Eterna España. Marco Cicala. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marco Cicala
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417623487
Скачать книгу
hablar de «coexistencia». De acuerdo, ¿pero hasta qué punto pacífica? «No fue un paraíso. Hubo momentos de todo», matiza. «Estamos hablando de un periodo de siete siglos. ¿Se da cuenta de lo que supone siete siglos?». Para comprenderlo: son el arco de tiempo que nos separa de la época de Dante. Como es obvio, en la España musulmana se alternaron fases de cohabitación más o menos incruenta con épocas de represión. Dependía del gobernante. Entre los ilustrados Omeyas, que hicieron de Córdoba una ciudad legendaria, y el profundo puritanismo de las dinastías almorávide o almohade, hay ciertamente diferencia. Sin embargo, olvidad las leyendas sobre un islam inclinado al placer donde se bebía vino, las mujeres se tomaban ciertas libertades y el pensamiento no encontraba prohibiciones: ni Maimónides ni Averroes —por limitarnos a dos grandes sabios— lo tuvieron fácil.

      Ciertamente, sobre la base del llamado pacto de la dhimma, judíos y mozárabes —es decir, los cristianos que vivían en territorio musulmán— gozaban de un estatuto especial que en principio les protegía de conversiones forzadas y vejaciones varias. Pero, cuando se no quedaba en papel mojado, el «privilegio» se pagaba mediante impuestos. Y no les iba mejor a los mudéjares, los musulmanes bajo dominio cristiano, explotados como mano de obra a bajo coste. En definitiva, cualquier cosa menos la famosa tolerancia. Que es un concepto moderno, surgido en una Europa exangüe tras las guerras de religión y, por tanto, inaplicable a los tiempos de los que estamos hablando. Tiempos de todos contra todos, de alianzas y traiciones cruzadas entre príncipes moros y cristianos; con el heroico Cid, que, como mercenario, se movía astutamente en medio de los contendientes. Alguno ha llegado a sostener que el único encuentro de civilizaciones tuvo lugar en el enfrentamiento: ¿la ideología militar-religiosa de la Reconquista cristiana no estaba acaso impregnada de yihad?

      Al-Ándalus es un entramado complejo. Igualmente complejo es el uso que en España se ha hecho de este, en función del clima político y las modas culturales. Bajo Francisco Franco —que, por otro lado, había vencido la Guerra Civil con la contribución de los feroces soldados marroquíes y tanteado inicialmente una política proárabe—, el medievo hispanomusulmán fue borrado por el nacionalcatolicismo: «En los manuales escolares», recuerda Castilla, «Al-Ándalus ocupaba como mucho una página». Tras la dictadura ocuparía algunas más. En la democracia recuperada el redescubrimiento del Al-Ándalus se convirtió en instrumento de la polémica laicista contra los poderes eclesiásticos y contra la derecha que los alentaba (todavía hoy los patrioteros más extremos celebran cada 2 de enero la caída de Granada). En épocas más recientes, la moda del multiculturalismo y el regionalismo andaluz han promovido la idealización del pasado musulmán, transformándolo probablemente en folklore: ferias, festivales, conciertos, patrocinados por juntas y gobiernecillos de izquierda.

      En la modernidad española la arabofilia a menudo ha adquirido entre los intelectuales tintes de rebeldía anticonformista. Hace años, pasé algunos meses en un pueblo almeriense llamado Cuevas del Almanzora, nombre indudablemente árabe. Curioseando por ahí, me enteré de que uno de los personajes de los que el pueblo estaba —y está— más orgulloso era un tal José María Martínez Álvarez de Sotomayor (1880-1947). Fue un poeta no muy conocido, pero sobre todo un tipo de lo más extravagante que en la década de 1910, en polémica con el provincianismo de sus conciudadanos, perdió completamente la cabeza por la mitología árabe. En las afueras del pueblo se hizo construir una villa de estilo oriental y la transformó en un minúsculo reino donde se acuñaba moneda, se imprimían sellos, se concedían condecoraciones y se publicaba además un boletín oficial. Sotomayor se cambió el nombre a Abén Ozan el Jaráx. Autoproclamado califa y sultán, recibía a sus huéspedes en chilaba, con un fez o un turbante en la cabeza y babuchas en los pies. En el periodo en el que trabajó en el registro, eximía de las tasas de inscripción a aquellos que ponían nombres árabes a sus hijos.

      En las fotos que lo muestran disfrazado, Sotomayor se parece más a un jeque de pacotilla que a Lawrence de Arabia, si bien en la historia de la arabofilia española existen también casos más dignos. Como el del granadino Lorca, que, en la última entrevista antes de su asesinato, reivindicaba el legado musulmán como elemento de la propia identidad plural de andaluz. O el del filósofo Ángel Ganivet, también granadino, que afirmó que quine no reconociera la influencia árabe sería incapaz de comprender el carácter español. Reflexiones de otro tipo respecto a las fantasías de Washington Irving, que en los Cuentos de la Alhambra narraba: «Cuando los moros fueron expulsados, muchos de ellos escondieron sus pertenencias más valiosas, esperando que se tratara de un exilio temporal y que podrían regresar, un día no muy lejano, para recuperarlas». No vayáis largando esta historia por ahí. A algunos se les podrían ocurrir ideas extrañas. Y ya tenemos bastantes problemas.

      EL RELOJERO ITALIANO DE CARLOS V

      En 1556 Carlos V abdica y pocos meses después se retira al monasterio de Yuste, entre los castaños, las encinas y los nogales de las montañas de Extremadura. Es la dimisión más famosa de la historia. El exemperador está «triste y final» —morirá poco después—, pero en ningún caso en soledad. Al monasterio de la orden de San Jerónimo se ha traído unos cincuenta allegados. Además de dignatarios y asistentes espirituales —refería el monje Hernando del Corral elaborando la lista—, lo acompañan cirujanos, panaderos, cerveceros, carniceros… y un maestro relojero, un tal Juanelo. ¿Quién era? Un tipo rudo y genial que, procedente del condado de Cremona, llegó bastante lejos como para recibir en las cortes europeas el apodo de nuevo Arquímedes. Ingeniero, artesano y matemático, asombró a sus contemporáneos con ingenios de dimensiones ciclópeas o bien minúsculos; de máxima utilidad o maravillosamente superfluos; travesuras hidráulicas capaces de «llevar el cielo a la tierra y los ríos al cielo», así como perritos mecánicos que unas veces «ladraban, jugaban y se acariciaban, y otras se mordían, y que golpeados con una pequeña vara en la cola se separaban. Animalitos que parecían vivos». En Madrid existe una fundación científica que lleva su nombre. En Italia ha sido prácticamente olvidado, pero en su Cremona natal lo están redescubriendo y le dedican muestras, estudios y conferencias.

      Janello Torriani, cuyo nombre fue castellanizado como Juanelo Turriano en la España imperial, nació en torno al año 1500. Su padre es propietario de un par de molinos y consigue que estudie. Por eso, es una leyenda romántica que el chico haya sido un prodigio silvestre naif. Juanelo se formó como artesano y no sabía latín, pero escribía en italiano y mostró una inclinación precoz por las matemáticas, que en aquella época eran un conjunto de conocimientos que comprendía aritmética, geometría y astrología. «Con su saber mixto, teórico y manual, Torriani es un caso ejemplar de artesano vitruviano, o sea, de excelencia práctica con aspiraciones de dignidad intelectual», me explica el estudioso Cristiano Zanetti.

      Antes de los treinta años, la vida de Juanelo es mal conocida. En 1529 su nombre aparece por primera vez en una orden de pago relativa a obras de reparación de los relojes del Torrazzo de Cremona. Poco después, Carlos V desciende a Italia para hacerse coronar emperador por el papa Clemente VII en la basílica de San Petronio de Bolonia. Durante mucho tiempo se ha considerado que el primer encuentro entre el soberano y Torriani se produjo en aquella ocasión. A Carlos se le quería regalar el fabuloso Astrarium, el reloj planetario construido en el siglo XIV por Giovanni Dondi. El artilugio se caía a pedazos. Encargado de volver a ponerlo en funcionamiento, Juanelo, sin embargo, habría sorprendido a todos al construir uno ex novo. Investigaciones más recientes explican una historia un poco diversa, situando la proeza entre 1547-1550: es en aquellos años cuando Torriani cautiva al emperador con el Microcosmos, un reloj que no es copia del precedente, sino un artefacto «nunca visto antes que muestra no solo todo aquello que concierne a las horas, las fases del Sol y de la Luna», sino también «de todos los otros planetas, de los signos y del curso de los Movimientos Celestes, las recurrencias, las flexiones, con orden seguro y exacto y lo hace manifiesto al ojo con sumo cuidado y para nuestra máxima satisfacción». A mover toda esta parafernalia, mil quinientas ruedas dentadas creadas en la primera fresadora de la que se tenga noticia. Adivinad quién la inventó.

      El Microcosmos supone para Torriani el salto a la fama. Le ha costado tres años de trabajo y veinte de estudio. No le proporcionará solo admiración, sino también una renta anual vitalicia de cien escudos