Dado que este estudio comprende un largo periodo histórico en el que han emergido variadas teorías sobre la modernidad, la vanguardia, las neovanguardias y la posmodernidad, en sus distintas arterias y derivaciones, parece a todas luces oportuno tener en cuenta los rasgos y características centrales de estas nociones manejadas por historiadores y críticos remisos a considerar la importancia transversal y estructural del género, y que prefieren ante todo abrazar una weltanschauung del arte acrítica, despolitizada y de raigambre machista.
El feminismo me ha servido de instrumental para adentrarme en la disección del sentido de las distintas representaciones de la violencia de género, a sabiendas de que determinadas visiones historiográficas lo desdeñan o son contrarias a aceptar la utilidad de estos dispositivos críticos y conceptuales. El modernismo en la historia del arte se caracteriza por su formalismo, su ahistoricismo, y también, en su lenguaje visual extremo, por su reverencia sin tacha hacia la vanguardia, y también por su admiración sin límites por la figura del artista individualista fraguado como héroe. El modernismo (asentado en las teorías de Clement Greenberg y Michael Fried y en sus numerosos epígonos) ha desplegado una concepción del arte entendido como expresión individual, orillando la necesaria reflexión social y la inserción en la colectividad. En un polo intelectual opuesto, el feminismo[12] aporta, entre muchas otras cosas, una vía epistemológica que sirve de freno al arte contemplativo, cuyos objetivos ensimismados buscaban defender valores universales a la par que transcendentes (con el pretexto de no caer en las realidades sociales prosaicas). Esta visión modernista del arte como materia autónoma, con su propio credo, inherente a la argamasa estética, desgajada de las circunstancias sociales de su producción y circulación, ha sido enormemente influyente. Y se ha expandido por cátedras universitarias, facultades de bellas artes, revistas y publicaciones, galerías, centros y museos, medios de comunicación, Internet, el mercado.
Antes de clavar el bisturí para hacer un corte en ese cuerpo inmenso de discursos, interpretaciones y miradas sobre las artes visuales en el siglo XX, parece perentorio dotarse de conocimientos y teorías que posibiliten desentrañar el funcionamiento del orden fálico. Recurriré para ello sobre todo a Pierre Bourdieu y a la citada ut supra Judith Butler, pero antes, por razones de cronología, quisiera exponer que no ha resultado tarea fácil concluir que la naturalización de las relaciones de género como esencias inamovibles impide el avance social y la igualdad de derechos. Las ideas de Gayle Rubin vierten luz al respecto. En 1975 publicó The Traffic in Women. En este texto la autora norteamericana detecta e identifica la existencia del sistema sexo/género, percibido como un factor estructural y universal. Huelga decir que Rubin no indaga en todas las culturas que en el mundo han sido y siguen siendo – habría supuesto un trabajo ímprobo e inabarcable– y que sus observaciones se centran particularmente en el ámbito occidental. Rubin expuso que los razonamientos que aportó la teoría marxista para explicar la opresión de la mujer no son convincentes, pues se focalizan en torno a la materia económica, a la explotación de clase. Sin duda esta explicación está revestida de valor, pero no ayuda a comprender por qué las mujeres de familias pudientes, incluso de recursos astronómicos, también pueden estar discriminadas. Asimismo, Rubin no descuida a Freud, al que disecciona en pos de una teorización plausible sobre la construcción del sujeto; y llega a la conclusión de que las normas de género que separan a hombres y mujeres en dos polos antitéticos se han naturalizado de tal modo que resultan de ardua identificación. Una de sus aportaciones más valiosas, teniendo en cuenta la temprana fecha, consiste en señalar que en cada sociedad se pone en marcha un sistema, un mecanismo específico que convierte el sexo en género. Rubin no utiliza la denominación de estrategia en el sentido foucaultiano ni echa toda la responsabilidad de la estructura de género en el pozo sin fondo del patriarcado, aunque por descontado este régimen opresivo ha contribuido sobremanera al mantenimiento de las normas de género. Por otro lado, y pionera también en este aspecto, Rubin sostuvo que el sistema que fija la dualidad sexo/género por la cual a un sexo anatómico le corresponde un género marcado y etiquetado, no hace sino alimentar y producir la supremacía de la heterosexualidad. La autora no llega sin embargo a desarrollar y teorizar el concepto de heterosexismo que propondría después Adrienne Rich en Compulsory Heterosexuality and Lesbian Existence (1980), es decir, el sinfín de discursos que excluyen cualquier orientación sexual que no sea la heterosexual, devaluando entre otros el lesbianismo. Unos años más tarde, en 1984, Rubin publica su Thinking Sex[13], un texto que da fe de que su evolución es notable y en el que sale al paso de las tentativas censoras de un sector del feminismo norteamericano, capitaneado por Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin, que pretendieron prohibir la pornografía en aras de que ésta perpetuaba la subordinación de las mujeres. Tras el periodo transcurrido desde The Traffic in Women, Rubin asume las formulaciones de Michel Foucault manifestadas en su Historia de la sexualidad, donde estudia la relación entre el deseo y las específicas prácticas sociales de acuerdo al contexto histórico de que se trate. Gayle Rubin no llega en su reflexión tan lejos como lo hará Judith Butler en 1990 al proponer que no sólo el género es un constructo social sino que también lo es el sexo, un concepto igualmente inventado. Rubin enfatizaba que, sin negar la relación entre género y sexualidad, estas categorías se configuran normativamente como esferas diferenciadas, sin embargo, pensaba que a un género determinado no tiene por que aplicársele una sexualidad prefijada, como la realidad demuestra y se puede comprobar en la praxis si se carece de anteojeras.
Asumir y recoger la relevancia de estas reflexiones no agota los razonamientos que se adentran en la relación entre género y violencia. Pierre Bourdieu se planteó una serie de preguntas cuya eficacia quisiera comentar en esta introducción ya que se refieren a la importancia del cuerpo. Es sabido que los estudios sobre el cuerpo estuvieron presentes desde mediados de los años sesenta en los distintos frentes en los que bregaron las feministas. El cuerpo devendría un verdadero campo de batalla (el aborto[14], los anticonceptivos, la sexualidad de la mujer, la de gays y lesbianas).
Según Pierre Bourdieu[15], la fuerza simbólica y la violencia simbólica se ejercen sobre los cuerpos incluso de forma poco aparente, inconsciente, podría decirse. Importa plantearse si resulta posible o no, o es meramente ilusorio, controlar mediante la conciencia y la voluntad la violencia simbólica o si en cambio ésta se inscribe en lo más íntimo de los cuerpos, en forma de dispositivos disciplinadores que acogotan el sujeto. La opresión se produce en parte con el beneplácito del sujeto oprimido, en este caso, apunta el ideador de La misère du monde, en aquellas mujeres que se hacen eco de las normas de género y reproducen el orden fálico. De esta reflexión se desprenden algunas dudas: ¿asignar la responsabilidad de algunas mujeres en su propia opresión es fruto de esta violencia simbólica? ¿Las disposiciones a la sumisión que se observan en el comportamiento de las víctimas son el resultado de estructuras objetivas, o mejor dicho consuetudinarias, escritas en el cuerpo de las dominadas bajo la forma de esquemas de percepción y de disposición? ¿Cómo remover las estructuras sociales del cuerpo inmersas en la inercia y la opacidad? Parece más creíble afirmar que en realidad se trata de inercia y opacidad históricas, concretas, específicas, de reglas interiorizadas por mujeres y hombres, construidas a lo largo de los años, de los decenios, de los siglos de aclimatación al orden masculino.
La revolución simbólica invocada por el movimiento feminista no puede reducirse a una simple conversión de las conciencias y de las voluntades. Por el hecho de que el fundamento de la violencia simbólica reside no en las conciencias mistificadas