El gorrión en el nido. José Antonio Otegui. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Antonio Otegui
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418090738
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su gesto, se oía el griterío de los niños en el pórtico, esperando a que saliese el padrino y les tirase las perras gordas y las perras chicas acompañadas de caramelos, como era la costumbre en los bautizos del pueblo.

      V

      DE CÓMO GORRI EJERCIÓ DE PSICÓLOGO

      El pequeño pueblo del interior del País Vasco en el que había nacido Joseba Gorrikoetxeabengoa disfrutaba de un paisaje siempre cambiante y siempre hermoso. Había llegado a este mundo en una primavera explosiva, como meretriz preparada para recibir a su mejor cliente, llena de colores, de aromas, prometiendo fertilidad y vida por doquier, ofreciendo desenfreno sin límite a todos los sentidos; olores dulzones, colores vivos, sonidos de miles de pájaros, frutos silvestres pequeños pero sabrosos hasta hacer daño al paladar, hierba fresca y pétalos de mil flores. Luego llegó el verano, lleno de risas que se oían allí donde hubiese un niño, noches cálidas de solano con los abuelos tomando la fresca y contando mil historias, las eras con las vacas arrastrando el trillo y los mozuelos montados en él como si de un barco surcando los mares se tratase, dando vueltas sin fin. Le siguió el otoño de soles bajos y rojos, con árboles y suelos alfombrados de hojas amarillas, rojas, verdes, naranjas y arcoíris, y estruendo de cazadores y perros en el paso de palomas cobrándose sus piezas. Finalmente, el invierno lleno de nieve, de chupones de hielo que colgaban de los tejados, de silencios blancos, luminosos, donde el río dejaba de sonar y los pájaros callaban sus trinos y la brisa helada curtía el rostro y las piernas desnudas de niños con obligados pantalones cortos. Todo esto tenía el pequeño pueblo donde había nacido, aunque aún no era consciente de ello. Del primer año de su vida nada quedaba en su memoria.

      En numerosas ocasiones se había esforzado en rescatar alguna imagen, cerrando los ojos y apretando, como si estuviese estreñido, pero lo que había conseguido ver son apenas unos recuerdos desvaídos y difíciles de situar en el tiempo. Creía recordar que le acostaban en la misma habitación donde dormían sus padres, en un espacio que se abría entre el pie de la cama del matrimonio y la pared, y recordaba también unos filamentos rojos como de una resistencia de calefacción eléctrica, que brillaban en la oscuridad. Vagamente, tenía consciencia de haber visto a sus padres desde su cuna acostados en el mismo lecho, tan vagamente como creía recordar cuando su madre le bañaba en la cocina, en una especie de bañera de lona plegable que rellenaban de agua caliente y que vaciaban soltando un tapón que se encontraba en la parte inferior.

      El hecho de que Joseba no recordase nada de su primer año de vida no quiere decir que no sucediesen un montón de acontecimientos a su alrededor. Durante este tiempo, fruto del matrimonio de su tía con el músico, nació su prima Blanca y la tía, que vivía al otro lado de las montañas, tuvo a su prima Garbiñe. Las hermanas de Paka, arrastradas por el reflujo de la boda de su hermana, comenzaron a tomar posiciones para encontrar pareja entre los mozos del pueblo, al abuelo le habían nombrado concejal en el ayuntamiento y la abuela se había hecho cargo de un surtidor de gasolina que había en la esquina del prado del amo.

      El primer año en la vida de un bebé somete a su madre a un desgaste importante entre cambiar y lavar pañales, dar el pecho al pequeño cada poco tiempo sin respetar las horas de sueño de su progenitora y seguir atendiendo el resto de labores de la casa, gallinero incluido. Para una madre, que además es primeriza, el llanto de un niño al que no consigue consolar, ya sea por sus primeros dientes, por los gases que no acaba de expulsar o porque se aburre y quiere atención, supone una carga adicional teñida de un sentimiento de impotencia que puede llegar a derrumbarla, sobre todo si no consigue dormir las horas suficientes un día tras otro. Paka padeció lo que la mayoría de las madres padecen, y para poder descansar se apoyó todo lo que pudo en su familia, como la mayoría de las madres lo hacían, y delegó en la abuela, que siempre que sus obligaciones se lo permitían ayudaba en todo lo posible con las necesidades del recién nacido, hecho que, por otra parte, era del total agrado de todos.

      Si el niño estaba durmiendo en su cuna en la habitación de sus padres y se le oía algún sonido, enseguida salía la abuela pasillo adelante diciendo aquello de que su «gorrión» ya estaba cantando, que ahora iba a su encuentro para llenarle de besos. De tanto llamarle «gorrión» todos le acabaron llamando «gorrión» y se pasaban el día con el «gorrión» para arriba, el «gorrión» para abajo, y por ese afán de ahorro que distingue a toda la familia de Paka acabaron castrando al «gorrión», dejándolo en «Gorri»; desde entonces arrastró aquel alias a lo largo de su vida, sin que él hubiese tenido ni arte ni parte en aquella decisión tan importante, como muchas de las decisiones que llegaron a afectar a Gorri sin que él tomase parte en ellas.

      Finalmente —y tras varios ensayos—, se decidió que Paka echase la siesta todos los días para estar fresca el resto del tiempo que necesitaba dedicar al pequeño y que, durante el descanso de Paka, la abuela se hiciese cargo de atender a Gorri, y si ella no podía se haría cargo una de sus tías, así que todas las tardes Gorri contaba con la presencia de su abuela o una de sus tías, quienes amenizaban con sus charlas las horas vespertinas del bebé.

      Las hermanas de Paka eran Edurne y Caridad, se llevaban apenas nueve meses y un día, así que crecieron juntas, como si de hermanas gemelas se tratase. Edurne había querido ser rubia desde pequeña y ante la insistencia su madre le aplicó en el pelo infusiones de manzanilla un día tras otro, hasta que se quedó rubia y comenzó a lucir una hermosa melena rizada de ese color al que acompañaba un grácil cuerpo pizpireto y sonrisa heredada de su madre, por suerte no le castraron el nombre, ya que quedaba Edu, que era nombre de varón, pero con Caridad era diferente y todos la llamaban Cari que, además, quedaba muy femenino, como femeninos eran sus andares con un ligero contoneo muy sensual acompañado del movimiento de su larga melena morena. Tanto Edurne como Cari se turnaban con la abuela en los cuidados de Gorri y, de paso, se entrenaban en el mundo del cuidado de los bebés, al que querían acceder lo antes posible como demandaba su biología, el ejemplo de su hermana y la presión social.

      Las rutinas de la tarde comenzaban cuando Paka había terminado de recoger la cocina y Patxi regresaba a la fábrica tras su cabezada, a esa hora Gorri empezaba a cantar como si de un reloj suizo se tratase y pedía su comida a gritos, como lo hacen los vascos cuando tienen hambre; parecía que los gritos se oyesen en todo el pueblo, ya que al momento se presentaba la abuela o una de sus hijas y ayudaban a Paka con el aseo, cambiar al niño, lavado de pañales, dejarlo limpio como un día despejado y charlar con Paka mientras amamantaba al bebé, que bien pareciese que iba a deshincharla de los chupetones que pegaba. Terminado este ritual, Paka se retiraba a su cuarto a descansar y Gorri, con la barriguilla llena y tras haber soltado todos los gases como truenos, se quedaba tumbado sobre unas mantas puestas sobre la mesa mientras le hacían cosquillas, le cogían de los mofletes o le hablaban dirigiéndose a él como si las entendiese, mientras el pequeño atendía a la conversación como lo hace un perro con su amo, escuchando sin interrumpir, ladeando la cabeza de un lado a otro sin apartar la vista y variando la expresión, subiendo y bajando las cejas, incluso en ocasiones, si veía risas, se reía y se agitaba moviendo brazos y piernas con gran alegría.

      La primera en relatar sus inquietudes en las tranquilas tardes de La Central fue la abuela, pero no tardaron en seguirle con las suyas las hermanas Edurne y Cari, sin que entre ellas hablasen nunca de la facilidad de escucha que poseía el niño y la tranquilidad que les daba el desahogar con él sus vicisitudes, penas y alegrías.

      —Mira, Gorri —le decía la abuela preocupada—. Edurne y Cari siempre se han llevado bien, pero, últimamente, les falta tiempo para saltar por cualquier nimiedad contra todo y contra todos. He intentado indagar en lo profundo de sus corazones, que siempre han estado abiertos para mí, pero ahora ambas han cerrado sus puertas y cualquiera que sea su pena se la guardan para ellas insistiendo en que nada les pasa. Pero algo les pasa —continuaba contándole la abuela a Gorri—, porque sus miradas están perdidas, su silencio es como el de una cueva y parecen cepos de ratón que, a la menor brisa, brincan sin coger presa perdiendo el cebo. Por mucho que digan que no les sucede nada sus hechos hablan por ellas y los hechos dicen a gritos que algo pasa por sus cabezas, o por sus corazones, por mucho que ellas lo nieguen.

      Todo esto le decía la abuela a Gorri mirándole a los ojos sin que él apartase los suyos de los de ella, atento a cada una de sus palabras.

      El