Eterna España. Marco Cicala. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marco Cicala
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417623487
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que tacha de envenenador sin escrúpulos, temor a Dios o piedad por los hombres— y contra todo el pueblo español —que considera malvado y perverso, henchido de orgullo, arrogancia, tiranía y deslealtad—. Los panfletos de Antonio Pérez tendrán un notable efecto mediático, pero no bastarán para sacarlo de sus apuros. En 1611, con setenta y un años —edad considerable para la época teniendo en cuenta los sufrimientos que ha padecido—, el gran conspirador muere en la miseria en París. Y se lleva consigo sus verdades y sus misterios.

      Pero ¿y la princesa? La habíamos dejado prisionera en la fortaleza de Santorcaz, en el año 1580. Tras veinte meses de reclusión, Ana no es ni sombra de lo que era. Tal como sucede a menudo a los personajes encumbrados cuando se ven arrojados a la miseria, Ana se hunde repentinamente: está consumida, no come, delira. Pero todavía conserva la energía de la ira: ruge, se indigna, al fin y al cabo es una grande de España. «Furiosa y terrible mujer, orgullosa y loca», escribe continuamente cartas al rey en las que se disculpa y a veces acusa: le dice que Su Majestad conoce tan bien la verdad que no debe invocar a más testigos que a sí mismo. En la primavera de 1581, Felipe decide que la cárcel pura y dura ya ha sido suficiente. Y ordena que se disponga el arresto domiciliario de «la hembra» en el palacio de Pastrana. Como por arte de magia, apenas se reencuentra con su hogar, la princesa renace. Y no solo eso. Dado que no es una mujer dispuesta a someterse, durante su cautiverio organiza todo un torbellino de recepciones, idas y venidas de pajes, doncellas, caballeros, embajadas... Parece que, en su fuga hacia Zaragoza, Pérez incluso hace un alto en el camino para saludarla por última vez. Es demasiado. Temiendo que Ana vuelva a las andadas, Felipe ordena encerrarla en casa. Puertas y ventanas son tapiadas. Y se aísla a la princesa en dos habitaciones dentro de una torre. A lo sumo, se le concede asistir, a través de una pequeña ventana, a la misa en la capilla interior. Recibe la comida mediante un torno. Toda comunicación es vigilada, reducida a lo esencial. Ana acaba enfermando de verdad, en el orinal deja una sustancia negra. Se lamenta de su reclusión mortal, consecuencia, a su juicio, de todo tipo de mentiras. Otras veces no entiende cómo el rey, «cristianísimo», ha permitido todo eso. Sin embargo, el rey es el máximo responsable de su cautiverio. Pero ahora Felipe es un soberano atormentado por el remordimiento. Ha descubierto que, en relación con Juan de Austria, Pérez lo ha engañado como Yago a Otelo: el hermanastro no preparaba ninguna sublevación. Y el plan de invasión de Inglaterra lo retomará Felipe en 1588 con la catastrófica aventura de la Armada Invencible. Un fracaso que el rey interpretará como un castigo divino por la eliminación de Escobedo.

      Al final, la princesa de Éboli tenía derecho a asomarse durante una hora al día a la ventana del palacio prisión. Ventana, por supuesto, cerrada por una gruesa reja. Abajo, los aldeanos se apostaban para ver aparecer su sombra tras los barrotes. También yo me he plantado a los pies de la torre mirando fijamente hacia el enrejado, que todavía se conserva más de cuatro siglos después. El palacio se alza sobre una plaza elegante y silenciosa bajo la cual discurre un valle de huertos y olivares hasta la hendidura del río Arlés y, más al sur, el Tajo. En recuerdo de la hora de aire fresco concedida a la princesa, la plaza se llama actualmente plaza de la Hora.

      «Joya engastada en tantos y tales esmaltes de la Naturaleza y la Fortuna» —así la describía Pérez—, Ana de Mendoza se apagó el 2 de febrero de 1592 tras dictar testamento. Está enterrada en Pastrana junto al marido en la cripta de la Colegiata, iglesia que, entre otras cosas, alberga en la sala capitular una magnífica serie de tapices gótico-flamencos de tema bélico de finales del siglo XV.

      «Aquí yace doña Ana…», «Aquí yace Ruy Gómez…»: las tumbas de los cónyuges son don sencillos sarcófagos superpuestos. Ella arriba, debajo el marido. Quizá el único hombre de bien que la princesa haya encontrado en su vida. Pero también él pudo haber escondido un secreto. Algunos sostienen que Antonio Pérez fue su hijo natural. En tal caso, «la hembra» habría perdido la cabeza por su hijastro. «Pero sobre esta misteriosa cuestión nadie tendrá jamás la última palabra», ha escrito Fernand Braudel, uno de los historiadores que más la han estudiado.

      HERNÁN Y COMPAÑÍA

      Hace unos años, en su ciudad natal de Medellín, en Extremadura, se lanzó pintura roja contra el monumento de Hernán Cortés. Roja como la sangre de las masacres perpetradas por el conquistador en las Indias, era el mensaje de los anónimos action painters, en cuya reivindicación definieron aquella estatua como «la glorificación cruel y arrogante del genocidio y un insulto al pueblo de México». Irradiando cierto aire amenazador, la escultura —realizada en 1890— contrasta en efecto mucho con los actuales cánones de lo políticamente correcto. Como mínimo porque, cual cazador de un safari, el caudillo apoya su pie triunfante sobre la cabeza de un ídolo azteca abatido. Acallada al momento por la diplomacia mexicana —que calificó el gesto como vandalismo, apresurándose a recordar que México «está orgulloso de su doble identidad indígena y española»—, esta pequeña polémica se evaporó en un par de días. Sin embargo, pese a su insignificancia, evidenciaba hasta qué punto la memoria de la Conquista medio milenio después continúa siendo un tema controvertido.

      Fue por ello que se tomaron todas las precauciones posibles cuando, hace cierto tiempo, se montó en Madrid una gran exposición dedicada a las gestas de Cortés. Entre otras cosas, se exponían los cuchillos con hoja de obsidiana que, cuando de niños leíamos sobre ellos, tanto terror nos infundían, pues eran el elemento fundamental del kit azteca para los sacrificios humanos. Para animar la visita, los responsables de la muestra habían recurrido a trucos escénicos, recreando la cubierta, transitable, de un barco de la época o reproduciendo en las salas los sonidos de la jungla tropical, en la que, nadie sabe por qué, los pájaros siempre hacen «¡Uh, uh, ueah!». Más interesante era un sencillo vídeo que presentaba, con tambores indios de fondo, el audaz periplo de Cortés: casi trece mil kilómetros para destruir en un par de años todo un imperio.

      ¿Pero quién fue ese tipo duro que, con 500 hombres, 14 cañones ligeros y 16 caballos, llegó a tanto? Su figura continúa siendo escurridiza. Cosa poco habitual en la narración de grandes gestas, la colonización española del Nuevo Mundo ha sido explicada de primera mano y con gran lujo de detalles. Pero en las narraciones la poliédrica personalidad de Cortés es captada solo mediante fragmentos circunstanciales, enmarcada como está en la epopeya sanguinaria de la que fue protagonista.

      Hernán Cortés Monroy Pizarro (estaba emparentado con el Pizarro que invadió Perú) Altamirano nació en una fecha imprecisa entre 1482 y 1485 en el seno de una familia hidalga. En las enrevesadas guerras castellanas de sucesión, su padre se había alineado con el bando perdedor, por lo que el patrimonio del linaje se resintió. Probablemente hijo único, Hernán no creció entre lujos, pero tampoco entre las estrecheces de las que hablan algunas hagiografías que lo presentan como un formidable hombre hecho a sí mismo surgido de la nada. De su infancia no sabemos nada. No obstante, cabe imaginar que, como otros muchachos de su clase social, muy pronto aprendió a cabalgar y esgrima, y que jugaba con sus compañeros a cristianos contra infieles, quizás electrizado por las historias de las derrotas infligidas a los moros. Con catorce años lo envían a estudiar a Salamanca, aunque no está demostrado que Cortés haya asistido a las clases de la prestigiosa universidad. En cambio, parece que se formó en la escuela doméstica de un pariente instruido en cuya casa se alojaba. Para vergüenza de la familia, regresó sin el título de bachiller, si bien con algunas nociones de latín y derecho que le resultarían muy útiles más tarde.

      Cuando en 1504 zarpa para Santo Domingo, Hernán Cortés es un veinteañero altivo, no demasiado brillante, movido por impetuosos deseos de autoafirmación y por un incontenible apetito sexual que lo acompañará durante bastante tiempo. Carente de experiencia militar, ha preferido la seducción de las Indias a la de las campañas bélicas en Italia. Si hubiera sido por él, se habría embarcado incluso antes, pero una desventura amorosa lo ha retenido en tierra. Una noche, mientras intenta introducirse en la casa de una joven esposa, derrumba una tapia. Despertado por el estrépito, el marido se abalanza sobre él y lo deja medio muerto. Este mocoso que ha recibido una paliza de aúpa es el mismo hombre que, unos quince años más tarde, demostró poseer unas dotes estratégicas y de mando fuera de lo común, una increíble capacidad de resistencia ante las adversidades y una intuición