Eterna España. Marco Cicala. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marco Cicala
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417623487
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tiene poca o casi ninguna necesidad de libros. He aquí: en el modesto «poca o casi ninguna» está comprendida de forma matizada, en un pliegue barroco —como queráis llamarlo—, toda la carga de la agudeza, la virtud genial —al mismo tiempo religiosa y política— de la España áurea.

      Aunque fue elevada a doctora de la Iglesia por el papa Pablo VI, Teresa no fue una santa docta. Sin embargo, ya fuera poquísimo o casi nada, siempre estuvo ligada al mundo de los libros. En su Vida, surgen continuamente experiencias de lectura totalizadoras, de aquellas que golpean, imprimen un giro, dan la vuelta a la brújula: las Cartas de san Jerónimo, los Moralia de san Gregorio, sobre todo las Confesiones de Agustín y el Tercer abecedario del místico Francisco de Osuna. Textos que la bombardean con destellos. Mas sin transformarla en una intelectual. Intelectuales lo son en todo caso los que la controlan, los inquisidores, los confesores que hasta el final diseccionan su fervor, sus dudosos carismas, para saber si éxtasis, arrebatos, transverberaciones, levitaciones y matrimonios espirituales son auténticos o un tumor demoniaco.

      Con todo, sin esos centinelas de la ortodoxia hoy no leeríamos nada o casi nada de Teresa de Ávila. Porque fueron ellos, los guardianes de la fe, quienes la empujaron a vaciar la bolsa sobre la página. Si hubiera sido por ella, no habría escrito ni una línea. Tenía mucho que hacer. Encontrarse en tête-à-tête con Jesucristo en la oración mental. Fundar en oleadas nuevos conventos carmelitas. Llamar al orden una Orden ya comprometida en miles de negocios mundanos. Racionalización, revisión del gasto de las cajas conventuales («Hallaba tantos inconvenientes para tener renta y veía ser tanta causa de inquietud y aun distracción»), reducción de personal (no más de doce hermanas más una madre superiora por convento), le atrajeron acusaciones de protagonismo, desencadenando las polémicas y los cotilleos típicos de las épocas en las que la Iglesia ve su propio ordenamiento agitado por ráfagas favorables a la pobreza. Mujer bella y robusta, de elegancia innata («le quedaba bien incluso un harapo»), Teresa predicó la austeridad en una España que no quería oír hablar de estrecheces, viviendo como estaba el auge de la riqueza exprimida del Nuevo Mundo americano.

      Teresa de Cepeda y Ahumada nació el 28 de marzo de 1515 en el seno de una familia acomodada y, por parte de padre, de ascendencia hebrea. Dado que veintitrés años antes los judíos habían sido expulsados, reducidos a la clandestinidad u obligados a convertirse, aquellos que quedaban no tenían otra opción que identificarse con el agresor. Mostrándose como cristianos con denominación de origen hasta el exceso de celo, la superación, el sacrificio. Por eso los hermanos de Teresa parten hacia las Indias para combatir, exportar la fe, ganarse a sablazos los galones de la hidalguía, a veces perdiendo incluso el pellejo; mientras que ella se hace monja, mística impetuosa, revolucionaria obediente. Y pronto llega a ser santa. Tan solo treinta y cinco años tras su muerte. Un récord.

      «Vivo sin vivir. Muero porque no muero». Teresa hablaba de la muerte con conocimiento de resucitada. Porque la había pasado. Con veinticuatro años —a causa de una desnutrición voluntaria, vómitos biliares, diversas dolencias— la creen acabada. Le dan la extremaunción y están preparados para enterrarla. Pero el padre se opone. Conociéndola, no se fía. Y acierta. Días después, Teresa se recupera. Pero es un esqueleto inerte. Apenas mueve un dedo. Saldrá de esta moviéndose a gatas durante meses. Es la misma persona que más tarde veremos transformarse en una especie de beatnik, en heroína on the road. Mujer «inquieta y andariega», errante, comentan con suspicacia sus superiores. De Castilla a Andalucía, funda conventos carmelitas —orden reformada en versión descalza— rehabilitando establos, almacenes, casas en ruinas. A pie, a lomos de una mula, haciendo autostop al paso de los carros de campesinos, avanza a duras penas entre tierras calcinadas, pasos sepultos bajo la nieve, campamentos a la intemperie, posadas de mala muerte. Le sobra ímpetu, si bien lleva consigo la muerte como si le hubiera quedado en el cuerpo una bala que no la hubiera matado. Mira a menudo el reloj, pues se alegra mucho al sentir cómo discurre el tiempo, porque piensa que ya ha pasado otra hora de vida. Y está más cerca el anhelado reencuentro con el Altísimo.

      En la autobiografía, cupio dissolvi y vitalismo se unen en una escritura torrencial, arrolladora, sencilla y clara, para nada pulida, toda ella imágines y digresiones, «desgreñada», «casi de vanguardia», apuntaba el difunto Italo Alighiero Chiusano en la introducción a una edición de la Vida traducida por él mismo. En los límites de la cursilería, se podría definir ese libro como «un blog del alma». Si no fuera porque —en su abrumadora mayoría— esos discursitos «internetianos» son vitrinas narcisistas. Mientras que durante trescientas cincuenta páginas la autoirónica Teresa martillea una y otra vez con lo de «desconfiar de sí». Y disgregando la espectacularización del ego extrae un antídoto contra el demonio. Satanás, de hecho, no engaña a quien no se fía de sí mismo.

      Emil Cioran, Raymond Carver, Gertrude Stein o Vita Sackville West, la «novia» de Virginia Woolf... en la modernidad muchos se han visto hechizados de diversas formas por los escritos de Teresa. Los cuales, sin embargo, hoy nos atraen como una lengua cuya llave de acceso hemos perdido. Porque, queramos o no, todos somos hijos de una civilización del deseo. En cambio, aquellas páginas son duras, a menudo impenetrables, concreciones de una épica de la voluntad. Impulso hasta la anulación de la voluntad.

      Coged el pasaje de la Vida en el que se recuerda el encuentro con el místico Pedro de Alcántara. Quien, para no perder la concentración, siempre mantenía la vista baja y nunca miraba a nadie a los ojos. Se había habituado a dormir no más de una hora y media por la noche con una viga como almohada, en una celda tan angosta que no le permitía estirarse. «Tan extrema su flaqueza que no parecía sino hecho de raíces de árboles». Porque comía cada ocho días. Cuando Teresa le preguntó cómo lo lograba, él le respondió: «No es difícil. Basta con acostumbrarse».

      La obra maestra en la que Bernini inmoviliza en el mármol la famosa visión del ángel que atraviesa la santa con una flecha siempre es mencionada por quienes sostienen que las experiencias teresianas no son otra cosa que orgasmos histéricos. Pero se trata de psicobanalidades de una colección de estupideces modernas. No obstante, es verdad que los escritos de Teresa, así como la lírica de su amigo Juan de la Cruz o más tarde el Quijote, los dramas de Calderón o El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, son explosiones de inventiva que entran en erupción como géiseres de la corteza de una sociedad rígidamente formalizada en códigos. Y que, por tanto, fomentaba la sublimación. Sin la cual no hay arte.

      Teresa de Ávila continuó con sus «visiones» hasta el final; para los místicos estas no son huidas de la realidad, sino atisbos de un real absoluto. En octubre de 1582 tiene sesenta y siete años. Desangrada por un cáncer de útero, ha llegado al final del trayecto. Pide el viático. Está a punto de dormirse para siempre. Pero, justo tras recibir la hostia, salta de rodillas sobre el lecho y, como si hubiera rejuvenecido de repente, invoca al Señor. Después vuelve a acostarse. Con los ojos cerrados, aferra el crucifijo mientras sonríe con júbilo. Pide a la enfermera que se le acerque. Posa su cabeza entre los brazos de aquella y, anudada a ella, expira. Esta vez de verdad.

      Reflexionando en torno a todo esto, en el 2015 vuelvo a Ávila, que se prepara para celebrar los quinientos años del nacimiento de la santa. La idea sería que alguna hermana me explicara cómo se vive hoy la herencia teresiana en el lugar donde comenzó la aventura. Elijo empezar por la Encarnación. Es el convento, situado no muy lejos de las murallas medievales, en el que Teresa entró como joven monja y del que salió como madre superiora y revolucionaria de la fe, volviendo a poner orden en una Orden demasiado contaminada por el mundo, pero a la vez inyectándole también un cierto audaz buen humor. En la zona dedicada a museo puedes ver la celda, los manuscritos, los modestos efectos personales, las rejillas a las que —ella a un lado y él al otro— la monja y su confesor, Juan de la Cruz, se asían levitando en feliz conversación. Para hablar con la madre superiora me dicen que debo tocar un timbre. Que, de hecho, es una campanilla. Tilín, tilín. Pocos instantes después una vocecita chirría: «¿Sííí?». Se filtra a través de la madera crujiente del torno, un cilindro giratorio que todavía es el único punto de contacto entre ciertas comunidades de clausura y el siglo. En los libros lees: «La alegría es el sello del Carmelo». La hermana cuyo rostro jamás conoceré me lo confirma: con gran regocijo me comunica