Diez razones para amar a España. José María Marco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Marco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241421
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buscaba una estética distinta. Quería retratar una España ajena al materialismo del resto de Europa, una España que había sabido preservar el espíritu del amor y la sociedad cristiana. Ahí residía la pura poesía que quería expresar y para eso inventó un género, la novela española moderna, y una forma de mirar: un realismo capaz de reproducir esa verdad poética inserta en la vida de un país que se empeñó en hacer suyo.

      Julia Escobar, amiga mía, traductora y escritora, gran conocedora de Emilia Pardo Bazán, me preguntará por qué no he escogido alguna novela suya. Es una buena sugerencia, pero siempre me ha gustado el don de observación y la capacidad descriptiva de Cecilia Böhl de Faber. Gran paisajista, pocas veces la luminosidad y la alegría, esa forma de felicidad ideal propia de la vida andaluza, han brillado tanto como en sus obras. De una elegancia y una guasa características, Fernán Caballero es de los grandes escritores españoles.

      A Baroja le gustaban, como protagonistas de sus novelas, los hombres jóvenes y desarraigados: algo nihilistas, por tanto. Se creen superiores al medio en el que viven y, como hombres de acción, están convencidos de alcanzar el objetivo que se han propuesto. Consiste en dar un golpe decisivo que les permita resolver de una vez el problema de su vida. Ahí está el Moncada de César o nada, hombre inteligente y sensible metido a regeneracionista, o el Fernando Ossorio de Camino de perfección, en busca de una revelación mística que le saque del prosaísmo de su existencia y de la estrechez de la sociedad española.

      Otro es Quintín, el protagonista de La feria de los discretos. Quintín vuelve a Córdoba, su ciudad natal, después de ocho años en un internado en Inglaterra. Viene hecho todo un inglés, sano, corpulento, vestido con su abrigo de paño y una gorra a cuadros. En el compartimento del tren un matrimonio francés, que viene a España en busca del tipismo romántico, lo toma por un extranjero. Quintín aprovechará el equívoco para burlarse de ellos. Córdoba lo recibe con lluvia. En su casa, la de un rico tendero de ultramarinos antes llamado el Pende, se enfrenta a una frialdad que ya conoce: la misma situación que llevó en su momento a mandarlo lejos de casa.

      Claro que ahora Quintín viene dispuesto a otra cosa. «Superhombre», en castellano, se traduce por pícaro, y lo que quiere el joven cordobés pasado por las islas británicas es vivir sin trabajar. Habrá de esperar a un capricho de la suerte y, cuando llegue este, aprovecharlo. Tal es la virtud de este muchacho muy fin de siglo que Baroja envía, como en una máquina del tiempo, hasta los últimos meses del reinado de Isabel II, cuando se está preparando el pronunciamiento de septiembre de 1868.

      Quintín abomina de lo novelesco, pero su origen lo es en grado supremo. Es hijo natural, habiendo nacido de una relación que tuvo su madre, cuando vivía en una venta de la sierra, con un joven aristócrata refugiado allí después de cometer un asesinato y muerto a su vez por las fuerzas del orden que lo perseguían. De ahí la frialdad del padrastro, que lo aceptó, pero no parece haberlo querido nunca. Así que Quintín es, además del hijastro de un tendero, el nieto del marqués de Tavera. El marqués vive en un espléndido palacio, descalabrado por la ruina de la familia. Lo acompañan otras dos nietas, Rafaela y Remedios. Quintín fantasea con ellas pensando en su objetivo de solucionarse la vida.

      Ya antes, con el de la madre, se ha abierto la gran galería de retratos femeninos, uno de los muchos encantos de las novelas de Baroja, también de La feria de los discretos. Una de ellas, Patrocinio, es una misteriosa mujer entrada en años que conoce los secretos de las familias de Córdoba y ayudará a Quintín. De las dos nietas del marqués, la mayor parece la más prometedora. Se casa pronto, por interés, y acaba así con la ensoñación de su pariente. Viene más tarde María Lucena, una cómica que se encapricha de él y lo somete a una explotación erótica de la que el joven se cansa pronto. Está además la Aceitunera, casada con el primogénito del marqués y convertida en una aristócrata española auténtica, de esas mujeres en las que el refinamiento y la clase comunican misteriosamente con la esencia de lo popular. (También le gustan las aventuras. Uno de sus amantes le ha regalado una liga con un lema bordado en perlas y diamantes: «Intrépido es amor: / de todas sale vencedor»). Quintín y un socio suyo, bandolero, la secuestrarán y la aventura, muy stendhaliana, le da pie para desplegar toda su inteligencia y su encanto. Tanto, que parece que es ella la que tiene secuestrados, y enamorados, a los dos compadres. En otra escena, Quintín se encontrará encerrado en una buhardilla junto con la encantadora e ingenua Gumersinda Monleón —Sinda—, que ha acabado allí tras una aventura amorosa. España no será un país romántico, pero el folletín arrasa en esta novela en la que Baroja se toma todas las libertades.

      Para ser una sociedad tan ajena al romanticismo como Quintín sostiene varias veces a lo largo de la novela, en particular ya cuando se burla de los franceses en el tren de vuelta, Córdoba ofrece toda clase de oportunidades de diversión. Eso sin contar las romerías, los festejos y el ambiente de aventurerismo propiciado por las intrigas que preceden a la revolución. A su lado el ambiente británico, o europeo, del que viene Quintín, parece un poco aburrido. Lo encarna aquí el relojero suizo Springer, un personaje muy barojiano que representa el sentido común y la ética del trabajo. Springer se deja tentar por esa bomba erótica que es María Lucena, pero él sí sabe lo que es el romanticismo. Lo cultiva en casa, tocando a Mozart y a Beethoven al piano con su madre.

      Ahora bien, también Springer, cuando sale de Córdoba, echa de menos algo, tal vez la variedad, o la intensidad concentradas tras la frivolidad de las costumbres andaluzas —españolas, por extensión—. Baroja retrata este contraste en uno de los primeros apuntes paisajísticos de la novela, cuando Quintín, al día siguiente de su llegada, recorre las calles silenciosas y vacías de su ciudad bajo la lluvia y la niebla. La niebla, sin embargo, está saturada de una luz y una vibración ajenas a las confusas y grises neblinas de los países del norte. La muy secreta ciudad de Córdoba y sus alrededores, la vega y la sierra, ofrecerán a Baroja la ocasión de hacer ese paisajismo que tanto le gustaba: colorista y sobrio a la vez, atento al matiz más imperceptible, pero siempre en movimiento, seco, rápido y lleno de vida. En vez de sumergirse en las delicias de la sensualidad, Baroja sugiere un mundo de finura espiritual apegado a la apariencia de las cosas, a su presencia física, casi palpable.

      La sociedad cordobesa pintada por Baroja es un mundo sin orden ni concierto. Encaja bien con el aparente desorden de su prosa y de su narración. Ningún personaje, exceptuada Sinda, aspira a la redención por el amor ni a las gestas históricas. Lo suyo siempre parece ser el regate corto, salir del paso, arriesgar lo menos posible.

      Es lo que hace Quintín, que roba el dinero de los conjurados en el pronunciamiento el mismo día de la batalla del puente de Alcolea que sentenció en Córdoba el destino de la monarquía isabelina. El dinero robado le servirá para labrarse una posición y una fortuna en Madrid. No para ser feliz. Cuando encuentre en Biarritz a Rafaela, una de las nietas del marqués, comprenderá que la clave la tiene la hermana de esta. Vuelve a Córdoba a buscar a Remedios, pero ante la inocencia y la perfecta bondad de la muchacha comprende que está corrompido hasta el tuétano, que no hay regeneración posible y que no es capaz de engañarla. El sentimentalismo de Baroja se vuelca en este final con los ruiseñores cantando en la oscuridad, «mientras la luna, muy alta, bañaba el campo con su luz de plata». A Quintín le gustan, tanto como a su creador, las romanzas de ópera italiana.

      En la primavera de 1937, desde que había salido del Madrid asediado, Azaña vivía cerca de Barcelona. Las tensiones entre los anarquistas y los nacionalistas de izquierdas, por un lado, y los comunistas y el Gobierno de la República, por el otro, culminaron entonces en un enfrentamiento abierto, una pequeña guerra civil dentro de la otra. Fueron las jornadas de mayo de 1937, que Orwell intentó retratar en su Homenaje a Cataluña. Dos semanas antes de esos sucesos, Azaña escribió La velada en Benicarló y durante los enfrentamientos, cuando se encontró aislado en el palacio de Pedralbes entre el fuego cruzado de uno y otro bando, se entretuvo en releerla y dictar a la mecanógrafa el texto definitivo. También mantuvo largas charlas, a modo de tertulia telegráfica, con Prieto, que se encontraba en Valencia con el Gobierno.

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