– ¡Ah! por la misericordia de Dios, somos buenos hijos de Roma. Sin embargo, ¡si supiérais, doña Juana, de qué manera he sabido que se puede venir de mi cámara á la de la reina sin que nadie lo sepa!
– ¿Pues cómo? ¿no conoce vuestra majestad á quien se lo ha revelado?
– Cerrad las puertas, doña Juana, cerradlas, que no quiero que nadie nos vea, y venid á sentaros después conmigo junto al brasero. Hace frío, sí, sí por cierto, mucho frío. Tenemos que hablar largamente.
Mientras que la duquesa de Gandía cierra las puertas, toda admirada y toda cuidadosa, examinemos al rey, que se había sentado junto al brasero y removía el fuego aspirando su calor con un placer marcado.
Felipe III sólo tenía entonces treinta y tres años, pero su palidez enfermiza y la casi demacración de su semblante le hacían parecer de más edad; su frente era estrecha, sus ojos azules no tenían brillo, ni el conjunto de sus facciones energía; el sello de la raza austriaca, ennoblecido por el emperador Don Carlos, estaba como borrado, como enlanguidecido, como degradado en Felipe III; aquella fisonomía no expresaba ni inteligencia, ni audacia, sino cuando más la tenacidad de un ser débil y caprichoso; el labio inferior, grueso, saliente, signo característico de su familia, no expresaba ya en él el orgullo y la firmeza: había quedado, sí, pero un tanto colgante, expresando de una manera marcada la debilidad y la cobardía del alma; aquel labio en Carlos V había representado la majestad altiva y orgullosa: en Felipe II, el despotismo soberbio; en Felipe III, nada de esto representaba: ni el dominador, ni el déspota se había vulgarizado, se había degradado; no era un rasgo, sino un defecto.
Añádase á esto un cuerpo delgado y pequeño, caracterizado con el aspecto fatigoso de un cansancio habitual, y este cuerpo embutido dentro de un traje de terciopelo negro; añádase un cordón de seda del que cuelga sobre el pecho el toisón de oro; un pequeño puñal de corte, pendiente de un cinturón tachonado de pequeños clavos de plata, y al otro lado un largo rosario negro sujeto al mismo cinturón, y se tendrá una idea de Felipe III, tal cual se presentó á la duquesa de Gandía.
– ¿Habéis cerrado ya, doña Juana? – dijo el rey, después que hubo removido á su placer el brasero y colocádose en la posición más cómoda que pudo.
– Sí, señor.
– ¿Es decir, que no puede escucharnos nadie?
– Nadie, señor.
– Sentáos.
Sentóse la duquesa, pero en una actitud respetuosa y á corta distancia del rey.
– Acercáos, acercáos, doña Juana; hace frío… y sobre todo, tenemos que hablar largamente y á corta distancia, á fin de que podamos hablar muy bajo: vengo á buscaros como un amigo; como un amigo que se confiesa necesitado de vos, no como rey.
– Vuestra majestad puede mandarme siempre.
– No tanto, no tanto, doña Juana; ya sé yo que servís con el alma y la vida…
– A vuestra majestad.
– Ciertamente; sirviendo á Lerma, me servís, porque el duque es mi más leal vasallo.
– Lo podéis afirmar, señor… el duque de Lerma…
– El duque de Lerma me sirve bien; pero aquí, entre los dos, doña Juana, me tiraniza un tanto; á pretexto de que la reina es enemiga suya, me tiene casi divorciado; y la reina… está ofendida conmigo… ya lo sabéis.
La duquesa se encontraba en ascuas: lo que la sucedía era un verdadero compromiso, porque, al fin, el rey era el rey.
La rígida etiqueta de la casa de Austria, con arreglo á la cual raras veces se encontraba el rey libre de una numerosa servidumbre, había impedido hasta entonces que Felipe III la abordase con libertad, en su cualidad de cancerbera de la reina; pero aquella desconocida comunicación secreta, la había entregado sin armas y, lo que era peor, desprevenida, á una entrevista particular con el rey.
La duquesa se calló, no encontrando por el pronto otra contestación mejor que el silencio.
Alentado con este silencio, el rey añadió:
– Vos misma conocéis la razón con que me quejo. Lerma es demasiado receloso, demasiado, y no sé qué motivo pueda tener para desconfiar de la reina, para impedirme mi libre trato con ella.
– Nunca, que yo sepa, se ha cerrado á vuestra majestad la puerta de la cámara de su majestad, ni yo, como camarera mayor, lo hubiera permitido.
– Sí; pero yo creo que las paredes de la cámara de la reina oyen.
– Podrá suceder – respondió la duquesa con intención – , si las paredes de la cámara de su majestad tienen pasadizos como ese.
Y la duquesa señaló la puerta secreta que había quedado abierta.
Sea como fuere – dijo el rey – , cuando Lerma sabe que yo voy á ver á la reina, sabe todo lo que la reina y yo hablamos.
– Protesto á vuestra majestad que ninguna parte tengo…
– No, no digo yo eso, ni lo pienso, doña Juana; pero cuando la expulsión de los moriscos… la reina creía que el edicto era demasiado riguroso… pretendía que los reinos de Granada y Valencia iban á quedar despoblados… me indicó otros medios… estábamos solos la reina y yo… al día siguiente en el despacho, estuvo Lerma taciturno y serio y me hizo comprender con buenas palabras que lo sabía todo… es más: extremó los rigores, sin duda saludables, de la ejecución del edicto, y yo tuve después con la reina un serio disgusto; ahora, con la expedición de Inglaterra, la reina pretende que es aventurada, ruinosa, ineficaz… Lerma ha enviado allá á don Juan de Aguilar y la reina se ha negado á recibirme de todo punto.
Detúvose el rey esperando una respuesta, pero la duquesa no contestó.
– ¿Pero no se os ocurre nada que decirme, doña Juana? – dijo el rey, en el cual se iba haciendo cada vez más visible la impaciencia – ; estáis como asustada…
– En efecto, señor, vuestra majestad acaba de decirlo: estoy asustada, y suplico á vuestra majestad que… señor… perdonadme, pero no se me ocurre nada…
– Pues ello es necesario que se os ocurra, señora mía – insistió el rey con un tanto de aspereza – ; preciso… yo no contaba con encontrar á nadie, porque el papel que me han dejado decía…
– ¡Ah! ¡el papel que han dejado á vuestra majestad…!
– ¡Qué! ¿no os he contado…?
– Vuestra majestad me ha dicho…
– Que no sabía nada acerca de estos pasadizos, y eso es muy cierto. Pero… os exijo el más profundo secreto – exclamó interrumpiéndose y con una gravedad, verdaderamente regia, el rey.
– ¡Señor! ¡señor! ¡mi lealtad!
– ¡Sí! ¡sí! ya sé que la lealtad á sus reyes, es una virtud muy antigua en la noble familia de los Velascos. Y hace frío…
La duquesa removió de nuevo el brasero.
– Del mismo modo os exijo secreto, un secreto absoluto, acerca de lo que está sucediendo.
– ¿Pero qué está sucediendo, señor?
– Sucede que yo estoy hablando mano á mano y á solas con vos.
– Lo que me honra mucho.
– Pues bien; que nadie sepa, doña Juana, que habéis sido honrada de este modo… vos no me habéis visto.
– Crea vuestra majestad, señor…
– Sí, sí, creo que después de lo que os he dicho, seréis discreta. Pero estamos pasando lastimosamente el tiempo.
Y el rey fijó una mirada vaga en la puerta que correspondía á la recámara de la reina.
Aquella mirada hizo