Los códigos de honor masculinos[23] en determinadas culturas obligan al hombre, aunque no sea consciente de ello, a caminar de determinada manera, a adaptar su cuerpo a reglas inscritas en la idea de lo varonil.
El privilegio masculino es también una trampa y encuentra su contrapartida en la tensión y contención permanentes, a veces llevadas al absurdo, que impone a cada hombre el deber de afirmar en toda circunstancia su virilidad[24].
La exaltación de los valores masculinos puede conllevar el miedo y la angustia que suscita la feminidad al asociarse con la debilidad y la vulnerabilidad. ¿Sería acaso la práctica hiperbólica del culturismo, del body-building, una nueva versión del fortalecimiento corporal como antídoto ante la temible feminización? Sobre esta materia merece la pena recordar la instalación realizada por Jesús Martínez Oliva en la exposición «Transgenéric@s» (San Sebastián, 1998). El artista puso un pie un pequeño habitáculo en cuyo interior dispuso moldes de grupos musculares (pectorales, deltoides, bíceps...) cubiertos de maquillaje. Se colegía de esta efímera instalación que la construcción del cuerpo varonil no es sino otra forma de mascarada[25]. Su título: Muscle Room.
Según Bourdieu la virilidad debe ser validada por los demás hombres; no sucede así con la feminidad en las mujeres. El refuerzo de las solidaridades viriles parece indicarlo. Estas prácticas colectivas masculinas llevan a veces a conductas temerarias o abiertamente brutales y violentas, como las violaciones colectivas practicadas por bandas de adolescentes en Europa, Estados Unidos, Latinoamérica, como una variante desclasada de la visita en grupo al burdel.
La ternura y los afectos en cambio desvirilizan. Y perder la estima y el respeto del grupo puede herir a muchos muchachos.
La virilidad […] es una noción eminentemente relacional, construida ante y para los demás hombres y contra la feminidad, en una suerte de miedo de lo femenino, y primero en sí misma[26].
El lazo entre virilidad y violencia abunda en muchos contextos sociales y en distintas representaciones culturales. El uso de armas[27] es una fase significativa de algunos ritos de iniciación, ritos de paso que distinguen a muchachas de muchachos y que tienen como finalidad separar al niño del entorno de la madre para fomentar su masculinización. De esto se desprende que la masculinidad no es una verdad natural sino que obedece a reglas y pautas aprendidas. ¿Cómo se forja esta masculinidad? Mediante juegos, el deporte, la caza, el rito del corte de pelo, la dolorosa circuncisión y la entrega de objetos que aluden a la virilidad, verbigracia, el cuchillo. Todos estos ejemplos proceden del estudio realizado por Bourdieu sobre la sociedad kabila.
La masculinidad se moldea, así también la feminidad, y no podrían ser menos las prácticas y las posturas sexuales que asimismo están construidas y obedecen en parte a valores y jerarquías. ¿Cómo entender si no la prevalencia de la penetración vaginal y la posición del misionero? ¿Tan sólo por la exaltación de la reproducción? El acto sexual del coito ha sido descrito a menudo como un ejercicio de posesión, una prueba de dominación. En ese sentido, en determinadas épocas y contextos culturales y sociales, la relación heterosexual se inscribe en el ámbito de la conquista, casi militar. Muchos estudios demuestran que las mujeres ven en el acto sexual mucho más que la penetración: un conjunto complejo en donde acariciar, hablar, abrazar alcanzan suma importancia. La valoración generalizada de la penetración como la práctica sexual par excellence está vinculada a la actividad[28] mientras que quien es penetrado se ve asociado con la pasividad y con una posición secundaria, sumisa. Un sujeto viril, masculino, no puede ser penetrado pues quedaría feminizado y por ende devaluado siguiendo esta lógica heterosexista, misógina y homófoba que se da también en ocasiones en las prácticas homosexuales: quien sodomiza es un hombre, quien es sodomizado un puto, una interpretación prevalente en muchos sectores del mundo chicano y en el México actual[29], entre otros lugares. De este aserto se desprende que la peor humillación para un hombre de verdad es verse transformado en mujer, feminizado, ahembrado. La carga peyorativa de esta cadena de conceptos sigue vigente en distintos países y culturas tanto en aquellas (Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Holanda…) en las que existe un sentido identitario gay como en las que está ausente, como es el caso del mundo musulmán, que castiga duramente a los homosexuales[30], considerándolos faltos de hombría. La dicotomía actividad/pasividad en relación al género se manifiesta asimismo en la posición que ocupa el sujeto que observa. Según Laura Mulvey:
En un mundo ordenado por la desigualdad sexual, el placer de mirar se encuentra dividido entre activo/masculino y pasivo/femenino. La mirada masculina determinante proyecta sus fantasías sobre la figura femenina que se organiza de acuerdo con aquélla. En su tradicional papel exhibicionista las mujeres son a la vez miradas y exhibidas, con su apariencia fuertemente codificada para causar un fuerte impacto visual y erótico, por lo que puede decirse que connotan una «ser-mirada-idad» (to-be-looked-at-ness)[31].
Bien es cierto que desde que se escribieron estas palabras en 1975 se ha producido un notable incremento de mujeres que han activado la mirada en su función escópica y placentera, sin embargo este proceso de articulación de poder no ha sido todavía suficiente para derribar el dominio falogocéntrico y sus esquemas binarios.
Hasta el momento he apoyado parte de mis reflexiones sobre la violencia simbólica y el género en las cavilaciones propuestas por Bourdieu. Creo oportuno complementar sus ideas con las luminosas aportaciones que ha realizado Judith Butler acerca del trabajo sobre el género. En particular porque esta labor tiene como objetivo determinar la manera en que somos constituidos por normas y convenciones que nos preceden y nos sobrepasan. Butler no se limita a constatar el grado de opresión sino que busca soluciones en las vías y posibilidades que tenemos de desarrollar un poder de actuación (agency), y de convertirnos en géneros diferentes. Conocer cuál es la capacidad de actuar, ya que somos personas constreñidas por cierto tipo de fuerzas culturales, es de capital importancia. Butler sostiene que no estamos del todo determinados y aprisionados/sujetos por dichas fuerzas, ya que podemos también estar dispuestos a la improvisación, a la maleabilidad, la repetición y el cambio. En ese sentido se podría inferir que Butler está más cerca de Lacan que Bourdieu cuando se refiere a cómo se constituye el sujeto que viene precedido de discursos y lenguaje. Sin embargo, paradójicamente, y en consonancia con algunas teorías humanistas e individualistas que hablan del potencial de autonomía del sujeto, la autora de Undoing Gender reconoce cierta capacidad, parcial, de maniobra en el hacer del individuo.
Lacan propuso que para que el sujeto se constituya, para que aparezca y se forme debe manifestarse la forclusion (la exclusión). Con ello indicaba que todo sujeto estaba incompleto y que no podía alcanzarse una comprensión absoluta del yo. En tanto que sujeto siempre existe algo que se nos escapa sobre nuestros orígenes o sobre el sentido de nuestros actos, de nuestra sexualidad. La exclusión del pasado, de todo lo que nos precede, es la condición soberana de formación