43 Idomeneo quitó la vida á Festo, hijo de Boro el meonio, que había llegado de la fértil Tarne, introduciéndole la formidable lanza en el hombro derecho, cuando subía al carro: desplomóse Festo, tinieblas horribles le envolvieron y los servidores de Idomeneo le despojaron de la armadura.
49 El Atrida Menelao mató con la aguda pica á Escamandrio, hijo de Estrofio, ejercitado en la caza. Á tan excelente cazador, la misma Diana le había enseñado á tirar á cuantas fieras crían las selvas de los montes. Mas no le valió ni Diana, que se complace en tirar flechas, ni el arte de arrojarlas en que tanto descollaba: tuvo que huir, y el Atrida Menelao, famoso por su lanza, le dió un picazo en la espalda, entre los hombros, que le atravesó el pecho. Cayó de bruces y sus armas resonaron.
59 Meriones dejó sin vida á Fereclo, hijo de Tectón Harmónida, que con las manos fabricaba toda clase de obras de ingenio porque era muy caro á Palas Minerva. Éste, no conociendo los oráculos de los dioses, construyó las naves bien proporcionadas de Alejandro, las cuales fueron la causa primera de todas las desgracias y un mal para los teucros y para él mismo. Meriones, cuando alcanzó á aquél, le hundió la pica en la nalga derecha; y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro lado. El guerrero cayó de hinojos, gimiendo, y la muerte le envolvió.
69 Meges hizo perecer á Pedeo, hijo bastardo de Antenor, á quien Teano, la divina, criara con igual solicitud que á los hijos propios, para complacer á su esposo. El hijo de Fileo, famoso por su pica, fué á clavarle en la nuca la puntiaguda lanza, y el hierro cortó la lengua y asomó por los dientes del guerrero. Pedeo cayó en el polvo y mordía el frío bronce.
76 Eurípilo Evemónida dió muerte al divino Hipsenor, hijo del animoso Dolopión, que era sacerdote de Escamandro y el pueblo le veneraba como á un dios. Perseguíale Eurípilo, hijo preclaro de Evemón; el cual, poniendo mano á la espada, de un tajo en el hombro le cercenó el robusto brazo, que ensangrentado cayó al suelo. La purpúrea muerte y el hado cruel velaron los ojos del troyano.
84 Así se portaban éstos en el reñido combate. En cuanto al hijo de Tideo, no hubieras conocido con quiénes estaba, ni si pertenecía á los teucros ó á los aqueos. Andaba furioso por la llanura cual hinchado torrente que en su rápido curso derriba puentes, y anegando de pronto—cuando cae en abundancia la lluvia de Júpiter—los verdes campos, sin que puedan contenerle diques ni setos, destruye muchas hermosas labores de los jóvenes; tal tumulto promovía el hijo de Tideo en las densas falanges teucras que, con ser tan numerosas, no se atrevían á resistirle.
95 Tan luego como el preclaro hijo de Licaón vió que Diomedes corría furioso por la llanura y tumultuaba las falanges, tendió el corvo arco y le hirió en el hombro derecho, por el hueco de la loriga, mientras aquél acometía. La cruel saeta atravesó el hombro y la loriga se manchó de sangre. Y el preclaro hijo de Licaón, al notarlo, gritó con voz recia:
102 «¡Arremeted, teucros magnánimos, aguijadores de caballos! Herido está el más fuerte de los aqueos; y no creo que pueda resistir mucho tiempo la fornida saeta, si fué realmente Apolo, hijo de Júpiter, quien me movió á venir aquí desde la Licia.»
106 Tan jactanciosamente habló. Pero la veloz flecha no postró á Diomedes; el cual retrocediendo hasta el carro y los caballos, dijo á Esténelo, hijo de Capaneo:
109 «Corre, buen hijo de Capaneo, baja del carro y arráncame del hombro la amarga flecha.»
111 Así dijo. Esténelo saltó á tierra, se le acercó y sacóle del hombro la aguda flecha; la sangre chocaba, al salir á borbotones, contra las mallas de la loriga. Y entonces Diomedes, valiente en el combate, hizo esta plegaria:
115 «¡Óyeme, hija de Júpiter, que lleva la égida! ¡Indómita deidad! Si alguna vez amparaste benévola á mi padre en la cruel guerra, séme ahora propicia, ¡oh Minerva!, y haz que se ponga á tiro de lanza y reciba la muerte de mi mano, quien me hirió y se gloría diciendo que pronto dejaré de ver la brillante luz del sol.»
121 Tal fué su ruego. Palas Minerva le oyó, agilitóle los miembros todos y especialmente los pies y las manos, y poniéndose á su lado pronunció estas aladas palabras:
124 «Cobra ánimo, Diomedes, y pelea con los teucros; pues ya infundí en tu pecho el paterno intrépido valor del jinete Tideo, agitador del escudo, y aparté la niebla que cubría tus ojos para que en la batalla conozcas á los dioses y á los hombres. Si alguno de aquéllos viene á tentarte, no quieras combatir con los inmortales; pero si se presentara en la lid Venus, hija de Jove, hiérela con el agudo bronce.»
133 Dicho esto, Minerva, la de los brillantes ojos, se fué. El hijo de Tideo volvió á mezclarse con los combatientes delanteros; y si antes ardía en deseos de pelear contra los troyanos, entonces sintió que se le triplicaba el brío, como un león á quien el pastor hiere levemente al asaltar un redil de lanudas ovejas y no lo mata, sino que le excita la fuerza: el pastor desiste de rechazarlo y entra en el establo; las ovejas, al verse sin defensa, huyen para caer pronto hacinadas unas sobre otras, y la fiera sale del cercado con ágil salto. Con tal furia penetró en las filas troyanas el fuerte Diomedes.
144 Entonces hizo morir á Astinoo y á Hipirón, pastor de hombres. Al primero le metió la broncínea lanza por el pecho; contra Hipirón desnudó la espada, y de un tajo en la clavícula separóle el hombro del cuello y la espalda. Dejóles y fué al encuentro de Abante y Poliido, hijos de Euridamante, que era de provecta edad é intérprete de sueños: cuando fueron á la guerra, el anciano no les interpretaría los sueños, pues sucumbieron á manos del fuerte Diomedes, que les despojó de las armas. Enderezó luego sus pasos hacia Janto y Toón, hijos de Fénope—éste los había tenido en la triste vejez que le abrumaba y no engendró otro hijo que heredara sus riquezas,—y á entrambos les quitó la dulce vida, causando llanto y pesar al anciano, que no pudo recibirlos de vuelta de la guerra; y más tarde los parientes se repartieron la herencia.
159 En seguida alcanzó Tideo á Equemón y á Cromio, hijos de Príamo Dardánida, que iban en el mismo carro. Cual león que, penetrando en la vacada, despedaza la cerviz de un buey ó de una becerra que pacía en el soto; así el hijo de Tideo los derribó violentamente del carro, les quitó la armadura y entregó los corceles á sus camaradas para que los llevaran á las naves.
166 Eneas advirtió que Diomedes destruía las hileras de los teucros, y fué en busca del divino Pándaro por la liza y entre el estruendo de las lanzas. Halló por fin al fuerte y eximio hijo de Licaón; y deteniéndose á su lado, le dijo:
171 «¡Pándaro! ¿Dónde guardas el arco y las voladoras flechas? ¿Qué es de tu fama? Aquí no tienes rival y en la Licia nadie se gloría de aventajarte. Ea, levanta las manos á Júpiter y dispara una flecha contra ese hombre que triunfa y causa males sin cuento á los troyanos—de muchos valientes ha quebrado ya las rodillas,—si por ventura no es un dios airado con los teucros á causa de los sacrificios, pues la cólera de una deidad es terrible.»
179 Respondióle el preclaro hijo de Licaón: «¡Eneas, consejero de los teucros, de broncíneas lorigas! Parécese completamente al aguerrido hijo de Tideo: reconozco su escudo, su casco de alta cimera y agujeros á guisa de ojos y sus corceles, pero no puedo asegurar si es un dios. Si ese guerrero es en realidad el belicoso hijo de Tideo, no se mueve con tal furia sin que alguno de los inmortales le acompañe, cubierta la espalda con una nube, y desvíe las veloces flechas que hacia él vuelan. Arrojéle una saeta que le hirió en el hombro derecho, penetrando por el hueco de la loriga; creí enviarle á Plutón, y sin embargo de esto no le maté; sin duda es un dios irritado. No tengo aquí bridones ni carros que me lleven, aunque en el palacio de Licaón quedaron once carros hermosos, sólidos, de reciente construcción, cubiertos con fundas y con sus respectivos pares de caballos que comen blanca cebada y avena. Licaón, el guerrero anciano, entre los muchos consejos que me diera cuando partí del magnífico palacio, me recomendó que en el duro combate mandara á los teucros subido en el carro; mas yo no me dejé convencer—mucho mejor hubiera sido seguir su consejo—y rehusé llevarme los corceles por el temor de que, acostumbrados á comer bien, se encontraran