La Ilíada. Homer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Homer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664160997
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El hijo de Peleo, no amainando en su ira, denostó nuevamente al Atrida con injuriosas voces: «¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste á tomar las armas con la gente del pueblo para combatir, ni á ponerte en emboscada con los más valientes aqueos: ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones, en el vasto campamento de los aqueos, á quien te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque mandas á hombres abyectos...; en otro caso, Atrida, éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy á decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este cetro que ya no producirá hojas ni ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran justicia y guardan las leyes de Júpiter (grande será para ti este juramento). Algún día los aquivos todos echarán de menos á Aquiles, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban y perezcan á manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de los aqueos.»

      245 Así se expresó el Pelida; y tirando á tierra el cetro tachonado con clavos de oro, tomó asiento. El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose. Pero levantóse Néstor, suave en el hablar, elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían más dulces que la miel—había visto perecer dos generaciones de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron con él en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera,—y benévolo les arengó diciendo:

      254 «¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande para la tierra aquea! Alegraríanse Príamo y sus hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su corazón, si oyeran las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los dánaos lo mismo en el consejo que en el combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más jóvenes que yo. En otro tiempo traté con hombres aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto todavía ni veré hombres como Pirítoo, Driante pastor de pueblos, Ceneo, Exadio, Polifemo, igual á un dios, y Teseo Egida, que parecía un inmortal. Criáronse éstos los más fuertes de los hombres; muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con los montaraces Centauros, á quienes exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en su compañía—habiendo acudido desde Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron—y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no obstante lo cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras. Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la moza, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los magnánimos aqueos; ni tú, Pelida, quieras altercar de igual á igual con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que usara cetro y á quien Júpiter diera gloria. Si tú eres más esforzado, es porque una diosa te dió á luz; pero éste es más poderoso, porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas la ira contra Aquiles, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso combate.»

      285 Respondióle el rey Agamenón: «Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero este hombre quiere sobreponerse á todos los demás; á todos quiere dominar, á todos gobernar, á todos dar órdenes que alguien, creo, se negará á obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso, ¿le permiten por esto proferir injurias?»

      292 Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquiles: «Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que dices; manda á otros, no me des órdenes, pues yo no pienso obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No he de combatir con estas manos por la moza, ni contigo, ni con otro alguno, pues al fin me quitáis lo que me disteis; pero de lo demás que tengo cabe á la veloz nave negra, nada podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea, inténtalo, para que éstos se enteren también; presto tu negruzca sangre correría en torno de mi lanza.»

      304 Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron y disolvieron la junta que cerca de las naves aqueas se celebraba. El hijo de Peleo fuése hacia sus tiendas y sus bien proporcionados bajeles con Patroclo y otros amigos. El Atrida botó al mar una velera nave, escogió veinte remeros, cargó las víctimas de la hecatombe para el dios, y conduciendo á Criseida, la de hermosas mejillas, la embarcó también; fué capitán el ingenioso Ulises.

      312 Así que se hubieron embarcado, empezaron á navegar por la líquida llanura. El Atrida mandó que los hombres se purificaran, y ellos hicieron lustraciones, echando al mar las impurezas, y sacrificaron en la playa hecatombes perfectas de toros y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la grasa llegaba al cielo, enroscándose alrededor del humo.

      318 En tales cosas ocupábase el ejército. Agamenón no olvidó la amenaza que en la contienda hiciera á Aquiles, y dijo á Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores: «Id á la tienda del Pelida Aquiles, y asiendo de la mano á Briseida, la de hermosas mejillas, traedla acá; y si no os la diere, iré yo con otros á quitársela y todavía le será más duro.»

      326 Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió. Contra su voluntad fuéronse los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron á las tiendas y naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquiles, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y haciendo una reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:

      334 «¡Salud, heraldos, mensajeros de Júpiter y de los hombres! Acercaos; pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamenón que os envía por la joven Briseida. ¡Ea, Patroclo de jovial linaje! Saca la moza y entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades; porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar á la vez en lo futuro y en lo pasado, á fin de que los aqueos se salven combatiendo junto á las naves.»

      345 De tal modo habló. Patroclo, obedeciendo á su amigo, sacó de la tienda á Briseida, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos de mala gana. Aquiles rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y sentándose á orillas del espumoso mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió á su madre muchos ruegos: «¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Júpiter altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamenón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa que él mismo me arrebató.»

      Tetis oyó á Aquiles y emergió, como niebla, de las espumosas ondas...

      (Canto I, versos 357 á 359.)

      357 Así dijo llorando. Oyóle la veneranda madre desde el fondo del mar, donde se hallaba á la vera del padre anciano, é inmediatamente emergió, como niebla, de las espumosas ondas, sentóse al lado de aquél, que lloraba, acaricióle con la mano y le habló de esta manera:

      362 «¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.»

      364 Dando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros: «Lo sabes. ¿Á qué referirte lo que ya conoces? Fuimos á Tebas, la sagrada ciudad de Eetión; la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron equitativamente los aqueos, separando para el Atrida á Criseida, la de hermosas mejillas. Luego Crises, sacerdote del flechador Apolo, queriendo redimir á su hija, se presentó en las veleras naves aqueas con inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían de áureo cetro, en la mano; y suplicó á todos los aqueos, y particularmente á los dos Atridas, caudillos de pueblos. Todos los aqueos aprobaron á voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, á quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje. El anciano se fué irritado; y Apolo, accediendo á sus ruegos, pues le era muy querido, tiró á los argivos funesta saeta: morían los hombres unos en pos