Comprender el género como una categoría histórica es aceptar que el género, entendido como una forma cultural de configurar el cuerpo, está abierto a su continua reforma, y que la «anatomía» y el «sexo» no existen sin un marco cultural (como el movimiento intersex ha demostrado claramente)[2].
Es ese marco cultural el que hace entendible que sea habitual que a los niños se les toleren más conductas agresivas y violentas sobre la creencia de que estos actos fortalecen la masculinidad. Desde una perspectiva crítica con la divisoria de género no hay duda de que los niños aprenden a serlo y a identificarse con su género, entre otras, a través de los comportamientos violentos. Sin embargo, en su evolución posterior no todos los niños responden de la manera esperada. Es fácilmente constatable la existencia de niñas de actitudes violentas. Con esto se da claramente a entender que hay múltiples respuestas ante estímulos forzados u obligados en la educación.
Los embates dialécticos generados por las distintas ramas del feminismo, y sobre todo las aportaciones de la teoría queer desde 1990 han puesto en tela de juicio la adscripción de la masculinidad al varón y la feminidad a la mujer como categorías e identidades fijas, más allá de la orientación sexual. Esta contribución de trasfondo revolucionario ha suscitado recelos, incluso críticas acerbas en los sectores que, amparándose en un rechazo a un supuesto igualitarismo neutralizante de los sexos, insisten en reivindicar las diferencias absolutas entre niños y niñas. Diferencias[3] que consideran intrínsecas e inherentes entre los sexos[4] y que se sustentan en fórmulas espurias, en embustes indemostrables y en prejuicios como la existencia de disimilitudes en la estructura del cerebro según el sexo. Que supuestamente fomentaría una mayor capacitación de las mujeres para la lengua y la literatura mientras que los hombres la tendrían para las matemáticas. Este tipo de apreciaciones no son inocentes; delatan una concepción del mundo que pivota en torno al determinismo genético, al que se añaden algunas gotas, en el mejor de los casos, de influencia y contaminación social. Por ejemplo, al decir que en lo que respecta a los niños, a partir de una tierna edad, comienzan a imitar las conductas de los adultos, de las personas que tienen a su alrededor. Con este argumento se pretende dar a entender que existen unos valores de género (masculinos y femeninos) genuinos, auténticos, que se perfeccionan del todo en la adultez y que los niños mediante el remedo y el modelado de comportamientos, gestos y actitudes, que son los principales medios de socialización y de formación de la identidad sexual, los repiten y a base de reiterarlos, se hacen hombres o mujeres. El fondo de las teorías de Judith Butler es de mayor enjundia. La autora de Bodies That Matter. On the discursive limits of «sex» (1993), asegura que el cuerpo funciona como una superficie donde se inscribe el género y que tanto éste como el sexo son construcciones inventadas que por tanto nada tienen que ver con una supuesta verdad natural. Butler refuta la idea de una esencia prelingüística interna y reivindica que los actos de género no son performed (actuados, llevados a cabo) por el sujeto sino que constituyen performativamente al sujeto, que es un efecto o consecuencia del discurso más que su causa. No existe un original de género que se copie o imite, sino que todo son copias. No parece apropiado hablar de ser mujer o ser hombre sino de hacer de mujer o hacer de hombre y así toda esta retahíla de fabricaciones puede ser parodiada, imitada, repetida.
La noción de parodia de género […] no supone que exista un original imitado por tales identidades paródicas. De hecho, la parodia es de la noción misma de un original; así como la noción psicoanalítica de identificación de género se constituye por la fantasía de una fantasía –la transfiguración de otro que siempre es ya una «figura» en ese doble sentido–, así la parodia de género revela que la identidad original sobre la que se modela el género es una imitación sin un origen[5].
Hemos regresado así al origen del que partía al inicio en el que los hipotéticos progenitores realizaban preparativos en función de lo que creen inherente a lo que debe ser un niño o una niña, según los requisitos de la normalidad heterocentrada. De ahí la dificultad de escapar de las constricciones sociales. En ese sentido conviene ser consciente de que la fantasía de una libertad absoluta en la actividad del individuo, de la persona, no es sino eso: fantasía. El sujeto, y valga la redundancia, está sujeto, preso en el lenguaje, en las leyes y normas sociales, vehiculadas mediante estrategias de poder, que son de orden fálico. Pero el sujeto, mediante la resistencia a las imposiciones y al dominio, es capaz de generar poder, parafraseando a Foucault, y por tanto cambios, transformaciones, otras formas de ver la vida.
Sobre estos cimientos teóricos trataré de edificar una interpretación del impacto, ora obvio, ora sutil, del androcentrismo en el arte, en las imágenes, en la cultura visual. Es preciso puntualizar que no me mueve la cultura de la queja, aunque sin duda del análisis de la huella del sexismo en la historia del arte del siglo XX, sobre todo en las representaciones que se han convertido en canónicas, podría extraerse la idea de que otras imágenes podían haber sido posibles, sin caer en estereotipos ni en lugares comunes. No se trata, por consiguiente, de contraproponer imágenes positivas, angelicales, frente a un séquito de pinturas, esculturas, fotografías, etc. preñadas de machismo y misoginia. Tampoco de reconcomerse en el victimismo. Como ha señalado la profesora Marsha Meskimmon[6], en tiempos recientes, el foco de los planteamientos feministas en el arte ya no está puesto en lo doméstico, ni en los confines de la feminidad, ni siquiera en la indignación por la falta de presencia de las mujeres en los órganos de decisión, aunque todos estos factores pesan sin duda en muchos países. Todo ello no define ya la crítica y el cuestionamiento del orden fálico y este cambio de enfoque se puede achacar, al menos en parte, a que la posición geopolítica de la mujer se ha modificado a lo largo de la centuria pasada y sigue haciéndolo en el siglo XXI.
El objetivo de este ensayo radica en la exploración del apabullante androcentrismo y de las distintas y variadas formas y caras que adquiere la violencia de género, y por ende la multiplicidad de prismas que se pueden adoptar para la representación de la violencia machista. No es mi intención estudiar el llamado «arte de mujeres» ni tampoco el «arte de hombres», categoría ésta no acuñada pero que podría haberlo sido por un simple prurito nivelador. A nadie se le escapa que tras esta improbable denominación subyacería una orgullosa pretensión de universalidad, totalmente innecesaria pues todo arte canónico que merezca ser llamado de ese modo es de índole masculinista y avasallador en su hegemonía. O mejor dicho, y puntualizo, lo ha sido. En ese sentido el enfoque que plantearé ha de estar trabado con la historicidad y con la contingencia, que permitirá observar que la práctica artística en lo que se refiere a las cuestiones de género que me ocupan está claramente entreverada con asuntos relativos a la cultura, a la raza, a la nacionalidad, a la clase; y todos ellos sirven de factores de mediación y de intersección con el andamiaje del género.
Dicho esto conviene tratar de definir qué entender por violencia y, de modo más específico, qué por violencia de género. La pertinencia de la definición obedece a que la omnipresencia de la violencia en distintas sociedades y contextos puede emborronar la comprensión de fenómenos que pueden ser de orden heteróclito, lo que requiere de un esfuerzo de interpretación. En esa línea parece imprescindible afinar la agudeza para hurgar en los componentes de la violencia y sus razones, si las hubiere, porque una elasticidad excesiva en la significación de los fenómenos violentos puede resultar decepcionante, ya que se corre el riesgo de vaciar el contenido al incluir en la denominación de violencia cualquier cosa evitable que