Diez razones para amar a España. José María Marco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Marco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241421
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tenían que comprender lo que se decía, a riesgo de invalidar todo el procedimiento en caso contrario. Para la monarquía española, la ley era uno de los fundamentos de su presencia en el Nuevo Mundo.

      Así se creó la figura del intérprete, encargado de traducir el juicio a quienes no pudieran entenderlo. Intérprete o traductor «jurado», porque era necesario vincularlo legalmente a la fidelidad de la traducción. La preocupación, como en muchas de las leyes encaminadas a proteger a los americanos, se convierte en auténtica obsesión, con especificaciones cada vez más precisas acerca de sueldos y horarios. «Muchos son los daños e inconvenientes —escribe Felipe II en Aranjuez, en 1583— que pueden resultar de que los Intérpretes de la lengua de los Indios no sean de la fidelidad, cristiandad y bondad que se requiere, por ser el instrumento por donde se ha de hacer justicia, y los Indios son gobernados, y se enmiendan los agravios que reciben». La insistencia es signo seguro de que la regulación no se cumplía, como ocurrió con buena parte de la legislación indiana. También indica hasta qué punto el Estado, o la Corona, era consciente de las dificultades de un proyecto tan original como aquel.

      No era una situación nueva. Desde mucho tiempo atrás habían convivido en España los romances derivados del latín, las modalidades del vascuence, además del hebreo y luego el árabe. La práctica de la aljamía, que consiste en escribir en signos árabes o hebreos el castellano, no es una forma de traducción, pero indica la complejidad de la situación. Tras la toma de Toledo por Alfonso VI, empezaron a acudir a la ciudad imperial eruditos del resto de Europa y España. Llegaban para traducir los libros antiguos que se habían perdido con la cristianización y la caída de Roma, pero que habían sido trasladados al árabe, muchos de ellos por monjes cristianos de Oriente Medio. El proceso de traslación era difícil. Requería un trujamán —o traductor— que vertiese el original al castellano para poner luego este en latín. El estudioso Hermann el Alemán recuerda con frustración que para cuando consiguió traducir la Ética de Aristóteles otro monje —Roberto Grosseteste, de quien subraya con gracia su «fina inteligencia»— se le había adelantado y con mejores resultados. Había tenido acceso a los originales griegos, seguramente procedentes de Bizancio a través de la vía veneciana. Hermann fue uno de los integrantes de la famosa Escuela de Traductores de Toledo, por mucho que aquello no fuera una escuela propiamente dicha y, por supuesto, no monopolizara las tareas de traducción, presentes en otras ciudades como Calahorra y, antes, en monasterios como el de Ripoll.

      Aunque no quede rastro de aquellas traducciones castellanas intermedias, lo que parece seguro es que esta lengua se enfrentó muy temprano a unas necesidades expresivas exigentes. Tal vez ese trabajo contribuya a explicar la perfección de la prosa de la corte de Alfonso X, donde todo se escribe en castellano y los textos se vierten a lo que a partir de ahí sería el idioma del Estado. (En la Corona de Aragón se utilizaría pronto el catalán). Antes de Felipe IV, el rey traductor, estuvo Alfonso X el Sabio, que además de promocionar el saber, las recopilaciones y las traducciones se ocupaba de fijar y pulir los textos finales: rey editor, por tanto, que inventó la prosa castellana. Lengua regia, en el sentido estricto de la palabra. (También lo son el catalán y el gallego).

      En los círculos cortesanos también hubo interés por la traducción de obras literarias escritas en árabe, fueran originales o vertidas a su vez del persa, o del sánscrito. Ahí están las traducciones de clásicos como Calila y Dimna o el Sendebar, Libro de los engaños y los asayamientos (enredos) de las mujeres, uno de los escasos libros misóginos de la literatura española. La castellanización del Estado no significa que quedaran excluidas las demás lenguas de España, como iba a ocurrir en Inglaterra y en Francia. El propio Alfonso X, tan políglota y tolerante como su sucesor Felipe IV, recurre al gallego para escribir su poesía. Y en este mundo que vivía naturalmente su propia diversidad, algunos judíos, grandes traductores, tuvieron un papel crucial.

      Los españoles sucumbieron pronto a la fascinación ante el nuevo estilo literario creado en Italia, el dolce stil nuovo. Durante mucho tiempo se esforzaron por adaptarlo al castellano, como hizo el marqués de Santillana en sus Sonetos hechos al itálico modo. La empresa no tuvo éxito hasta Ausias March, en catalán, y Garcilaso de la Vega, en castellano. Los dos logran instalar la poesía catalana y la castellana en el entonces selecto club de lenguas romances cultas, equiparables en dignidad a las antiguas. Y lo hacen gracias a una genialidad poética que en su base es también imitación y traducción. Será Garcilaso, en el prólogo a la traducción de El cortesano hecha por su amigo Boscán, el que dé el respaldo definitivo al verbo «traducir», que dejará atrás otros como «ladinar» (aplicado a los judíos españoles), «romanzar» o «trasladar».

      A partir de ahí, la cultura española conoce un auténtico furor traductivo, se podría decir. En Alcalá de Henares, por impulso del cardenal Cisneros, se realiza el extraordinario trabajo filológico e impresor de editar la Biblia Políglota Complutense en latín (dos versiones: la Vulgata y otra moderna), hebreo, griego y arameo. Carlos V quiere que su hijo Felipe lea los Discursos de Maquiavelo, autor favorito del emperador. Se traducen poemas épicos, novelas pastoriles, buena parte de la literatura clásica y también obras científicas, de geometría, medicina y astronomía. El propio Quijote es, según explica el autor, obra original de un sabio moro, el famoso Cide Hamete Benengeli. Cervantes le encargó la traducción a un muchacho «aljamiado» de Toledo a cambio de «dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo».

      Otros dos pasajes del Quijote demuestran la existencia de un público atento, cultivado y con medios suficientes para que la traducción fuera rentable. Uno, durante la famosa purga de libros, cuando el barbero confiesa al cura que tiene en su poder un libro italiano pero que no sabe leerlo; en plena Mancha, en el siglo xvi, circulaban libros en italiano. El otro, en la imprenta en Barcelona, con don Quijote enfrentado desde las alturas de su idealismo a un autor (es decir, un traductor) que concibe su oficio como una manera de ganarse la vida y a ser posible hacer negocio. (En el Persiles, su gran novela de aventuras, Cervantes dice de una mujer que comprendía perfectamente lo que su amante le decía en castellano, por mucho que ella desconocía esa lengua. Había cosas, en aquellos tiempos dichosos, que no requerían traducción, menos aún jurada).

      El Quijote precisa los límites de la traducción. Uno de ellos atañe a la dificultad de preservar el original, aunque eso no detuvo nunca a los traductores, movidos por la curiosidad o la necesidad de ganar dinero. Es lo que le ocurre al joven y risueño traductor, que promete hacer su trabajo «bien y fielmente y con mucha brevedad». El otro es más grave, y es el cura, en la escena con el barbero, el que lo pone negro sobre blanco. Se refiere a la censura de la inquisitorial y a la reacción de la Iglesia ante el cisma protestante. En contraste con lo que estaba ocurriendo en los territorios donde había prendido el protestantismo, en España, cabeza de la reforma católica, quedaron prohibidas las traducciones de las Sagradas Escrituras. Las primeras Biblias impresas en castellano son una judía, publicada en Ferrara en 1553 por Abraham Usque y Jerónimo de Vargas, y la llamada Biblia del oso, traducida por Casiodoro de Reina y publicada en 1569 en Basilea.

      La hermosa traducción de los Evangelios de Francisco de Enzinas, dedicada al emperador Carlos V, fue prohibida y retirada, y fray Luis de León acabó en la cárcel con el pretexto de haber traducido por su cuenta (y riesgo, nunca mejor dicho) el Cantar de los cantares y el Libro de Job. Hasta el siglo xviii no tendrían los lectores españoles la posibilidad de leer las Sagradas Escrituras en su propio idioma. A modo de compensación, los episodios bíblicos aparecen glosados una y otra vez en la pintura, la escultura, la literatura y el teatro. Sigue siendo sorprendente el grado de conocimiento teológico que demuestra esta popularidad.

      El siglo xviii trajo una nueva oleada de traducciones. La suscitan la fe en el progreso, la exaltación de la razón, la confianza en la universalidad del ser humano, la ampliación de conocimientos y el descubrimiento de nuevas técnicas e instrumentos. Tan grande es el número de traducciones que desencadenará el debate acerca de los beneficios y los perjuicios de la avalancha de términos y expresiones nuevas. Las polémicas sobre la globalización no empezaron ayer. La riada era imposible de contener y el castellano se enriqueció al enfrentarse a nuevas necesidades expresivas. No parece, en cambio, que lo español se viera perjudicado por aquella revolución realizada, una vez más, por los traductores.

      El siglo liberal, con la Revolución Industrial,