. Por un lado, era objeto de todo tipo de carantoñas por todas las personas del sexo femenino con las que se cruzaba, que lo llenaban de besos y achuchones, afición que cogió entonces y no ha sabido abandonar con el paso de los años. Esto por sí solo ya era suficiente para salir de paseo, pero además se añadía la ilusión que le hacía contemplar todo tipo de animales de los que abundaban en el pueblo y sus alrededores. Perros de todos los tamaños, ovejas en rebaño, vacas en cuadrilla, los caballos al paso, al trote o al galope, gallinas acompañadas de sus gallos, gorrinos cubiertos de barro, gatos solitarios buscando gatitas, pájaros de diferente pluma, palomas y pichones, golondrinas chillonas, las dos cigüeñas que aparecían cada año en el nido de la campana que está encima de la sacristía, truchas bajo el puente del río Zirauntza, la garza del palacio en la copa del pino más alto, cada uno con su sonido, con sus cencerros, con los silbidos del pastor, sonidos que le llenaban de placer al redescubrirlos en cada paseo. Ahora estaba empezando a fijarse en los caracoles, las mariposas, las abejas, las hormigas, los grillos y todos los pequeños animalitos que asoció con él y pensó que un día crecerían y se harían grandes, la gallina sería cigüeña, el perro, caballo, y el gorrión, paloma, una deducción no exenta de lógica, pero alejada de la realidad.
Cari, contenta con su sobrino, entró en El riojano y se sentó con Gorri en la única mesa de que disponía la parte dedicada a comidas, una mesa ancha y larga bordeada por bancos en los lados de la pared y por banquetas en los opuestos; en realidad, era un mesón de los que daban nombre a los antiguos establecimientos de comidas en el que los comensales se sentaban todos juntos sin necesidad de compartir madre ni patria. Una vez sentados, Cari se dispuso a vigilar a su presunto futuro esposo a ver si tenía gracia y salero o era un sieso.
—¡Qué agradable sorpresa! —exclamó el Riojano ante la presencia de Cari y Gorri en su establecimiento—. ¿Qué os trae por aquí?
—Veníamos a merendar —dijo Cari como si lo hiciese todos los días.
—Pues estáis en el lugar adecuado. ¿Qué va a ser? —dijo el Riojano poniéndose la servilleta doblada sobre el antebrazo.
—Yo tomaré un café con leche con dos marías y a Gorri le vas a traer un currusco de pan con una onza de chocolate —pidió Cari acomodando al niño en el banco del mesón.
El Riojano acogió la visita con júbilo y empleó al niño como eslabón de acercamiento, algo a lo que Gorri ya estaba acostumbrado, incluso ya era un maestro y podría haberle dado consejos al novato, pero se abstuvo por verle con suficiente desparpajo. Además, la onza de chocolate que le entregó era de las gordas, las que se emplean para preparar chocolate del de untar churros y aquello fue suficiente para ir paso a paso comiéndosela mientras tía y Riojano iban a lo suyo sin que ni una ni otro reparasen demasiado en el niño.
El primer contratiempo fuera de control que experimentó Cari fue cuando consiguió apartar los ojos del Riojano y los depositó en Gorri, quedándose sin habla al verlo embadurnado de chocolate desde la parte más alta de su cabellera hasta los tacones de sus zapatos, efecto que se vio acentuado por la impoluta ropa blanca con que Paka gustaba de vestir a su retoño, dando el efecto de uno de los gorrinos recién salido de retozar en una poza de barro. Tía y Riojano, sorprendidos y alarmados ante el niño sonriente y satisfecho, tuvieron que dar por finalizado el escaso tiempo que había durado la merienda del primer día.
—Pero ¿qué has hecho, desgraciada? —le recriminó Paka a su hermana cuando apareció en casa de aquella guisa.
—Perdona, perdona, Paka —le contestó Cari, que se esperaba la reprimenda—. Le he dejado tranquilo con la onza de chocolate y en un momento la ha liado, de verdad que ha sido un visto y no visto.
—Si ya sabía yo que no te lo puedo dejar, sabía que esto iba a pasar, lo sabía —repetía Paka mientras desnudaba al niño para lavarlo.
—Mira, Paka, te prometo que no volverá a pasar —decía Cari compungida temiendo que no le volviese a dejar a Gorri—. Me tienes que dar otra oportunidad.
Al final, Paka no pudo hacer otra cosa que reírse al ver el esperpento que le había devuelto su hermana, risa que fue seguida por Cari hasta convertirse en histérica ante la aturdida mirada de Gorri, que no entendía nada.
Al día siguiente a la misma hora aparecieron tía y sobrino impolutos y se sentaron en el mesón del Riojano.
—¿Cómo se lo tomó Paka? —preguntó el Riojano dudando de que fuesen a volver por el establecimiento.
—Bueno —dijo Cari—. Al principio se enfadó, pero luego le hizo gracia. Menos mal —suspiró Cari—. Tráeme un café con leche con dos marías.
—Si te parece, podemos darle al niño el currusco de pan con unos taquitos de jamón sin tocino para evitar que se manche —sugirió el Riojano.
—Me parece muy buena idea —contestó Cari manifestando su agrado con un gesto.
Gorri, que esperaba su ración de chocolate, al verse privado de él, no mostró muy buen semblante, pero el entrecejo le duró lo que tardó en meterse el taquito de jamón en la boca, nunca lo había comido, y el descubrir este nuevo sabor le marcó para el resto de su vida, desde entonces, siempre que ha tenido oportunidad ha pedido jamón como plato preferido. El segundo día no se manchó, pero una vez terminado el jamón y habiendo descubierto todos los rincones del lugar, se impacientó por salir y seguir descubriendo mundo, y Cari tuvo que dar por terminado su trabajo de campo mucho antes de lo que hubiese deseado.
—Hola, Paka —dijo Cari al día siguiente, cuando fue a recoger al niño para continuar con su investigación.
—Gorri ha estado pidiendo agua constantemente, ¿le das algo de beber en la merienda? —preguntó Paka.
—Pues no, me daba miedo que se manchase —contestó Cari.
—No digas tonterías, tiene que estar hidratado, así que haz el favor de darle agua de vez en cuando —concluyó Paka.
Así lo hizo en la tercera visita al Riojano, en la que Gorri repitió currusco, taquitos de jamón y agua, y en cuanto terminó, dio por finalizada la visita y Cari se vio obligada nuevamente a sacar a ver mundo a Gorri mucho antes de lo que a ella le hubiese gustado.
En la cuarta visita, el Riojano y Cari estaban preocupados por el poco tiempo que Gorri les dejaba para disfrutar de su coqueteo, así que el Riojano hizo una sugerencia:
—Se me ha ocurrido —dijo el Riojano dirigiéndose a Cari—, que podíamos hacer con Gorri lo que mis padres hacían conmigo cuando era pequeño y no les dejaba tranquilos.
Cari levantó la cabeza, aquello le había interesado.
—Pues me daban aguavinito, que es agua mezclada con vino de Rioja, eso sí, crianza, para que no me hiciese daño, y eso me dejaba la mar de tranquilo —explicó el Riojano.
—Ah, pues podemos probar a darle aguavinito a Gorri para ver si se queda tranquilo —contestó Cari entusiasmada con la idea.
A Gorri le gustó aquella combinación de pan, jamón y aguavinito.
—Abavinito quere sobinito —decía Gorri cada vez que quería repetir ración.
Al Riojano y a Cari les hacía tanta gracia la petición que le preparaban el líquido combinado las veces que hiciese falta hasta que «el sobinito» se quedaba dormido sobre el mesón y, de este modo, con la pócima milagrosa, Cari y el Riojano pudieron dedicarse a lo suyo sin contratiempos.
Cari dedujo que el Riojano era mañoso y sabía cómo tratar a los niños, así que, jornada a jornada, fueron consolidando su relación mientras Gorri disfrutaba de una abundante merienda bien