Parafraseando a Bourdieu se puede afirmar que las disposiciones y las formas de pensar y obrar (lo que Bourdieu denomina habitus) son inseparables de las estructuras (habitudines según Leibniz) que las producen y reproducen, tanto en los hombres como en las mujeres en la estructura del mercado de bienes simbólicos: de ahí que las mujeres en algunas sociedades son tratadas como objetos que circulan de abajo hacia arriba y que poseen un valor de intercambio. El sistema mítico-ritualizado ratifica el principio de inferioridad de la mujer y su exclusión del poder. Y este sistema perdura hoy en algunos países como Yemen, Arabia Saudí, Sudán, donde las mujeres son tratadas como mercancías.
Bourdieu afirma que el mercado matrimonial (la transacción matrimonial) es el epicentro y el dispositivo central del terreno de los intercambios simbólicos, de las relaciones de producción y reproducción del capital simbólico. Todo esto se acentúa en sociedades como la kabila que estudió con pormenor Bourdieu. En otras sociedades, el mayor valor del niño varón sigue siendo una constante, por ejemplo en India contemporánea. El padre decide cuándo una niña debe contraer matrimonio por determinadas razones, como asegurarse el futuro económico propio y de la familia cedente.
A juicio de Bourdieu la violencia simbólica no opera en el orden de las intenciones conscientes, deliberadas, brutales. Se está ejerciendo dicha violencia en los actos discriminatorios consuetudinarios, en las exclusiones implícitas por parte de la autoridad paterna, en las tradiciones perpetuadas, en el lenguaje, en los gestos condescendientes. Por ejemplo, en el hecho de que en muchas zonas de África sean las mujeres las únicas en recorrer kilómetros para transportar agua, o que sean rebajadas en una situación formal empleando algún diminutivo, o que se ceda el paso a una mujer a la hora de cruzar una puerta: son elecciones aparentemente inofensivas del inconsciente que contribuyen a construir la situación disminuida de la mujer. No parecen violentas en el sentido literal del término pero lo son porque segregan y generan hábito. Son actitudes inconscientes, en el sentido de no reflexionadas, pero se pueden detectar y corregir. La dominación masculina no puede separarse de la historia y aunque haya sido constante y contumaz no siempre se ha mostrado con el mismo rostro. El género, según Judith Butler y Eve Kosofsky Segwick, no se puede modificar a voluntad. No es una elección, o un simple papel a desempeñar o un artificio de quita y pon. Es algo que precede al sujeto antes incluso de que éste adquiera la base lingüística.
Los esquemas del inconsciente sexuado no son «alternativas estructurantes fundamentales» (fundamental structuring alternatives), como lo pretende Goffman, sino estructuras históricas y altamente diferenciadas, salidas de un espacio social él mismo altamente diferenciado, que se reproducen a través de los aprendizajes ligados a la experiencia que los agentes tienen de las estructuras de estos espacios[17].
En este inconsciente preñado de historia y de raíces sociales la imposición de principios de dominación se ejerce en el seno del universo más privado. También en otras esferas como la escuela y el estado que hoy por hoy son instituciones que imponen dichas normas masculinas. De ahí la resistencia de los sectores conservadores religiosos en algunos países occidentales (Estados Unidos, España, Francia…) respecto de la enseñanza de las realidades plurales de las distintas formas de familia existentes. Es en la familia donde se impone la experiencia precoz de la división sexual del trabajo y de la representación legitimadora de esta división, garantizada por el derecho e inscrita en el lenguaje. Y esa realidad se traslada al ámbito escolar como vehículo formador pero que puede modificarse a partir de parámetros que recogen la diversidad humana. El ámbito escolar es un espacio influyente en el que desde los ideales de la ilustración, y sobre todo a partir de la influencia del igualitarismo promovido por el feminismo, se ha combatido la tradición aristotélica que hace del hombre el principio activo y de la mujer el elemento pasivo. Sin embargo, las fuerzas fácticas usan distintas formas de presión para evitar que en la escuela[18] penetre la diversidad palpable y comprobable en los nuevos agrupamientos familiares (homosexuales, monoparentales…). Que podrían trastocar el orden fálico en que se asienta la divisoria de género. Una divisoria tradicional apuntalada en la idea de que hombre y mujer son dos pilares opuestos e inamovibles, que responden a actitudes, comportamientos y naturalezas diferentes. Y que estos mantienen el orden social, de lo que se extraería que las reglas que emanan del hombre y del padre son distintas de las que se deducirían de la mujer y de la madre. Lo que es más, del hombre se desprendería el aprendizaje de la fuerza, la autoridad y el riesgo mientras que de la mujer la conservación de la vida y los sentimientos. Obviamente este reduccionismo de género no se acopla bien con la multitud de circunstancias, de deseos y de valores que transmiten mujeres y hombres en diferentes lugares del planeta.
La pujanza del orden masculino se percibe en el hecho de que no requiere justificación. La visión androcéntrica se impone como si fuera neutra y no necesita enunciar su legitimidad en sus discursos. Este orden se aplica en la división sexual del trabajo, en la distribución estricta de las actividades según el sexo, en el disímil lugar simbólico con que son tratadas la masculinidad y la feminidad. También en la estructuración del espacio. El público reservado a los hombres y el privado (la casa) a la mujer. La mujer ha carecido, y todavía es así en muchos países y culturas, de una habitación propia, a room of one’s own, como escribió Virginia Wolf en 1929. Aún en tiempos actuales existen separaciones espaciales según el sexo, como en algunas culturas campesinas donde la casa está dividida en espacios para la mujer como la cuadra y el jardín, amén de la cocina. Evidentemente cualquier análisis riguroso del género en el espacio conduce, como ha señalado Beatriz Colomina[19], al matiz, pues importa tomar en consideración muchos elementos: la época, la clase social, el contexto político. Inclusive la propia mitología del tiempo que, como ha estudiado Pierre Bourdieu, se ha construido para hablar del día, año agrario o ciclo de la vida con momentos de ruptura, masculinos, y largos periodos de gestación, femeninos. Siguiendo ese razonamiento se puede colegir que las diferencias biológicas y anatómicas han servido para justificar la diferencia social como una justificación natural. Que necesita de la argamasa del poder del lenguaje para poderse expandir. Asumido ese poder, Bourdieu dedicó atención a la diferenciación de género de las palabras, remontándose al periodo histórico anterior al Renacimiento, donde detecta la ausencia de términos anatómicos para describir el sexo de la mujer, que se representaba como compuesto de los mismos órganos que el del hombre pero organizado de modo diferente[20]. En ese discurso negador de la anatomía femenina la vagina sería un pene invertido[21]. Bourdieu no se limita a la civilización occidental y hace acopio de ejemplos que demuestran que en la cultura kabila hay términos que asocian el comportamiento del hombre con hacer frente o enfrentarse a las dificultades, mientras que las mujeres son descritas como seres que bajan la cabeza y la mirada. Dicho esto no puede sorprender que las producciones generadas por las mujeres hayan sido definidas como cosas pequeñas y sencillas, carentes de trascendencia y relieve social.
El lenguaje no actúa únicamente mediante el manejo de la palabra. La gestualidad del cuerpo constituye también un lenguaje. Bourdieu lo ha explorado llegando a concluir que hasta las poses, las posturas –rebautizadas por el pensador francés como hexis– y las posiciones obedecen a una divisoria entre masculinidad y feminidad. Nancy M. Henley en Body Politics, Power, Sex and Non-Verbal Communication[22] lo explica con detalle, en particular en el conocimiento de cómo se enseña a la niña a ocupar el espacio, a caminar, a adoptar las posiciones adecuadas del cuerpo, a mantener las piernas juntas y nunca separadas, gesto éste que se permite y alienta en