Diez razones para amar a España. José María Marco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Marco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241421
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a tanto, al menos era hora de reconocer las originalidades particulares del español hablado en América. Así lo hizo el gramático Andrés Bello, que propuso una reforma ortográfica adaptada al habla chilena. Bello, que era un gran humanista, rectificó luego. Insistió en la importancia de «la preservación de la lengua de nuestros padres, en su posible pureza, como un modo providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español». Con los años, las academias y las universidades de uno y otro lado del Atlántico sumaron fuerzas para evitar la ruptura del idioma común.

      Las reivindicaciones indigenistas y la obsesión multicultural volvieron a plantear objeciones a la lengua única. Hay quien piensa que el español se ha convertido en una koiné, un instrumento lingüístico sin raíces, de dimensión puramente utilitaria, que sirve para que puedan comunicarse hablantes de culturas distintas… también de distintas lenguas. De ser así, un colombiano, un mexicano, un chileno y un español hablarían lenguas diferentes, como diferentes serían sus culturas.

      Nada indica que esto haya ocurrido, ni siquiera en Estados Unidos, donde los hispanoparlantes viven en una sociedad de lengua inglesa. El famoso spanglish no es un idioma, ni siquiera un dialecto, inicio posible de una lengua. Es la forma en la que algunas personas se comunican en situaciones de bilingüismo, con saltos permanentes y no reglados de uno a otro idioma. Es muy difícil de trasplantar de una comunidad a otra, e imposible de codificar por su carácter espontáneo y el cambio permanente que constituye su esencia. El spanglish, a pesar del esfuerzo que se ha hecho, incluida la traducción de clásicos como el Quijote, no parece destinado a tener un gran futuro como lengua. En los años sesenta y setenta, también los españoles emigrantes en Francia practicaron el fran-pañol.

      Según el Instituto Cervantes, 480 millones de personas hablan español como lengua materna. Es la segunda lengua materna del mundo por número de hablantes, tras el chino mandarín. El porcentaje de población mundial que lo utiliza como lengua nativa está aumentando, aunque sea por razones demográficas. En 2015, el 6,7% de la población mundial era hispanohablante, porcentaje que destaca por encima del correspondiente al ruso (2,2%), al francés (1,1%) y al alemán (1,1%). Las previsiones estiman que en 2030 los hispanohablantes serán el 7,5% de la población mundial. Dentro de tres o cuatro generaciones, el 10% de la población mundial se entenderá en español. Más de 21 millones de alumnos lo estudian ya como lengua extranjera. Y según un eurobarómetro de 2018, es la lengua que más quieren aprender los europeos menores de 30 años —preferencia mayoritaria entre los alemanes, belgas, holandeses, irlandeses, británicos, franceses, daneses, suecos, fineses, luxemburgueses, italianos, austríacos, eslovacos, húngaros, polacos, estonios, búlgaros y griegos—.

      El Atlas de la lengua española en el mundo destaca algunas características del español como lengua internacional. Es un idioma homogéneo. La mayor parte de los países hispanohablantes ocupa territorios contiguos. Tiene carácter oficial y vehicular en 21 países del mundo. También es una lengua en expansión y es propia de una cultura internacional. Eso explica la importancia económica del español, relevante en los intercambios comerciales y en las inversiones, con más de 103.000 empresas que desarrollan su trabajo en el terreno cultural y un sector editorial de primera importancia, extendido por todo el territorio hispanoparlante. En una sociedad posindustrial, donde el sector servicios es el predominante, la lengua, como recordó Ramón Lodares, es dinero.

      A uno y otro lado del Atlántico, seguimos hablando el mismo idioma. Las diferencias de pronunciación, de vocabulario y a veces de sintaxis no varían ese dato fundamental. Y sigue siendo algo milagroso, para un hispanoparlante, desembarcar del otro lado del océano y seguir hablando el mismo idioma. También es cierto que desde el momento en que los españoles llevaron el castellano al Nuevo Mundo este adquirió vida propia y cualquier pretensión de superioridad o patrimonialización por parte de los hispanoparlantes españoles está abocada al fracaso.

      Del «¿Cómo se dice “te quiero” en guaraní?» escuchado en el centro de Madrid, tan importante como la respuesta es, llegados a este punto, la pregunta en sí.

      En el siglo xiii, Yehudá ben Selomó al-Jarizi, traductor judío, nacido en Barcelona y residente luego en Toledo y en Oriente, dijo de su país:

      Me ha sido referido en mi juventud que España era una delicia para los ojos. Su luz era como «un sol en medio de los cielos». El perfume de su tierra era para el paladar como miel. Su aire era vida de las almas, su tierra la mejor de las tierras. Era el esplendor de las almas, «la alegría de Dios y de los hombres». Los frutos de sus jardines eran como estrellas del cielo, su tierra como «un lirio de Sarón, una rosa de los valles».

      El elogio de España venía de lejos, de tiempos de los griegos y los romanos, que se esforzaron por trasladar la belleza de aquel país. Después de san Ildefonso, Alfonso X, en uno de los primeros textos escritos en prosa castellana, renovó la tradición y refundió los antiguos elogios con la evocación de las Escrituras Sagradas. España se refina aún más como materia literaria. La literatura imagina la realidad con tanta intensidad que se incorpora a ella y la crea de nuevo.

      En el siglo xvi, la imaginación de los españoles andaba poblada de Amadises, Orianas, Esplandianes, Palmerines y Felixmagnos. Habiendo salido en busca de aventuras y en defensa de la justicia y el honor, lo mínimo que había hecho cualquiera de estos caballeros era conquistar una isla encantada y derrotar un ejército de gigantes. Hubo algún intento un poco más realista, como Tirant lo Blanc. Como era de esperar, no tuvo éxito. Los españoles preferían las maravillosas aventuras del caballero del Febo o de Palmerín de Oliva.

      Los libros de caballerías tienen autor, pero casi nadie lo recuerda. Lo importante era el soplo de la imaginación, que antes se había plasmado en otra forma de expresión, esta vez sí anónima, y en verso: fácil de retener y de difundir, por tanto. Fueron los romances, sobre los que se debatió mucho tiempo si eran obra de poetas anónimos o creación popular espontánea. Los estudiantes de hace unos años nunca logramos saber cuál de las dos hipótesis era la buena. Lo que cuenta es que crearon una conciencia común: historias compartidas, virtudes y ejemplos de actuación, una cierta estética hecha de concisión y movimiento, y la música del verso octosílabo. Más tarde, dieron pie a la variedad melódica y rítmica del teatro nacional. Muchos de estos romances se atienen a los datos de la realidad, aunque sea inventada: lo sobrenatural quedaba reservado para la poesía santa. También hubo romances novelescos —con muertos de amor— y otros, como los de frontera, que contaban historias caballerescas entre moros y cristianos. Algunos alcanzaron el límite de lo fantástico y lo erótico, como el del conde Arnaldos, del que no sabemos si se dejó seducir por el canto de un marinero.

      Luego llegó Cervantes. Con don Quijote, los españoles empezaron a reírse de aquellas locuras que tanto les habían inspirado. Era la hora del desencanto y con él del realismo. Esta interpretación, un poco existencialista, de ribetes nihilistas, triunfó cuando las elites españolas impusieron una historia desgraciada de su país.

      No era obligatoria. Don Quijote, sin ir más lejos, muere cuando deja de creer en su sueño. La locura del hidalgo es algo más que un simple extravío. Además, el personaje, con la ayuda de su creador, ha instaurado una realidad nueva en la que vivirá para siempre. Antes incluso de su muerte, las aventuras del hidalgo en busca de su ideal de justicia y de amor habían pasado a formar parte de la realidad española. En tiempos de don Quijote, el Romancero nuevo recreó con una renovada brillantez la antigua forma popular, más novelesca que nunca. Tal prestigio tenía esta que hasta los más grandes poetas, entre ellos Lope y Góngora, se plegaron al requisito del anonimato. Era el homenaje a una creación que a todos pertenecía.

      Sobrevivieron también otras formas literarias que hoy nos parecen tan lejanas y artificiales como los libros de caballería. Son las novelas de aventuras (el Persiles del propio Cervantes, su obra última y predilecta) y los libros de pastores (género que el mismo autor cultivó en La Galatea, de la que prometió una segunda parte hasta el final). Las dos sedujeron durante mucho tiempo la imaginación de los españoles con sus