Diez razones para amar a España. José María Marco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Marco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241421
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los gatos, con Marramaquiz y Micifuz enfrentados por Zapaquilda, gata «mirlada», la nueva Elena, esta vez de una Troya de tejados y azoteas madrileños.

      La historia del joven Lope con Elena Osorio se había convertido en pura materia poética, idealizada hasta el extremo, pero también cada vez más rica, más densa en significado y más saturada, por tanto, de poesía. Lope presta su genio poético a sus criaturas, pero también las hace participar de su propia personalidad y sus preocupaciones estéticas. Todos piensan y actúan en términos poéticos, hasta el punto de que Lope, el poeta del amor por excelencia, el que con más hondura y más sensibilidad ha tratado nunca el tema amoroso, se desdobla en diversos papeles: el joven Fernando, frívolo y descarado, don Bela, el rival convertido al platonismo, o Gerarda, la celestina que todo lo mueve gracias a una extraordinaria creatividad verbal. También Dorotea, avatar último y sublimado de Elena, hace poesía, y no la de menor belleza. Mucho antes de La Dorotea, Lope había creado un personaje extraordinario, al que bautizó Belardo, y que le sirvió para representarse a sí mismo enamorado y, por tanto, para retratar al Amor.

      El culto a la belleza no impide la sordidez de la trama. Estamos en el núcleo del teatro español inventado por Lope y sus contemporáneos, el que mezcla los géneros y, al lado de la más fina disquisición psicológica, planta la figura del gracioso, o su correspondiente femenina, realistas, burlones, que se encargan de comentar la obra como lo haría el vulgo que paga su entrada y dicta, por tanto, las normas, el arte de hacer comedias. La Dorotea, sin embargo, no requiere de gracioso. La perspectiva del gracioso está en la distancia que Lope interpone entre él mismo y sus criaturas, convertidas ya, a fuerza de haber sido reinventadas una y otra vez, en seres vivos de una casi absoluta autonomía con respecto a su creador. La misma libertad que respiran los personajes del teatro español se despliega aquí, a raudales. El amor ha hecho el milagro gracias al cual alcanzan la verdad de ellos mismos.

      Esa verdad no es nunca estable y el amor juega con las criaturas de las que se ha adueñado, y que ha inventado, con la misma libertad que se toman ellas para servirle. Y para entender la paradoja —el concepto— del que se han convertido en ejemplo, Dorotea y sus compañeros, como los personajes del teatro de su tiempo, intentan sin tregua poner en claro sus sentimientos, el origen de sus emociones, la causa de sus preferencias. Son discutidores porque son poetas, como son poetas porque están enamorados. Por eso buena parte de La Dorotea transcurre en largas conversaciones que en apariencia no hacen avanzar la acción. Así es como Lope recreó el formato de diálogo, mucho más extenso, y aún más libre, que lo que permitía la impaciencia del público teatral. La «acción en prosa» parece más poesía que acción, e incluso que prosa. Es que los personajes quieren poner en claro lo más importante: su propia verdad poética. La Dorotea es uno de los grandes tratados de amor nunca escritos, como una réplica al Banquete platónico.

      Así es como la historia triste del término de un gran amor se convierte en una celebración, broche último que clausura toda una vida dedicada a la investigación del sentido de la belleza, en particular de la belleza femenina. En su obra maestra final, la «más querida» de sus creaciones, Lope descarta la presencia y la evocación de Dios. Y sin embargo, sin Él, sin el Dios cristiano del amor y la misericordia, se entiende difícilmente que los personajes llegaran a tal grado de libertad. Tampoco se entendería bien que Lope, de vida amorosa tan atormentada e intensa como la de sus personajes, fuera capaz de tal delicadeza y, al tiempo, de tanto impudor, como si la inocencia, la abolición del pecado, solo pudiera aparecer cuando nos toca la mano del Amor y su arte.

      En 1973, muy joven, llegado a París pocos meses atrás, asistí con una amiga a una representación de teatro en la Sainte-Chapelle, la iglesia construida como si fuera un relicario en la Isla de la Cité, en el núcleo mismo de París, por el rey san Luis. La Sainte-Chapelle deslumbra por su luminosidad mística, pero aquella tarde estaba oscura y apenas iluminada por las velas y unos focos rasantes. Los espectadores habíamos recibido unas mantas para protegernos del frío y nos sentábamos en el suelo, pegados a las paredes, mientras se celebraba una especie de rito de una austeridad radical.

      Pasado el tiempo, y durante muchos años, estuve convencido de que aquella función había sido la puesta en escena de El príncipe constante de Calderón a cargo de Jerzy Grotowski. Grotowski fue un mítico director polaco que preconizaba un teatro pobre, despojado de cualquier adorno. El actor debía enfrentarse sin defensa a su condición humana. Mucho más tarde comprobé que aquella tarde no habíamos asistido a la representación de la tragedia de Calderón, sino a otro montaje de Grotowski. El recuerdo persiste, sin embargo. A fuerza de fotos y de fragmentos grabados, aquello se combina con las imágenes que suscita el texto de la obra.

      En el acto III, Fernando, infante portugués, se nos presenta casi desnudo, comido de pústulas y de piojos, tendido en una estera. Le han sacado un rato del muladar donde lo ha recluido el rey de Fez. Fernando se ha negado a ser liberado a cambio de la ciudad de Ceuta, como han negociado la casa real portuguesa y el rey marroquí. Va a pagar su constancia, la más alta virtud de un príncipe, con la humillación, el martirio y la muerte. Suplicará que lo ejecuten, pero de nada le servirá. Este Job moderno, castigado por su firmeza y su paciencia, sufrirá como sufren los animales, concentrado en su pura humanidad. Se entiende que Grotowski, en la Polonia de los años sesenta y setenta, con el totalitarismo triunfante, fuera sensible a la sugestión católica de la obra de Calderón.

      La virtud primera de Fernando es decir no a una iniquidad. Los teólogos españoles del siglo xvi habían escrito mucho, y muy bien, acerca de la libertad en la que quedan los súbditos cuando el soberano incurre en injusticia y se convierte en un tirano: el príncipe ejerce el poder, sí, pero solo en nombre de esa comunidad política y para la perfección del bien común. Contra la maquiavélica razón de Estado, este modelo de príncipe cristiano consigue salvar su ciudad para la cristiandad. (Cuando Portugal vuelva a separarse de España, Ceuta seguirá siendo española por decisión de sus habitantes). Todo respira un aire nacional muy reconocible, propio de quienes se habían empeñado en la recuperación del territorio invadido por los musulmanes y están llamados luego a defenderlo.

      No hay por tanto fatalidad alguna, ni aceptación del destino. «Firme he de estar en mi fe», dice Fernando y si acepta el martirio es para defender lo que es el fundamento de su dignidad de ser humano. «¿Quién soy yo? —pregunta a quienes le presionan para que acepte el canje— ¿Soy más que un hombre?». Y se contesta: «un hombre nada más». Cervantes, que tanto habló de la libertad, puso en labios de don Quijote unas palabras célebres sobre lo que vale. Calderón nos coloca ante el ejemplo concreto de lo que cuesta. Fernando no regatea y, al salvar Ceuta, se salva a sí mismo. Convertido en un espíritu, con una luz en la mano, conducirá la tropa portuguesa al asalto victorioso de Tánger. La constancia acaba llevando a su país al triunfo terrenal.

      En la historia, Fernando era el hijo del rey don Juan de Portugal. Fue capturado por los marroquíes y murió en cautividad en 1443, a los 41 años, con aura de mártir. Calderón trata una historia bien conocida por españoles y portugueses, que pronto tuvieron al desgraciado príncipe por santo. En su tragedia, el autor lo enfrenta a una mujer, la hija del rey de Fez. La llama Fénix, por su belleza sin duda, y como sugiriendo desde el primer momento la caducidad de ese don. Eso es lo que obsesiona a Fénix. Su primer gesto, nada más aparecer en escena, será pedir un espejo. Es una mujer triste porque su padre va a casarla con un hombre al que no quiere, a ratos melancólica —tristeza sin causa aparente— y asustada hasta el pánico por una profecía. Una hechicera africana le ha anunciado que será intercambiada por un muerto. Desde entonces Fénix vive obsesionada por esa sugestión que condena su hermosura a la podredumbre.

      Desde el primer momento, sabemos que Fernando está destinado a ser ese cadáver. En su camino de degradación, el príncipe trabajará de jardinero. La imagen procede de los Evangelios y resulta tan atractiva para la literatura española por lo que sugiere acerca de la posible recuperación de la naturaleza humana, previa al pecado y a la muerte. Así tendrá ocasión de hablar con Fénix, y en esta escena, una de las más memorables de la historia del teatro, intercambiarán dos sonetos. El de Fernando (Estas, que fueron pompa y alegría) versa sobre la caducidad de la belleza de las flores