Las hermanas Cari y Edurne no acababan de reconciliarse a pesar de que su lucha por ver quién se hacía con Gotzi había finalizado. El campo de batalla era el mismo, pero el objetivo a conquistar había cambiado, ahora se trataba de ver quién conseguía casarse antes.
—Papá —dijo Edurne llena de alegría—. Hemos estado hablando Gotzi y yo y hemos decidido casarnos en la primavera del año que viene.
—Pero qué dices —saltó al instante Cari, como si le hubiesen pisado el pie—. En la primavera del año que viene nos casamos nosotros.
—De eso nada, yo lo he dicho primero —argumentó Edurne.
—Pues que sepas que si lo haces no pienso asistir ni invitaros a la mía.
—A ver, hijas —decía el padre algo enfadado—. Me parece mentira que las dos queráis casaros, que exige un ejercicio de madurez, y os comportáis como si fueseis unas chiquillas, me parece bien que lo queráis hacer en primavera, es una bonita estación para hacer una boda, pero una en la primavera del año que viene y la otra, un año más tarde. Tened en cuenta que dos bodas muy juntas en el tiempo someten a un excesivo estrés a familiares y amigos, especialmente a los que, viviendo fuera, se tienen que desplazar, y es mejor dejar un prudente espacio entre ambas bodas para la recuperación económica de los invitados.
—Ya, papá —argumentaba Edurne cargada de razones—. Mi relación ha comenzado antes y ya llevamos casi dos años de novios, por lo que es lógico que tenga preferencia a la hora de elegir la fecha.
—Sí, pero para casarse se necesita dinero —contraatacaba Cari—. Y Gotzi ha terminado de estudiar, pero aún no ha encontrado trabajo. En cambio, yo tengo solucionados los ingresos y la casa y puedo casarme en cualquier momento sin necesidad de tener que esperar a consolidar la situación económica.
—A ver, a ver —intermedió el padre—. Debéis ser capaces de resolverlo entre vosotras, a lo largo de la vida os tendréis que enfrentar en más de una ocasión a situaciones delicadas que os obligarán a entenderos y yo no estaré aquí para ayudaros, por lo que os recomiendo que hagáis este ejercicio de diálogo y compromiso para aprender a afrontar lo que el futuro os depare.
El Riojano se había dedicado más a trabajar que a estudiar y Gotzi se había pasado la vida estudiando sin más oficio ni beneficio, así que no disponía de una fuente que le reportase ingresos. Sus mundos y aficiones eran tan diferentes que nunca habían coincidido en actividades conjuntas por no haberlas. Gotzi se creía algo superior, aunque no tenía una perra chica ni para comprarse un pantalón y el Riojano, aunque no le faltaba un duro en el bolsillo, se creía de una casta inferior por tener menos estudios que Gotzi, por lo que, aunque las dos hermanas estaban emparejadas, no compartían paseos, ni baile, ni mesa de casino, ni confidencias fraternales.
Aquel verano de 1958, como cada quince de agosto, el día de la Virgen de Andramari, todo el pueblo se encontraba atareado en los preparativos para asistir a la romería en el monte de Amézaga. A las once era la misa de campaña en la explanada que ocupaba el campo de fútbol, la misa era oficiada por Donostia, a la que seguía un rosario por ser el día de la Virgen, todo ello en latín culto. Luego había juegos de sacos y cucañas y una exhibición de aeromodelismo del club del mismo nombre de la capital, tendría lugar en el mismo espacio que había servido para realizar la misa, de allí se daba paso a la pitanza, en la que cada familia se esmeraba por llevar lo mejor de su repertorio culinario: tortillas de patatas con y sin cebolla, ensaladillas rusas, filetes también rusos, albóndigas, croquetas, filetes empanados, empanadas de diferentes rellenos y empanadillas, para que no faltase nadie de la familia de empanadas ni de los rusos. Todo esto se regaba con vino tinto de Rioja en bota y en porrón, agua fresca de botijo, gaseosas y Kongas de naranja y de limón. Los postres eran a base de fruta, compotas y queso de oveja con membrillo y con nueces, abundaban los pucheros de café o achicoria, que se calentaban en pequeñas hogueras para finalizar con licores espirituosos entre los que no faltaba el patxaran casero llevado por cada alquimista que se había ocupado de recoger las endrinas, comprar el anís en la bodega de Atxa y hacer el preparado particular añadiendo o no canela, granos de café y algunos otros secretos que, por serlos, nadie conocía.
Aunque todo comenzaba con grupos de una misma familia, poco a poco la gente se movía para probar las especialidades de otras y era por ello que las amas de casa se esmeraban al máximo para que todos recordasen su aportación como la mejor de aquel año. Con la panza llena y el corazón caliente se daba paso al baile, amenizado por la banda del pueblo, donde tocaba el clarinete el tío músico y padrino de Gorri y en el que Donostia se esforzaba doblemente, ya que tras tantos alcoholes y rodeados de una naturaleza pletórica de vida que alentaba al apareamiento, las parejas tendían a apretarse más de lo que las leyes de la moral y la decencia pública lo permitían y a apartarse detrás del mato si la ocasión se presentaba.
Durante todo el camino que lleva del pueblo al monte Amézaga, las hermanas estuvieron discutiendo sin parar y el padre estaba ya con la cabeza loca de tanto oírlas, al igual que el resto de acompañantes, que no eran otros que su madre, Paka, Patxi y Gorri.
—Edurne, si te parece, durante la misa tu y yo con Gorri, que no va a aguantar tanto tiempo tranquilo, buscamos un buen sitio y preparamos un pequeño fuego para calentar la achicoria —propuso Paka con la idea de separar a las dos hermanas durante un rato y tener la fiesta en paz.
—Me parece estupendo, Paka —respondió Edurne con sorna—. Así me aparto un buen rato de esta pesada, que me tiene harta, y charlamos tú y yo de nuestras cosas.
—Anda, sí, idos las dos de una vez y dejadme tranquila, que me estáis dando el día de la Virgen —contestó Cari.
—Oye, a mí no me metas en vuestras historias, que yo hasta ahora no he abierto la boca —puntualizó Paka.
Gorri se divirtió mucho recogiendo palitos para hacer la hoguera, colocando el mantel en el suelo con unas piedras para que no se volase con el aire; luego puso platos y cubiertos. Todo esto era nuevo, y como todo lo nuevo que aparecía en su vida, se encontraba fascinado por el descubrimiento. Se reía con las cucañas y las carreras de sacos y se asustó con el ruido de los pequeños motores de los aviones en miniatura que, cogidos por el extremo de una de sus alas con una larga y fina liza, volaban en círculo alrededor del especialista manipulador de aviones en miniatura.
A la hora de la comida, Paka le colocó a Gorri una gran servilleta de tela para cubrir su inmaculada ropa blanca compuesta por camisa con chorreras, pantalón corto con cinturón blanco y zapatos blancos con calcetines blancos; era el niño más blanco de todos los niños blancos allí presentes y Paka estaba orgullosa de ello y quería mantenerlo así de blanco todo el día.
Gorri probó un poco de casi todo lo que le ofrecieron y pronto aparecieron algunos miembros de otras familias para hacer las catas de lo mejor de la casa y cómo no; allí estaban los primeros Gotzi y el Riojano, que enseguida saludaron a Gorri con todo su cariño ante la sonrisa cómplice de las dos hermanas —cómplice con sus respectivos, que no entre ellas—. También apareció un perro desconocido de esos que se pasean de pueblo en pueblo viviendo de la caridad, de pelo marrón y mirada dulce. El perro se acercó, fijando su vista en los trozos de comida que Patxi se llevaba del plato a la boca hasta que los engullía, tenía una expresión tan tierna aquel perro que Patxi no pudo menos que compartir su bocado con él, operación que se repitió varias veces y que prosiguió, invitándole a Gorri a que diese con su mano unos trocitos de filete empanado al agradecido perro. Gorri se entretuvo en aquella operación que le resultó de total agrado, era la primera vez que le dejaban alimentar a un animal de un modo tan personal, hasta que el perro, cansado de tanto filete empanado, se fue a probar suerte en otra familia y Gorri lo siguió con el trocito de filete, ofreciéndoselo para que no se marchase. Cuando llegaron donde los Madinabeitia le dieron a Gorri un trocito de filete ruso que este compartió con el perro ante las risas de todos los asistentes. Cansados de filetes rusos, probaron suerte donde los Asurmendi, que habían preparado espinacas con besamel y le dieron un platito a Gorri que se lo ofreció a su acompañante, al que había bautizado como Perro, llamándolo de este modo constantemente,