Edurne veía cómo los meses pasaban y Gotzi no comenzaba a traer un salario, por lo que las esperanzas de casarse en primavera, al mismo tiempo que su hermana Cari, se iban desvaneciendo, además, no tenían a quién recurrir, ya que no era cuestión de tener buenas relaciones, sino de que los posibles puestos de trabajo que les servirían para llevar adelante su proyecto y para los que Gotzi estaba formado se encontraban todos ocupados y sin una posibilidad clara de que pudiesen quedar vacantes en breve, salvo catástrofe, lo que no era su deseo.
Ante un panorama tan poco halagüeño y tras varios intentos fallidos por resolverse el futuro dentro del pueblo, Gotzi decidió ir a buscar fuera lo que le hubiese gustado encontrar dentro y se dirigió a la capital, donde había estado estudiando los últimos años y donde las posibilidades de encontrar un puesto eran mayores, ya que el número de empresas, los contactos y amistades que había establecido en su época de estudiante, y la diversidad de trabajos a los que podía acceder, aumentaban considerablemente sus posibilidades de tener éxito. Nuevamente, cogía el coche de línea por la mañana y regresaba en el último de la tarde, donde todos los días le esperaba Edurne a ver si había tenido suerte y por fin podían hacerse planes de boda.
Gotzi se dirigía a los polígonos industriales, preguntaba si necesitaban personal para administración y dejaba sus datos. En alguna de las empresas le hicieron pasar para entrevistarlo, pero su falta de experiencia era un obstáculo contra el que chocaba una y otra vez. Por las tardes, volvía a sus rutinas de estudiante, visitando el frontón, jugando alguna partida de mus y tomando unos txikitos para mantener viva su activa vida social.
Edurne quería ser optimista y le alentaba diciendo aquello de «no te preocupes que algo saldrá», pero en el fondo se desesperaba al ver que las semanas se sucedían sin que se obtuviese ningún resultado, incluso comenzó a dudar de que la búsqueda fuese tan activa como Gotzi le decía, dudas que se vieron acrecentadas cuando, a mediados de octubre, Gotzi se fue de caza de palomas con sus compañeros de batidas y estuvo casi un mes tiro arriba tiro abajo, merendola va merendola viene, sin apenas dedicar tiempo y esfuerzo al que debiera haber sido su principal objetivo y objeto de su caza, que no era otro que el de obtener una buena presa llamada trabajo.
Mateo, el de la goitibera, que hacía de taxista, era cartero y vendedor de periódicos, se acercó a Edurne a primera hora de la tarde.
—Hola, Edurne, ¿has visto a Gotzi?
—Está cazando en Palorzas, no creo que regrese antes del fin de semana —contestó Edurne con gesto de desaprobación.
—Es que tengo una carta para él, si te la entrego, ¿se la darás?
—Por supuesto, Mateo, dámela —extendió la mano Edurne.
Edurne, viendo que la carta era de la empresa Michelin de la capital, pensó que podía ser importante y estuvo a punto de abrirla, pero como la habían educado para no leer la correspondencia de los demás se abstuvo y con lo puesto decidió irse a Palorzas a entregársela a Gotzi.
El camino a Palorzas, donde cazaba Gotzi, no era fácil ni corto. Primero tenía que ir hasta Kukuma, que era una zona relativamente conocida y por donde solían pasear e ir a pescar cangrejos con retel, de allí tenía que subir hasta la txabola de Martín, en las faldas del pico Umandia, que es una parte dura, ya que el desnivel es de varios cientos de metros. Finalmente, había que internarse en el bosque de Apota y atravesarlo, al final del bosque se encontraba Palorzas, donde, siguiendo el sonido de los tiros, daría con Gotzi.
Todo fue bien hasta Kukuma, pero se complicó en la subida a la txabola de Martín, con las prisas y las ganas no se había aprovisionado de alimento alguno ni de ropa adecuada y arriba el viento frío del norte y la niebla la hicieron sentirse frágil y a merced del clima, pero donde realmente se complicaron las cosas fue en el bosque de Apota. La niebla apenas dejaba ver el camino y el húmedo rocío la empapaba, helando sus huesos hasta el tuétano. Al poco de entrar en el bosque, ya se encontraba desorientada y sin rumbo, congelada y asustada, sin entender muy bien cómo había llegado a aquella situación.
Con niebla no pasan las palomas y sin pasar palomas los tiros pierden su sentido, y sin el sonido de los tiros, no hay forma de orientarse en la oscuridad de la espesa y húmeda niebla. Así que Edurne deambulaba sin rumbo ahora hacia la derecha, ahora hacia la izquierda, ahora al frente, ahora retrocediendo, le asustaba la posibilidad de que anocheciese, con niebla y de noche podría no salir de allí con vida, además, no había informado a nadie de hacia dónde se dirigía por lo que, aunque la echasen de menos, difícilmente podrían dar con ella. Una posibilidad era bajar y buscar el cauce de un arroyo y seguirlo, pero esto le podía llevar a las simas de la Lece, donde nunca nadie podría encontrarla.
Empapada, llegó por casualidad a la fuente Culeca donde alguna vez había estado con su madre recogiendo frascos de aquel agua por sus cualidades sanadoras —especialmente para los problemas con la piel—, la reconoció enseguida por su olor a huevos podridos y allí pudo orientarse, sabía que siguiendo el sendero que subía serpenteante llegaría a Palorzas y tiró camino adelante sin mirar hacia atrás hasta alcanzar el alto de la loma donde pudo encontrar el primer puesto de palomas y los primeros seres vivientes cuya presencia la llenó de alegría.
Viéndola con tan desaliñado aspecto, como si se tratase de una aparición de un ser de los que habitan los bosques y nunca se dejan ver, los cazadores allí presentes enseguida la llevaron junto al fuego y la cubrieron con una manta, ofreciéndole un buen caldo de gallina con una yema y abundante vino tinto, lo que la hizo revivir casi de inmediato y le permitió relatar las circunstancias que la habían llevado a encontrarse de aquella guisa tan poco ortodoxa.
—Gracias por atenderme —dijo Edurne en cuanto se encontró algo recuperada—. Es que tengo que encontrar a Gotzi, ha llegado una carta para él que creo que puede ser importante y sin pensármelo dos veces he decidido venir a su encuentro sin darme cuenta de que estaba cometiendo una locura.
—Locura de amor, alma de cántaro —dijo uno de los cazadores—. Yo sé el puesto en que se encuentra y voy a buscarlo, tú quédate aquí recuperándote que aún tenéis que bajar hasta el pueblo.
—Yo os puedo dejar mi mula —añadió otro cazador—. Así llegaréis antes de que se haga de noche y aquí no me hace falta, la necesité para subir todo el material, pero ahora puede dormir en el establo.
Así, entre unos y otros, todo quedó organizado, y Edurne, por primera vez tranquila tras tan desagradable y arriesgada experiencia.
Cuando llegó Gotzi, se dieron un abrazo y él le reprochó la locura que acababa de hacer.
—¡Pero a quién se le ocurre!, podría haberte ocurrido cualquier desgracia.
—Bueno, lo importante es que he dado contigo —contestó Edurne.
Gotzi abrió la carta y enseguida comenzó a leer en voz alta:
Muy señor nuestro:
Como continuación a las conversaciones mantenidas con Ud. para optar al puesto de comercial que estamos ofertando, nos es grato comunicarle que debe presentarse para ocupar dicho puesto el próximo miércoles 19 de noviembre a las ocho de la mañana en nuestras oficinas, entendiendo que de no hacerlo renuncia usted al puesto.
Atentamente...
—¡Dios mío!, el 19 de noviembre es mañana —exclamó Edurne, ilusionada por el trabajo y nerviosa por la situación.
—Menos mal que se te ha ocurrido venir —dijo Gotzi.
Cuando llegó la primavera, las dos parejas tenían