Diez razones para amar a España. José María Marco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Marco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241421
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se estableció un modelo original en el que el castellano sería utilizado como idioma común en todos los territorios americano, pero convivía con las lenguas prehispánicas —muy pocas, por desgracia— que hubieran logrado sobrevivir. En una real cédula firmada en Aranjuez en 1768, Carlos III, movido por el celo ilustrado de normalización y homogeneidad, decretó la abolición de todas las lenguas no castellanas en territorios americanos. Ya era tarde y el modelo, el modelo español, estaba consolidado.

      La independencia trajo cambios y justificó los temores que ante el proceso manifestaron los indios. Conscientes del valor político y económico de la lengua compartida, los nuevos dirigentes impulsaron la implantación del castellano. De esos años data la castellanización definitiva de América, establecida por quienes se habían separado de España. Más tarde, en el siglo xx, los movimientos indigenistas exaltaron una mitología de lo autóctono frente a lo español, aunque habían sido los sacerdotes venidos de España los que ayudaron a preservar aquel tesoro lingüístico. Un caso extremo de esta paradoja fue lo ocurrido en las islas Filipinas. Allí los frailes ganaron la partida y las poblaciones nunca fueron castellanizadas. Las elites sí que hablaban castellano. No así el resto, que utilizaba su propio idioma o uno propio recién creado, el «chabacano», todavía hoy vivo. Muchos nombres siguen siendo españoles o cristianos. En Filipinas lo católico no se ha desprendido del todo de lo español.

      Hoy en día el quechua, o los idiomas de la familia del quechua, lo hablan unos diez millones de personas en seis países sudamericanos: Argentina, Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia y Perú, y tiene cierto grado de protección. El aimara es hablado por entre dos y tres millones de personas, sobre todo en Bolivia, pero también en Perú, en Argentina y en Chile. El náhuatl, con un millón y medio de hablantes, sobrevive en México, aunque cada vez más marginal, y el guaraní es la segunda lengua oficial de Paraguay y se habla en Argentina y en Bolivia.

      Aunque establecido por vías muy distintas, y con un resultado final muy diferente, el modelo lingüístico americano recuerda al vigente en España. Aquí también hay una lengua común, el castellano o español, que todos los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar, según precisa la Constitución, que prefiere el término «castellano» a «español». En algunos de sus territorios, existen otras lenguas que allí son cooficiales. Esta realidad se debe en parte, como en América, a la voluntad de la Iglesia católica por hablar a los feligreses en su propia lengua. Así lo estableció el Concilio de Trento —tan español, por otro lado—. También a la naturaleza de España, que tendía a la descentralización política y administrativa. Ni los intentos del conde-duque de Olivares en el siglo xvii, ni las políticas ilustradas de Carlos III, ni el tirón centralista y afrancesado del liberalismo, ni siquiera la dictadura de Franco, que exaltó una España castellanizada, pudieron con esa realidad.

      La lengua catalana, que había conocido períodos de extraordinaria brillantez en la Edad Media, decayó después, mucho antes de cualquier medida centralizadora, pero no se perdió. Con la vuelta romántica y conservadora a las culturas propias, renació el interés por el catalán. No ha vuelto a decaer. Normalizado a principios del siglo xx, bajo la dirección de grandes lingüistas como Pompeu Gener, volvió a ser una gran lengua literaria. La dictadura prohibió la enseñanza en catalán, pero pronto, en los años cuarenta, volvió a publicarse en esta lengua. La literatura escrita en catalán recobró su dinamismo con premios como el Joanot Martorell (luego Premi Sant Jordi) de novela en catalán, otorgado desde 1947. Se hablaba en catalán y se estudiaba la lengua catalana en la Universidad de Barcelona. En 1961 se fundó Òmnium Cultural, entidad nacionalista que tenía entre sus fines la promoción de la lengua catalana y que llegaría a ser de los principales promotores del secesionismo. Fue prohibida poco después, pero volvió a operar desde 1967. La vitalidad del catalán está hoy fuera de duda, aunque el haber sido utilizado como herramienta en el proceso de nacionalización de Cataluña, a partir de la Transición, le ha arrebatado parte de las simpatías que suscitaba en el resto de los españoles.

      El gallego, otra antigua lengua, y con una gran literatura, también pasó lo que ha dado en llamarse sus «siglos oscuros». Volvió más adelante a despuntar como lengua literaria con su propio Rexurdimiento, el correspondiente a la Renaixença (Renacimiento) catalana. La falta de medios llevó a que la Academia de la Lengua Gallega surgiera de una iniciativa nacida en La Habana. El gallego siempre se ha hablado en una parte muy amplia de la sociedad y, a pesar de algunos intentos, no ha sido víctima de las pretensiones nacionalistas de crear la nación gallega.

      Los vascos están orgullosos de hablar la única lengua que sobrevivió al Imperio romano, aunque fuera asimilando multitud de características del latín. También contribuyó decisivamente a la formación del castellano, nacido a su sombra. Tal era el misterio y las dificultades que rodeaban a aquella lengua venida del fondo de los tiempos, que la primera gramática que se publicó de ella, la de Manuel de Larramendi, en 1729, se tituló El Imposible Vencido. Como el gallego y el catalán, la recuperación se inició con el romanticismo conservador, aunque el impulso lo dio Sabino Arana, el ideólogo y fundador del nacionalismo vasco, auge que fue paralelo al del catalán y que estuvo imbuido de su misma ideología antiliberal y racista —en rigor, la que exhiben todos los nacionalismos—. En cualquier caso, el vascuence no es percibido con animadversión por el resto de los españoles, quizás por el misterio que rodea sus orígenes, por su dificultad o porque estos ven en lo vasco algo propio, como una clave secreta de la naturaleza de España. Los nombres vascos son hoy en día populares, y por todas partes se escuchan algunos como Iker, Asier, Ainoha, como una renovación de las clásicas Begoña y Aránzazu (y Montserrat…).

      También aquí la tradición viene de lejos. Las ikastolas —escuelas donde se enseñaba el vascuence, fundadas a principios del siglo xx— volvieron a abrirse a mediados de los años sesenta. El proceso de normalización lingüística arranca a finales los años cincuenta, cuando el lingüista Koldo o Luis Michelena, militante nacionalista que había pasado varios años en la cárcel, ocupó la cátedra de Lengua y Literatura Vascas de la Universidad de Salamanca, creada en 1958 y primera de su especialidad.

      La supervivencia y la consolidación de las tres lenguas españolas, además del castellano, es una demostración más de que España echa sus raíces en la diversidad. Las cuatro forman parte de la naturaleza misma del país, que ha encontrado una manera original de preservar esta variedad sin obstaculizar la comunicación entre todos. También es extraordinario que el castellano conviva tan fácilmente con estas otras lenguas, sin que el permanente contacto con ellas le lleve a transformaciones drásticas, de las que impiden esa interrelación. Es un éxito de las lenguas, la cultura y el Estado español. Solo las obsesiones nacionalistas ponen en peligro este equilibrio, frágil en apariencia, pero vigente desde hace muchos siglos.

      Entre otras muchas cosas extraordinarias, la cultura española cuenta con un rey traductor. Y no se trata de un rey cualquiera. Fue el hombre más poderoso del mundo, Felipe IV, llamado el Rey Planeta. Además de su labor como mecenas y protector de las artes, la música y las letras, Felipe IV se empeñó en traducir la monumental Historia de Italia del florentino Francesco Guicciardini —no demasiado amante de España, por otro lado—. Lo hizo en una prosa elegante y precisa y, como sabía que le iban a criticar porque no parecía bien que un hombre con responsabilidades como las suyas dedicara su tiempo a la traducción, se tomó la molestia de explicar que era su intención perfeccionar el conocimiento de «lengua tan copiosa como la italiana», necesaria para «quien posee tantos Estados en aquellas provincias». Tenía razón. Felipe IV, que hablaba catalán y portugués —además de francés—, era la cabeza visible de una monarquía pluralista y tolerante, como dice Luis Díez del Corral, que se pregunta si cabría imaginar a Luis XIV aprendiendo bretón, catalán o alemán. (Sabía castellano, por ser su madre una infanta de España).

      América no había simplificado las cosas. Ofrecía un panorama aún más abigarrado de lenguas que los Estados europeos de la Corona española. La monarquía de la que en el siglo xvii era cabeza Felipe IV quería convertir las poblaciones americanas en súbditos suyos, como los de Castilla o Aragón. Por eso se les aplicaron las leyes de Castilla,