Eterna España. Marco Cicala. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marco Cicala
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417623487
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hasta el monasterio de Yuste. En su último retiro, el «Emperador» lleva una vida muy devota, aunque no exactamente monástica. Entre misas y plegarias, continúa siguiendo desde la distancia los asuntos internacionales y consumiendo las enormes raciones de carne que tanto han contribuido a la gota que lo devora. Carlos está deprimido: guerras de religión e incipientes nacionalismos han hecho añicos su sueño, heroico a la par que anacrónico, de una Europa unida bajo las enseñas católico-imperiales. El emperador se lamenta de su suerte. Crápulas aparte, su única distracción son los trucos de Torriani. Está muy ligado a su relojero. Cada mañana lo recibe incluso antes que a su confesor. Angustiado desde joven por el tempus fugit, por la fragilidad de la fortuna humana, Carlos ha desarrollado una especie de obsesión por los relojes. Con los dedos que le quedan —le han tenido que amputar tres a causa de la gota— se pasa horas desmontando y volviendo a montar mecanismos, casi como si el secreto del tiempo se escondiera en alguna parte dentro de ellos. De humor sombrío, siente que la muerte se cierne sobre él. Hace tapizar de negro sus propias estancias —todavía hoy en Yuste se conservan así— y, para prepararse a la idea de deceso, ordena también que se organice un simulacro de su funeral, al que asiste. A fin de distraerlo de tanta tenebrosidad, Juanelo inventa de todo. Concibe un maravilloso reloj en miniatura que, colocado dentro de un anillo, punza el dedo del soberano al dar las horas; y también pájaros hidráulicos que trinan y mueven las alas, soldaditos mecánicos que traban batalla… Hoy esos artilugios despiertan la curiosidad, pero para Torriani eran bagatelas. «En el siglo XVI», recuerda Zanetti, «los autómatas son juguetes para la diversión de la corte. Solo a partir del siglo siguiente asumirán valor de símbolo filosófico». Hasta el siglo XVIII y la apoteosis del Homme machine, el hombre que, reivindicándose a su vez como máquina, expulsa de sí mismo el alma y, liberándose de lo divino, se cree emancipado de cualquier esclavitud.

      Carlos V expira el 21 de septiembre de 1558, murmurando: «Ya es tiempo». Pero la parábola de Torriani no termina con la desaparición de su Dominus. Juanelo se instala en Madrid, en una calle que todavía lleva su nombre: calle de Juanelo. Se halla en pleno centro, con una placa de cerámica que muestra el barbudo ceño del titular. En la España de Felipe II, el «inventor» se saca de la manga nuevos portentos, como la máquina planetaria llamada el Cristalino, que a través de sus paredes de cristal de roca permite observar el espectáculo de las ruedas dentadas en movimiento. Suscitan también gran asombro su autómata de una mujer que «toca y dança», o unos molinos portátiles «tan pequeños que se pueden esconder en una manga» y capaces de moler nueve kilos de grano al día. Sin embargo, su creación más impresionante fue el llamado Artificio de Toledo (1569), un sistema de máquinas hidráulicas que en la antigua capital conducía cuarenta mil litros de agua diarios desde el río Tajo hasta el palacio del Alcázar, situado en un cerro a unos cien metros por encima del río. De Cervantes a Lope de Vega, de Góngora a Quevedo o Baltasar Gracián, no hay genio del Siglo de Oro que no mencione en algún lugar el milagro obrado por Juanelo. Con todo, pese al éxito y los correspondientes beneficios que le fueron concedidos, la vida de Torriani siempre se vio acuciada por los problemas económicos. En Toledo el cremonés estuvo a punto de ahogarse en las deudas porque la municipalidad rechazaba pagarle lo que él había adelantado de su propio dinero para la empresa del Artificio. El ingenio, objetaba el ayuntamiento, abastecía de agua al Palacio Real, no a la ciudadanía. Por eso, Juanelo construyó un segundo, pero también en ese caso fue reembolsado solo en parte. Hombre lacónico e impetuoso, Torriani suplica los pagos por carta y, cuando ya no puede más, reclama el dinero rudamente, sin preocuparse por quien tenga delante, sean emperadores o reyes. Pero su determinación no lo salva de las estrecheces. Nacen así el mito del genio sin blanca y el del Hombre de Palo, autómata de madera que cada día se dirige desde la casa del arruinado Juanelo hasta el palacio del arzobispado mendigando un poco de comida para su dueño.

      Torriani es el reflejo de una época que ya no se somete pasivamente a la auctoritas de la antigüedad clásica, sino que se apropia de ella para darle de nuevo vida y reinventarla. Es la época en la que las artes mecánicas se sacuden el estigma medieval de las «artes viles»; la época en la que, según la visión un poco anticuada pero todavía atrayente del historiador Jacob Burckhardt, el hombre europeo se desmarca definitivamente de la comunidad indistinta para hacerse individuo. Juanelo guarda un saber refinado en un cuerpo de artesano: «Si se fija uno en la persona, nada se descubrirá en él menos que el acumen de un talento: tan rudo, deforme y rústico es de cara y figura, y de aspecto tan poco distinguido, que no revela dignidad alguna, carácter alguno, indicio alguno de habilidad». Tras tamaña crítica, Torriani resurge con rasgos de criatura infernal: «Contribuye a aumentar su repulsión el verle siempre con la cara, cabello y barba cubiertos y tiznados de abundante ceniza y hollín repugnante, con sus manos y dedos gruesos y enormes siempre llenos de orín, desaseado, mal y estrafalariamente vestido, de forma que se le creería un Bronte o Esterope o algún otro siervo de Vulcano, que todo lo que hace lo moldea en el yunque con sus propias manos, trabajador de fragua nato».

      Torriani murió en Toledo el 13 de junio de 1585, «a la edad, más o menos, de ochenta y cinco años», y fue enterrado en la iglesia del monasterio del Carmen, capilla de Nuestra Señora del Soterraño. Pero «no con el debido acompañamiento que merecía quien fue príncipe muy conocido en todas las cosas a las que dedicó su clarísimo ingenio y manos».

      RETRATO DE MUJER CON PARCHE

      Cuando uno ve a Daryl Hannah en Kill Bill, de Quentin Tarantino, acaba por pensar que el atractivo erótico, de pirata, de la mujer con un parche en un ojo solo nos lo pueden explicar los psicoanalistas. En 1955 también llevaba uno Olivia de Havilland en una mediocre película de Terence Young titulada That Lady, en castellano La princesa de Éboli. Es decir, Ana de Mendoza de la Cerda y de Silva y Álvarez de Toledo, la dark lady del Siglo de Oro. En el Don Carlos de Schiller y en la ópera homónima de Verdi aparece como secundaria de lujo. Vivió tan solo cincuenta y dos años, pero muy intensos. Repletos de sexo, duelos, conjuras, homicidios, huidas, encarcelaciones espantosas. En los libros de historia es la princesa de Éboli, precisamente la ciudad italiana donde se detuvo el Cristo de Carlo Levi, pero que Ana nunca pisó —había heredado el título del marido—. En crónicas y correspondencia de la época, en cambio, simplemente es «la hembra». Fatal como ninguna otra jamás. Viuda negra y por momentos también muy alegre. «No hay leona más fiera ni fiera más cruel que una linda dama... y como tal se ha de huir», escribían sobre ella. Fue manipuladora, pero tal vez aún más manipulada. «Muy gallarda mujer, aunque fue tuerta», pretendió señorear en un duro mundo de hombres, pero los tiempos todavía no estaban maduros para tentativas de este tipo. Tampoco lo están hoy. Se dice que perdió el ojo cuando, siendo una muchacha, practicaba con el florete con un paje. Según una versión más prosaica, ello se debió, en cambio, a una caída del caballo. Hay quien sospecha incluso que no era tuerta, sino que ocultaba un estrabismo grave. De todas formas, sin ese parche romboidal, de una especial lana mullida que se hizo traer expresamente de Normandía, Ana habría perdido la mitad de su atractivo. Provenía de una de las familias castellanas más poderosas, los Mendoza. Su árbol genealógico estaba colmado de personajes ilustres, pero ella era una persona dispuesta a brillar con luz propia. La princesa de Éboli quiso fabricarse una leyenda totalmente suya. Y negrísima.

      En la vida de Ana de Mendoza todo sucede de prisa. Con trece años fue prometida como esposa al portugués Ruy Gómez de Silva —compañero de juegos y más tarde consejero de confianza de Felipe II—, que supera en edad a su futura esposa en casi un cuarto de siglo. Antes de que el matrimonio fuera celebrado, transcurren cuatro años. Ana los pasa sobre todo con su madre. El padre —un alto funcionario que llegará a ser virrey de Aragón y Cataluña— es un mujeriego insaciable y su relación con la cónyuge muy pronto se enfría. En 1558 Ana da a luz a su primer hijo. En siete años parirá otros nueve, perdiendo a cuatro. En la corte se convierte en amiga íntima de la reina Isabel de Valois. Son los años del tenebroso asunto de don Carlos, el heredero de Felipe encerrado y dejado morir por el padre en una torre. Casi como un presagio de las desgracias que golpearán a la princesa. Pero Ana no las puede prever. En 1569 se traslada con su marido a Pastrana, un pueblecito en el corazón de Castilla cuyo ducado ha obtenido. Por entonces ya príncipe de Éboli, Ruy Gómez ha vendido