El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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joven condesa de Lemos fué á pedir el agua, murmurando para sí mientras llegaba á la puerta de la cámara:

      – ¡Una pesadilla que la ha puesto azul de miedo! ¡quién será el duende de esta pesadilla!

      Al poco tiempo y después de haber bebido un enorme vaso de agua con vinagre, después de haber logrado con grandes esfuerzos obtener una serenidad aparente, la duquesa dijo á la joven dama de honor:

      – ¡Ya se ve! ¡es tan tétrica esta cámara! luego, esas ventanas que golpean… el ruido de la lluvia… y además… antes de dormirme leía Los miedos y tentaciones de San Antonio Abad.

      – ¡De tentaciones os ocupábais! – dijo la de Lemos – ; pues mirad, señora, la noche está de tentaciones.

      – ¿Vos también leíais?

      – No, señora, pensaba.

      – ¿Y pensando teníais… tentaciones?..

      – Y muy fuertes, señora.

      – ¿Pero de qué? ¿qué diablo os tentaba?

      – El diablo de la venganza.

      – ¡Oiga! – exclamó la duquesa afectando una risa ligera, como para demostrar que había pasado enteramente su terror – : ¿conque queréis vengaros?

      – Me han ofendido.

      –¿Quién?

      – Mucha gente…

      – Pero explicáos, si es que… podemos saber el motivo de vuestra venganza.

      – ¡Ay, Dios mío! sí, señora.

      – Y ¿quién os ha ofendido?

      – Primero el conde de Lemos.

      – ¡Vuestro esposo!

      – Mi esposo… y me ha ofendido gravemente.

      – ¿Pero y en qué?

      – En dar motivo para que le destierren de esta corte; ¡y qué motivo!, un motivo por el cual se ha puesto á nivel de ese rufián, de ese mal nacido, de ese Gil Blas de Santillana.

      – ¡Ah, ah!

      – Descender hasta…

      – Pero eso debe ser una calumnia.

      – No, señora; el conde de Lemos ha cedido á una tentación, y cediendo á ella me ha ofendido á mí… como que hay quien dice…

      – ¡Calumnias!

      – Hay quien dice que hubiera sido capaz de llevarme de la mano y de noche, á obscuras, al cuarto del príncipe don Felipe, solo por heredar á mi padre en el favor del rey, como ha sido capaz de llevar al príncipe don Felipe á los brazos de una aventurera.

      El padre de la condesa de Lemos era el duque de Lerma.

      – ¿Pero quién se atreve á decir eso?

      – Quien se atreve á todo; quien, arrastrándose delante de todo el que puede darle algo, practica los más bajos oficios; quien no se detiene ni ante lo más alto, ni ante lo más grande; quien se atreve hasta á su majestad la reina, no contándome á mí, que soy su dama de honor, y simplemente condesa de Lemos. En una palabra: don Rodrigo Calderón, á quien tan torpemente concede mi padre toda su confianza.

      – ¿Pero estáis loca, doña Catalina? Estáis loca; ¿qué cólera y qué malas tentaciones son esas?

      – Acabo de recibir esta carta.

      La joven sacó de su seno un pequeño billete. La duquesa se estremeció involuntariamente, porque recordó la carta del rey.

      – Leed, leed, doña Juana, porque yo no me atrevo á leer esa carta dos veces.

      La duquesa tomó la carta, se acercó á la luz, buscó sus antiparras, se las caló y leyó lo siguiente:

      «Ayer fuí á vuestra casa y estábais enferma; yo sé que gozáis de muy buena salud: ayer tarde pasé por debajo de vuestros miradores, y al verme, os metísteis dentro con un ademán de desprecio; anoche hicísteis arrojar agua sucia sobre los que tañían los instrumentos de la música que os daba; esta mañana no contestásteis á mi saludo en la portería de damas y me volvísteis la espalda delante de todo el mundo; todo porque no he podido ser indiferente á vuestra hermosura y os amo infinitamente más que un esposo que os ha ofendido, degradándose. Me habéis declarado la guerra y yo la acepto. Empiezo á bloquearos, procurando que el conde de Lemos no vuelva en mucho tiempo á la corte. Tras esto irán otras cosas. Vos lo queréis. Sea. Por lo demás, contad siempre, señora, con el amor de quien únicamente ha sabido apreciaros.»

      La duquesa, después de leer esta carta, se quedó muda de sorpresa.

      – Esta carta – dijo al fin – merece…

      – Merece una estocada – dijo la joven.

      – No por cierto: esta carta merece una paliza.

      – ¿Pero de quién me valgo yo? ¿á quién confío yo…?

      – Mostrad esa carta á vuestro padre.

      – Mi padre necesita á ese infame: además, ésta no es la letra de don Rodrigo; se disculpará, dirá que se le calumnia.

      – ¡Esperad!

      – ¿Que espere?.. ¡bah!, no señor; yo he de vengarme, y he aquí mis tentaciones.

      – Pero ¿qué tentaciones han sido esas?

      – Primero, irme en derechura al cuarto de su majestad.

      – ¡Cómo!

      – Decirle sin rodeos que estoy enamorada del príncipe.

      – ¡Doña Catalina!

      – Que valgo infinitamente más que otra cualquiera para querida de su alteza.

      – ¿Y seríais capaz?..

      – ¿De vengarme?.. ya lo creo.

      – ¿De vengaros deshonrándoos?

      – Un esposo como el mío, que se confunde con la plebe, merece que se le iguale con la generalidad de los maridos.

      – Vos meditaréis.

      – Ya lo creo… y porque medito me vengaré del rey, que no ha sabido tener personas dignas al lado de su hijo, mortificándole; del príncipe, enamorándole y burlándole…

      – ¡Ah! burlándole… es decir…

      – ¡Pues qué! ¿había yo de sacrificarme hasta el punto de deshonrarme ante mis propios ojos?.. no… que el mundo me crea deshonrada, me importa poco: ya lo estoy bastante sólo con estar casada con el conde de Lemos; un marido que de tal modo calumnia, solo merece el desprecio.

      – ¡Cómo se conoce, doña Catalina, que sólo tenéis veinticuatro años y que no habéis sufrido contrariedades!

      – ¡Ah, sí! – dijo suspirando la condesa.

      – ¿Pero supongo que no cederéis á la tentación?

      – Necesario es que yo me acuerde de lo que soy y de donde vengo, para no echarlo todo á rodar: ¡escribirme á mí esta carta!

      Y la condesa estrujó entre sus pequeñas manos la carta que la había devuelto la camarera mayor.

      – ¡Y si este hombre estuviese enamorado de mí, sería disculpable! pero lo hace por venganza.

      – ¡Por venganza!

      – Contra mi marido, porque al procurar un entretenimiento al príncipe, no ha tenido á mano otra cosa que la querida de don Rodrigo Calderón.

      – Tal vez os ame… y aunque esto no es disculpa…

      – Don Rodrigo no me ama… porque…

      – ¿Por qué?

      – Porque no se ama más que á una mujer, y don Rodrigo