Eterna España. Marco Cicala. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marco Cicala
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417623487
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Carmen repite que no proferirá palabra. «Se necesita la autorización». «¿Y qué hay que hacer para obtenerla, hermana?». Tal como me lo explica, comprendo que el papeleo supondría, grosso modo, un año litúrgico. Por ello le doy las gracias y me voy algo desanimado de la Encarnación.

      Toca llamar a otro convento. El de San José está en la parte opuesta de la ciudad. Fue la primera sede de la reforma carmelitana. En las vitrinas, una camisa («Camisa usada por la santa», advierte un cartelito) o la silla que ella colocaba sobre la grupa de un asno cuando viajaba por España fundando nuevos conventos.

      Entre los muros de San José, la habitual atmósfera hierática, enrarecida, impasible. A simple vista no se ve nada —algún cartel, un mínimo folleto, qué sé yo— que haga referencia a las celebraciones previstas. También aquí, si deseas comunicarte con la madre superiora, debes pasar por el dulce suplicio del torno. Toc, toc. De nuevo una vocecita animada pero firme: nada que declarar, corta en seco la hermana Julia. Otras carmelitas ya dejan entrar a las televisiones, tienen sitios web, alojan a turistas. Estas de Ávila, Dios no lo quiera. En otros lugares la clausura es una coraza de reglas que la modernidad ha forzosamente suavizado, flexibilizado. Aquí no. Aquí la antigua armadura no cede, no vacila, permanece más o menos igual que hace cinco siglos. En las dos fortalezas teresianas viven hoy unas cincuenta monjas entre los veinte y los noventa años. En materia de contemplación, son un poco las tropas escogidas, las unidades de élite de la Orden descalza. ¿Una jornada normal? Fuera de los catres a las seis, a las cinco en verano. A las once de la noche vuelve el silencio. En medio, trabajo, pero sobre todo plegaria. Mucha. Colectiva o en beata solitudo. Al alba, la carmelitana se levanta de su jergón y al momento se estira en el suelo boca abajo: «Junto a toda la Creación adora a la Santísima Trinidad». Las genuflexiones «son muchas», pero tampoco son ningua broma las postraciones: «Consciente de su propia insignificancia, muchas veces al día se postra la carmelitana ante el Señor: adorando por todos, por todos amando». Encima «lleva el peso de toda la Iglesia». Durante dos horas «se sienta en el suelo a los pies del Tabernáculo». Y «su oración personal es quedar engolfada en Dios». Se recita el santo rosario «sin ninguna distracción». Cinco los Pater noster diarios: uno por cada continente, «pidiendo a Jesús que la sangre de sus Llagas» haga crecer en todos ellos «el amor por el Santísimo Sacramento». Un sexto Pater noster está reservado para el papa. En grupo se entonan Miserere, Angelus, De profundis… Pero, más allá de las establecidas, las oraciones se pueden iniciar en cualquier circunstancia, en el trabajo, en el refectorio. Basta con que la madre superiora diga: «Encomendémonos a Dios» y se comienza. Sin embargo, el clímax espiritual es el gran silencio que sella el convento desde el final de la jornada hasta los Laudes de la mañana siguiente. Ese es «el momento solemne y silencioso» en el que cada hermana «reposa totalmente en el Señor».

      El hábito que todavía lleva la monja carmelitana es de estameña, áspero; en los pies, alpargatas. Nada de medias, agua caliente, radiadores, estufas, radio o televisión. Internet llega, pero filtrado. Son los sacerdotes, los padres espirituales, los que llevan al convento las pésimas noticias del mundo por el que se rezará. Ningún móvil. «La plegaria es nuestro único celular. Que las carmelitanas siempre tienen cargado, encendido, dependiente de las llamadas de Dios o de las personas que pidan intercesión a las monjas». Los encuentros con los parientes tienen lugar a través de una reja. Con todo, las monjas pueden salir para ir al médico o votar.

      Muchas de estas informaciones han acabado en mis manos gracias a un acto de misericordia. A riesgo de resultar molesto, me he vuelto a presentar en el convento de la Encarnación. La madre superiora estaba ocupada («Está fregando», me han dicho; estaba limpiando el pavimento de rodillas porque hoy era su turno), pero después ha venido. «¿Me equivoco o usted ya ha venido? De acuerdo, deme un minuto», dice. La escucho irse y regresar. Girando el torno me consigna un opúsculo. Pocas páginas, pero densas, sobre la vida en el Carmelo. «Aquí tiene. Todo aquello que podemos decirle está aquí dentro». Mis conversaciones con las carmelitanas finalizan aquí.

      «Piense que para Teresa la clausura no fue una reclusión. En el convento encontró la libertad para leer, ¡sustraerse de la tiranía de los hombres!», me recuerda el padre Rómulo Cuartas Londoño. Carmelitano de Colombia, es vicerrector del CITeS, un centro de estudios por el que cada año pasan unas doce mil personas. Para saber algo más de la santa, llegan a Ávila de todos los rincones del mundo, de todas las confesiones. «Hay a quien le interesa la escritora, a otro la monja manager, a otro la pionera —en caso de que lo sea— de los llamados estudios de género. Cada uno tiene su Teresa». Y ellos los acogen a todos. Explico a Cuartas las entrevistas frustradas con las monjas. Él parece divertirse. «A las hermanas debería haberles preguntado por qué aman tanto los grupos tradicionalistas», dice socarronamente.

      En efecto, parece existir una gran sintonía entre los dos conventos y los movimientos eclesiales menos favorables al Concilio. Cuatro de las monjas de San José son croatas provenientes de Camino Neocatecumenal. Mientras que en la Encarnación, la última incorporación ha sido la de una chica de veintidós años hija de un reconocido psiquiatra granadino próximo al Opus Dei. Llamada Almudena María de la Esperanza, se ha unido a la comunidad de clausura ocupando el lugar de una hermana que murió casi centenaria. Dicen que la novicia ha aportado una sustanciosa dote. Los conventos viven de esto y poco más: alguna ayudita de la Orden; lo obtenido de la artesanía; y las donaciones. De cualquier entidad: «Hace unos días les he llevado una garrafa de aceite de oliva y me ha parecido que se han puesto muy contentas de recibirlo», me explica una piadosa mujer.

      Lo mejor de todo es que las carmelitanas son de hecho vegetarianas en una Castilla fuertemente carnívora. Los quioscos de Ávila están repletos de revistas de caza («Un buen jabalí para finalizar el año a lo grande», titula una en portada). Y en las noches polares de diciembre confortan las musculosas columnas de humo blanco que salen de las cocinas de los asadores, muchos de ellos legendarios. En el periódico local, solo dos noticias roban algo de espacio al aniversario teresiano: la amenaza de cierre de la fábrica de Nissan, que enviaría al paro a cuatrocientos trabajadores (hace un tiempo eran el triple, pero desde entonces la ciudad vive principalmente del turismo); y los repetidos ataques de lobos al ganado: la otra noche, en una granja, mataron cuatro vacas.

      Con su pacífico extremismo, con su «No comment» —que puede rozar la afectación—, las monjitas parecen querer protegerse de otro tipo de lobos. Que tal vez se llamen mediatización, visibilidad o, sencillamente, periodistas. No están del todo equivocadas. Y, por otro lado, si no lo hicieran así, decidme qué tipo de clausura sería.

      ZURBARÁN, EL EXTRATERRESTRE

      En la Academia de San Fernando casi nunca hay nadie. Mucho menos en verano. Cuando Madrid «no es Madrid, sino una sartén solitaria», escribía en el siglo XIX Benito Pérez Galdós. Y, sin embargo, de las paredes de la Real Academia de Bellas Artes cuelgan cinco o seis goyas que por sí solas merecerían el viaje. Entre ellos, el archiconocido El entierro de la sardina. Algunas salas más adelante, se encuentra la de los zurbaranes, entre ellos cuatro retratos de monjes mercedarios casi tan altos como quien los observa. Los religiosos escriben. Podrías decir bajo dictado divino, dado que no miran ni la hoja. Tienen la vista perdida en profundas cavilaciones. Calvos, salvo una cinta de cabellos canosos, tan solo un poco menos blancos que las túnicas que estallan en el severo vacío. As del Siglo de Oro, Francisco de Zurbarán (1598-1664) fue definido como el Caravaggio español. Aunque tal vez de forma demasiado aproximada y generosa. Ya Roberto Longhi se quejaba: «Exagerada simplificación», apuntaba. Porque «si bien insistió durante más tiempo que Velázquez en los contrastes de un claroscuro extremo», Zurbarán «lo utilizó, más que para una libre búsqueda pictórica, a efectos de un austero y dogmático rigor, centrado casi exclusivamente en temas religiosos o monásticos».

      Frailes tenebrosos, santas torturadas, martirios en grilletes… Durante mucho tiempo, el arte de Zurbarán ha sido considerado una especie de gran spot publicitario de la Contrarreforma más oscura. Símbolo de una España negra, inquisitorial y meapilas. Pero se trataba de una etiqueta demasiado tajante. Porque dichas pinturas sortean el didacticismo hagiográfico. Y desmarcándose del