El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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y, últimamente, en una larga percha se veían capas de todos colores y espadas y dagas de todas dimensiones.

      Por el momento nadie reparó en el joven; pero él se encargó de que reparasen en él dirigiéndose á un oficial que traía asida por las dos manos una descomunal cuajadera.

      – ¿Queréis decirme – le preguntó – dónde está el cocinero mayor?

      Dejó el oficial la cuajadera sobre una mesa y se volvió al joven, limpiándose las manos en su mandil.

      – ¡Ta, ta! ¡El cocinero mayor! – dijo con acento zumbón – . Si por ventura venís á buscar trabajo, echadle un memorial.

      – No busco trabajo, le busco á él.

      – No está.

      – Ya sé que no recibe en la cocina; pero si está, decidle que le busca su sobrino, que acaba de llegar de su pueblo y que le trae una carta de su hermano el arcipreste.

      Operóse en la actitud, en el semblante y en las palabras del oficial la misma transformación que se había operado en el lacayo, pero de una manera tan marcada, que el joven no pudo menos de comprender que si su tío era una influencia poderosa en el alcázar, en la cocina era una omnipotencia.

      – ¿Conque vuesa merced es sobrino del señor Francisco Montiño? – dijo el oficial completamente transformado – . ¡Qué diablo! Su merced no está.

      Habían rodeado á la sazón al joven una turba de galopines que le miraban con las manos á las espaldas, ojos que se reían y bocas que rebosaban malicia.

      Como que se trataba de un profano.

      – ¿Y dónde encontraré á mi tío?.. Me urge… me urge de todo punto – dijo el joven con acento impaciente.

      – Yo diré á vuesa merced dónde está su tío – dijo un galopín – : el señor Francisco Montiño está prestado.

      – ¡Cómo prestado! – dijo el oficial.

      – Prestado al señor duque de Lerma – dijo otro pinche.

      – Como que está malo de un atracón de setas el cocinero del duque.

      – Y el duque tiene convidados.

      – Por último, ¿mi tío no volverá probablemente? – dijo el joven.

      – No volverá, caballero – dijo otro de los oficiales – , porque me han encargado que sirva la cena de su majestad.

      – ¿Y dónde vive el duque de Lerma?

      – ¡Toma! – exclamó un pinche como escandalizado – . En su casa; es menester venir de las Indias para no saber dónde vive el duque.

      – Calle de San Pedro, caballero – dijo el oficial encargado accidentalmente de la cocina – ; cualquier mozo de cuerda á quien vuesa merced pregunte le dará razón.

      Tomó el joven las señas que le dieron, las fijó en la memoria, como que tanto le importaban, y despidiéndose de aquella turba, salió y tomó la crujía adelante; pero fué el caso que, como el alcázar era un laberinto para él desconocido, en vez de volver por el mismo camino de antes, tomó la dirección opuesta, bajó unas escaleras, y se encontró en habitaciones amuebladas, entapizadas, alfombradas é iluminadas, porque ya era casi de noche, y en las que había algunos lacayos.

      Pero marchaba el joven de una manera tan decidida, absorto en sus pensamientos y sin reparar en nada, que, sin duda porque por aquella parte habían quedado atrás las entradas difíciles, y no circulaban más que los que estaban autorizados para ello, nadie le preguntó, ni le puso obstáculos, ni le dijo una palabra.

      Y así continuó hasta un estrecho pasadizo, medio alumbrado por un farol clavado en la pared, y enteramente desierto, donde hubo de sacarle de su distracción una voz de mujer, grave, sonora, que hablaba sin duda con otra detrás de una mampara próxima, y que le dejó oír involuntariamente las siguientes palabras:

      – Me va en ello más que piensas… es preciso; preciso de todo punto… ¡oh, Dios mío!

      Nuestro joven hizo entonces lo que en igual situación hubiera hecho el más hidalgo: comprendió que una casualidad le había llevado á un lugar donde dos mujeres se creían solas, que las graves palabras que había oído pertenecían sin duda á un secreto que él no debía sorprender, y se hizo atrás dirigiéndose á la puerta inmediata; pero aquella puerta estaba cerrada.

      Dirigióse á la ventura á otra, pero al llegar á ella se abrió y salió una dama.

      El joven dió un paso atrás, y se quitó el sombrero. La dama que salía dió un ligero grito de sorpresa, y quedó inmóvil.

      – ¿Qué hace este hombre aquí? – dijo con la voz notablemente alterada.

      – Perdonad, señora, pero…

      – ¿Pero qué? – exclamó con impaciencia la dama.

      – Soy forastero: He venido al alcázar á ver á mi tío, y al salir me he perdido.

      – ¿Y quién es vuestro tío?

      – El cocinero mayor del rey.

      – ¡Ah!¿sois sobrino del cocinero mayor? – repuso la dama, cuya voz estaba alterada por una conmoción profunda – ; comprendo: venís de las cocinas.

      – Así es, señora – contestó el joven – , que contrariado y confuso por su torpeza, tenía la vista fija en el suelo.

      – Habéis bajado por las escaleras por donde se sirve la vianda á su majestad; habéis cruzado la galería de los Infantes, y os habéis metido en la portería de damas… ¡y esos maestresalas!.. ¡estarán durmiendo!

      – Yo siento, señora… yo quisiera…

      – ¿Cuánto tiempo hace que estáis en esta galería?

      – Hace un momento, señora; como que al abrir esta puerta, buscaba una salida.

      – ¿Y no habéis oído hablar á nadie?

      – No, señora.

      Y entonces el joven alzó los ojos, miró á la dama y se puso pálido.

      Lo que había causado la palidez del joven, era la hermosura de la dama y la expresión de sus grandes ojos, fijos en él, de una manera particular.

      – La casualidad que os ha traído aquí – dijo la dama – , os pudiera costar cara.

      – Sucédame lo que quiera, me pasará indudablemente menos de ello que de haberos disgustado.

      – Venid – dijo la dama – , cuya voz tenía todavía el acento irritado, trémulo, conmovido.

      Y en paso rápido, fuerte, enérgico, tiró la crujía adelante, llegó á una puerta, abrió su pestillo con un llavín dorado, la pasó y repitió con impaciencia:

      – ¡Seguid! ¡Seguid!

      Se encontró el joven en otra galería menos alumbrada; por último, la dama tomó por una escalera obscura.

      El joven la siguió á tientas; nada veía: sólo percibía el ardiente hálito de la dama, el crujir de su traje de seda, la fuerte huella de su paso.

      Al fin de la escalera sintió abrir una puerta, y la voz de la dama que le dijo:

      – Salid: id con Dios.

      Fué tal el acento de la dama al despedirle, que el joven no se atrevió á contestar: salió, sintió que cerraban la puerta, y se encontró en un ámbito tenebroso, del cual no podía apreciar otra cosa sino que estaba embaldosado de mármol, por el ruido que producían sobre el pavimento sus pisadas.

      Con las manos delante, á tientas, siguió á lo largo de una pared; torció, revolvió, anduvo perdido un gran espacio, y al fin, guiado por el resplandor de una luz que se veía tras una puerta, se dirigió á ella, se encontró en una galería baja y luego en el patio.

      Acontecióle entonces lo que nos acontece cuando despertamos de una molesta