711 Cuando Juno, la diosa de los níveos brazos, vió que ambos mataban á muchos argivos en el duro combate, dijo á Minerva estas aladas palabras:
714 «¡Oh dioses! ¡Hija de Júpiter, que lleva la égida! ¡Indómita deidad! Vana será la promesa que hicimos á Menelao de que no se iría sin destruir la bien murada Ilión, si dejamos que el pernicioso Marte ejerza sus furores. Ea, pensemos en prestar al héroe poderoso auxilio.»
719 Dijo; y Minerva, la diosa de los brillantes ojos, no desobedeció. Juno, deidad veneranda hija del gran Saturno, aparejó los corceles con sus áureas bridas, y Hebe puso diligentemente en el férreo eje, á ambos lados del carro, las corvas ruedas de bronce que tenían ocho rayos. Era de oro la indestructible pina, de bronce las ajustadas admirables llantas, y de plata los torneados cubos. El asiento descansaba sobre tiras de oro y de plata, y un doble barandal circundaba el carro. Por delante salía argéntea lanza, en cuya punta ató la diosa un yugo de oro con bridas de oro también; y Juno, que anhelaba el combate y la pelea, unció los corceles de pies ligeros.
733 Minerva, hija de Júpiter, que lleva la égida, dejó caer al suelo el hermoso peplo bordado que ella misma tejiera y labrara con sus manos; vistió la loriga de Jove, que amontona las nubes, y se armó para la luctuosa guerra. Suspendió de sus hombros la espantosa égida floqueada que el terror corona: allí están la Discordia, la Fuerza y la Persecución horrenda; allí la cabeza de la Gorgona, monstruo cruel y horripilante, portento de Júpiter, que lleva la égida. Cubrió su cabeza con áureo casco de doble cimera y cuatro abolladuras, apto para resistir á la infantería de cien ciudades. Y subiendo al flamante carro, asió la lanza ponderosa, larga, fornida, con que la hija del prepotente padre destruye filas enteras de héroes cuando contra ellos monta en cólera. Juno picó con el látigo á los bridones, y abriéronse de propio impulso, rechinando, las puertas del cielo de que cuidan las Horas—á ellas está confiado el espacioso cielo y el Olimpo—para remover ó colocar delante la densa nube. Por allí, á través de las puertas, dirigieron los corceles dóciles al látigo y hallaron al Saturnio, sentado aparte de los otros dioses, en la más alta de las muchas cumbres del Olimpo. Juno, la diosa de los níveos brazos, detuvo entonces los corceles, para hacer esta pregunta al excelso Jove Saturnio:
757 «¡Padre Júpiter! ¿No te indignas contra Marte al presenciar sus atroces hechos? ¡Cuántos y cuáles varones aqueos ha hecho perecer temeraria é injustamente! Yo me aflijo, y Ciprina y Apolo se alegran de haber excitado á ese loco que no conoce ley alguna. Padre Júpiter, ¿te enfadarás conmigo si á Marte le ahuyento del combate causándole graves heridas?»
764 Respondióle Júpiter, que amontona las nubes: «Ea, aguija contra él á Minerva, que impera en las batallas, pues es quien suele causarle más vivos dolores.»
767 Así se expresó. Juno, la diosa de los níveos brazos, obedecióle y picó á los corceles, que volaron gozosos entre la tierra y el estrellado cielo. Cuanto espacio alcanza á ver el que sentado en alta cumbre fija sus ojos en el vinoso ponto, otro tanto salvan de un brinco los caballos, de sonoros relinchos, de los dioses. Tan luego como ambas deidades llegaron á Troya, Juno paró el carro en el lugar donde el Símois y el Escamandro juntan sus aguas; desunció los corceles, cubriólos de espesa niebla, y el Símois hizo nacer la ambrosía para que pacieran.
778 Las diosas empezaron á andar, semejantes en el paso á tímidas palomas, impacientes por socorrer á los argivos. Cuando llegaron al sitio donde estaba el fuerte Diomedes, domador de caballos, con los más y mejores de los adalides que parecían carniceros leones ó puercos monteses, cuya fuerza es grande, se detuvieron; y Juno, la diosa de los níveos brazos, tomando el aspecto del magnánimo Esténtor, que tenía vozarrón de bronce y gritaba tanto como cincuenta, exclamó:
787 «¡Qué vergüenza, argivos, hombres sin dignidad, admirables sólo por la figura! Mientras el divino Aquiles asistía á las batallas, los teucros, amedrentados por su formidable pica, no pasaban de las puertas dardanias; y ahora combaten lejos de la ciudad, junto á las cóncavas naves.»
792 Con tales palabras les excitó á todos el valor y la fuerza. Minerva, la diosa de los brillantes ojos, fué en busca del hijo de Tideo y le halló junto á su carro y sus corceles, refrescando la herida que Pándaro con una flecha le causara. El sudor le molestaba debajo de la abrazadera del redondo escudo, cuyo peso sentía el héroe; y alzando éste con su cansada mano la correa, se enjugaba la denegrida sangre. La diosa apoyó la diestra en el yugo de los caballos y dijo:
800 «¡Cuán poco se parece á su padre el hijo de Tideo! Era éste de pequeña estatura, pero belicoso. Y aunque no le dejase combatir ni señalarse—como en la ocasión en que, habiendo ido por embajador á Tebas, se encontró lejos de los suyos entre multitud de cadmeos y le dí orden de que banqueteara tranquilo en el palacio,—conservaba siempre su espíritu valeroso; y desafiando á los jóvenes cadmeos, los vencía fácilmente en toda clase de luchas. ¡De tal modo le protegía! Ahora es á ti á quien asisto y defiendo, exhortándote á pelear animosamente con los teucros. Mas, ó el excesivo trabajo de la guerra ha fatigado tus miembros, ó te domina el exánime terror. No, tú no eres hijo del aguerrido Tideo Enida.»
814 Respondióle el fuerte Diomedes: «Te conozco, oh diosa, hija de Júpiter, que lleva la égida. Por esto te hablaré gustoso, sin ocultarte nada. No me domina el exánime terror ni flojedad alguna; pero recuerdo todavía las órdenes que me diste. No me dejabas combatir con los bienaventurados dioses; pero si Venus, hija de Júpiter, se presentara en la pelea, debía herirla con el agudo bronce. Pues bien: ahora retrocedo y he mandado que los argivos se replieguen aquí, porque comprendo que Marte impera en la batalla.»
825 Contestó Minerva, la diosa de los brillantes ojos: «¡Diomedes Tidida, carísimo á mi corazón! No temas á Marte ni á ninguno de los inmortales; tanto te voy á ayudar. Ea, endereza los solípedos caballos á Marte, hiérele de cerca y no respetes al furibundo dios, á ese loco voluble y nacido para dañar, que á Juno y á mí nos prometió combatir contra los teucros en favor de los argivos y ahora está con aquéllos y de sus palabras se ha olvidado.»
835 Apenas hubo dicho estas palabras, asió de la mano á Esténelo que saltó diligente del carro á tierra. Subió la enardecida diosa, colocándose al lado de Diomedes, y el eje de encina recrujió porque llevaba á una diosa terrible y á un varón fortísimo. Palas Minerva, habiendo recogido el látigo y las riendas, guió los solípedos caballos hacia Marte; el cual quitaba la vida al gigantesco Perifante, preclaro hijo de Oquesio y el más valiente de los etolos. Á tal varón mataba Marte, manchado de homicidios. Y Minerva se puso el casco de Plutón, para que el furibundo dios no la conociera.
846 Cuando Marte, funesto á los mortales, los vió venir, dejando al gigantesco Perifante tendido donde le matara, se encaminó hacia el divino Diomedes, domador de caballos. Al hallarse á corta distancia, Marte, que deseaba acabar con Diomedes, le dirigió la broncínea lanza por cima del yugo y las riendas; pero Minerva, cogiéndola y alejándola del carro, hizo que aquél diera el golpe en vano. Á su vez Diomedes, valiente en el combate, atacó á Marte con la broncínea pica, y Palas Minerva, apuntándola á la ijada del dios, donde el cinturón le ceñía, hirióle, desgarró el hermoso cutis y retiró el arma. El férreo Marte clamó como gritarían nueve ó diez mil hombres que en la guerra llegaran á las manos; y temblaron, amedrentados, aquivos y teucros. ¡Tan fuerte bramó Marte, insaciable de combate!
864 Cual vapor sombrío que se desprende de las nubes por la acción de un impetuoso viento abrasador, tal le parecía á Diomedes Tidida el férreo Marte cuando, cubierto de niebla, se dirigía al anchuroso cielo. El dios llegó en seguida al alto Olimpo, mansión de las deidades; se sentó, con el corazón afligido, á la vera del Saturnio Jove; mostró la sangre inmortal que manaba de la herida, y suspirando dijo estas aladas palabras:
872 «¡Padre Júpiter! ¿No te indignas al presenciar tan atroces hechos? Siempre los dioses