Eterna España. Marco Cicala. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marco Cicala
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417623487
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la noche del 8 de diciembre de 1588. Tras meses de horror, La Ragazzona avistaba las tierras de las que había partido. Exhausta pero no sometida, avanzaba como un enorme esqueleto flotante: el velamen hecho trizas, la arboladura muy deteriorada, las anclas perdidas. Entonces se vio atrapada por las galernas —los vientos que azotan el noroeste español— y lanzada contra los escollos.

      Los investigadores se frotan las manos. Pero por miedo a equivocarse se muestran cautos: «Existe un noventa y cinco por ciento de probabilidades de que los hallazgos pertenezcan a la gran nave veneciana, construida en Dubrovnik, en Croacia, y alquilada por Felipe II para la expedición a Inglaterra». De la madera no queda nada. Lo han devorado los moluscos xilófagos. Hasta ahora el fondo ha restituido tan solo piezas metálicas localizadas mediante el magnetómetro bajo espesas capas de sedimentos. Cañones. Pero ¿por qué en la zona del pecio no se ha encontrado ningún elemento cerámico que permita la datación de los restos? «En efecto, es extraño», dice Fernández Abella. «Eso y las marcas que hemos encontrado en los sedimentos refuerzan la sospecha de que la zona haya sido “visitada”». Saqueadores de los abismos. Predadores de la Armada perdida.

      Se continúa hurgando en las profundidades. A manera del CSI, porque el área de un antiguo naufragio se parece mucho a la escena de un crimen: «Todo se analiza in situ. Se deja allí. Remover los restos, llevarlos a la superficie, significaría alterar el contexto en el que han sido encontrados, el cual es decisivo para cualquier investigación», explica Fernández Abellán. «Por otro lado, trasladar las piezas podría deteriorarlas todavía más. Además, una convención de la Unesco establece que, en la medida de lo posible, los restos deben permanecer en el ambiente submarino. También el fondo del mar es Patrimonio de la Humanidad».

      Con los siglos, en torno a la tragedia de la Armada se han acumulado capas y capas de leyendas, patrañas y distorsiones propagandísticas. En su mayor parte «made in England», dado que el rechazo de la flota española se convirtió en mito fundacional de la supremacía inglesa sobre los mares y símbolo de la inviolabilidad de Albión. Sin embargo, algunos historiadores y estudiosos han desmontado hoy día muchas de esas invenciones. Comenzando por la presunta inferioridad isabelina frente al coloso invasor. ¿Inglaterra-David contra la España-Goliat? Bulos. Para hacer frente a los ciento treinta buques enviados por Felipe II, la Royal Navy desplegó más de ciento sesenta. Ciertamente, la «mayor flota jamás vista desde la creación del mundo» daba mucho miedo. En la característica formación en media luna —concebida para atenazar al enemigo en un abrazo mortal—, la Armada se extendía a lo largo de casi cuatro kilómetros. En Lepanto todo había funcionado a la perfección. En la misión atlántica fue diferente. Porque solo una minoría de los monstruos españoles eran galeones de combate. En su mayoría «se trataba de medios para el transporte de tropas de desembarco. Naves cuyos amplios cascos y pesadas cargas las volvían torpes y vulnerables», escriben el arqueólogo submarino Colin Martin y el historiador Geoffrey Parker en La Gran Armada. A la desmesura española, los ingleses opusieron naves ligeras y dinámicas, sin los ampulosos castillos de popa y de proa; barcos capaces de zigzaguear en medio de la flota enemiga «descargando dos andanadas de nuestros cañones por cada una de ellos», refería un oficial.

      Y ahora, la artillería. Actualmente parece fuera de duda que la potencia de fuego de la Armada era inferior a la inglesa. Y no solo eso. Los cañones españoles iban montados sobre cureñas de dos ruedas (en cambio, los de la Navy, más ágiles, de cuatro), y eran difíciles de manejar a causa de sus largos soportes y complicados de recargar. Pero si la Grande y Felicísima hizo poco uso de sus bocas de fuego —como atestiguan las grandes cantidades de munición inutilizada encontrada posteriormente—, ello se debió sobre todo a razones de técnica militar. Por tradición, en los galeones españoles se disparaba poco. Tan solo alguna salva para crear confusión entre los enemigos antes de abordarlos y jugárselo todo en el cuerpo a cuerpo. Los almirantes de Felipe II se mantenían fieles a algo que todavía en 1592 defendía el tratadista italiano Eugenio Gentilini respecto a la necesidad de evitar «herir desde lejos, siendo el principal objetivo el abordaje y el combate cuerpo a cuerpo a poca distancia».

      Mas en ninguno de los dos duelos que tuvieron lugar en el canal de la Mancha los ingleses se dejaron abordar. Ni esos ni los combates del 7 y 8 de agosto de 1588 —en los que Drake & Co. utilizaron los legendarios brulotes (una especie de drones kamikazes, barcos sin tripulación abarrotados de explosivos y lanzados contra el enemigo)— derivaron en grandes batallas. Por lo demás, el objetivo de la Armada no era desbaratar la flota isabelina, sino dirigirse hasta Flandes para reunirse con las tropas de tierra: veintisiete mil hombres, entre ellos los mortales y odiados tercios, reunidos por el feroz duque de Parma Alejandro Farnesio, el mejor general de la época. Escoltada por los barcos de guerra de la Armada —que disponía a su vez de diecinueve mil soldados y siete mil marineros—, la flota de desembarco debería haberse dirigido hacia el estuario del Támesis y desde allí remontar hasta Londres. Para derrocar a Isabel, la impía soberana protestante, y retornar Inglaterra —según Madrid, un auténtico Estado canalla— al seno del catolicismo.

      Precedida de grandes procesiones populares y acompañada de tres oras de plegaria diaria de toda la corte en El Escorial, la expedición se rigió por la más estricta disciplina religiosa también a bordo. En los barcos estaban severamente prohibidos el juego, la blasfemia y el «pecado nefando» de la sodomía. Solo un barco, el Santiago, llevaba mujeres: treinta y dos mujeres de soldados.

      Megafiasco más que derrota, «el gran designio» que Felipe II consideraba teledirigido directamente por Dios, naufragó por errores de comunicación (el duque de Parma conoció las fechas de la operación tan solo en el último momento); por el excepcional mal tiempo (en julio parecía diciembre), y por las innovaciones bélicas adoptadas por los ingleses (a las cuales, ironía de la historia, había contribuido precisamente Felipe II al modernizar la Navy durante su breve matrimonio con María Tudor).

      Pero la verdadera catástrofe comenzó una vez finalizados los combates. Cuando, sin contacto con el ejército de Flandes, dispersa e impelida por los vientos hacia el mar del Norte, la Armada a la fuga decidió regresar a España, en vez de por el canal de la Mancha, que estaba bloqueado por la Navy, circunnavegando Gran Bretaña e Irlanda. Un periplo de 2.625 millas náuticas, más de 4.860 kilómetros. Durante los cuales se desataron epidemias y hambrunas, y todos los animales de carga —caballos, mulas— fueron arrojados al mar para ahorrar agua. Fue definido sarcásticamente como «un viaje de Magallanes» por el capitán Alonso Martínez de Leyva, que tal vez sea uno de aquellos nobles de rostro oblongo retratados por el Greco, y que, frente a Londonderry, naufragó en la galeaza Gerona junto a la flor y nata de la nobleza española (en proporción, la aristocracia sufrió más pérdidas que el pueblo). Perdidas en aguas desconocidas y hostiles, más de sesenta naves españolas desaparecieron durante la gran fuga.

      Los españoles albergaban esperanzas respecto a la solidaridad de los católicos irlandeses. Quienes, en cambio, temiendo la venganza de sus señores ingleses, se abalanzaban sobre los náufragos para robarles. Desde su barco a punto de hundirse, el capitán Cuéllar observaba la playa, que estaba llena de enemigos que bailaban ante su desgracia y que, tan pronto como uno de ellos tocaba tierra, saltaban sobre él a centenares, dejándolo completamente desnudo. Las órdenes de los ingleses habían sido claras: los españoles fugitivos debían ser exterminados. Tal vez haciéndolos pasar por el corredor de la muerte, entre dos filas de hombres que los mataban a golpes de espada, maza o cuchillo. Tan solo algo de consideración para los miembros de la nobleza: fueron repatriados tras el pago de los pertinentes rescates. A diferencia de la victoriosa Isabel, que después de la gesta dejó que nueve mil de sus hombres murieran de tifus y disentería, el derrotado Felipe se distinguió por su clemencia y piedad. No atribuyó el fracaso al almirante jefe, el duque de Medina Sidonia, que se había mostrado muy reacio a aceptar el encargo y había obedecido solo para evitar acusaciones de cobardía. «El gran almirante» conservó sus títulos y se le permitió retirarse a sus agradables posesiones andaluzas. En cuanto a los supervivientes, el soberano se encargó de que fueran licenciados con indemnizaciones justas. Intelectual introvertido, abrumado por el imponente fantasma de su padre Carlos V, «el rey prudente» encajó esta gran humillación con su habitual aplomo. ¿Dios le había vuelto la espalda? Paciencia: alabemos igualmente a Dios.

      La