– Pero si no es asunto vuestro…
– ¿Sabéis que sois muy curioso, caballero?
– ¡Ah!, perdonad: me callaré.
– No, hablad; hablad.
– Pero si mis palabras os ofenden…
– Habladme de lo que queráis.
– ¡Ah! ¿de lo que yo quiera? Yo quisiera conoceros.
– ¿Y para qué?
– Os repito que debéis ser muy hermosa.
– Mirad no os engañe vuestro deseo.
– Descubrid el rostro.
– Mostraros el rostro ahora sería comprometer acaso un secreto que no es mío.
– ¡Cómo!
– Si pudiérais dar señas de la mujer á quien vais acompañando…
– Soy noble y honrado.
– No os conozco.
– Y sin embargo, os habéis amparado de mí.
– A la ventura, á la desesperada.
– ¿Y no os inspira confianza la manera respetuosa con que os trato?
– Respetuosa y reservada, por ejemplo, no me habéis dicho quiénes eran los dos grandes señores que habéis conocido.
– ¿Y por qué no? Eran el conde de Olivares y el duque de Uceda.
– ¿Y cómo? ¿por qué habéis conocido á esos caballeros?
– Terciaron en mi disputa con el palafrenero.
– ¡Ah!, y decidme: ¿de dónde salían?
– De las caballerizas del rey.
– ¡Ah!, ¡es extraño! – dijo la dama – ; ¡juntos y en público Olivares y Uceda!
Y la dama guardó silencio por algunos segundos.
Seguían andando lentamente; por fortuna la lluvia no arreciaba; y los anchos y bajos aleros de las casas los protegían.
El forastero iba fuertemente impresionado. La tapada apoyaba con indolencia su brazo, un brazo mórbido y magnífico, á juzgar por el tacto; su andar era reposado, grave, indolente; el movimiento de su cabeza lleno de gracia, de atractivo; su voz sonora, dulce, extremadamente simpática, y se exhalaba de ella una leve atmósfera perfumada. Además, una preciosa mano cuajada de anillos y extremadamente blanca y mórbida, sujetaba su manto cerrado sobre su rostro, sin dejar abierto más que un candil, una especie de pliegue demasiado saliente, para que pudiera vérsela ni un ojo.
La noche empezaba á cerrar densamente obscura.
El joven empezaba á aturdirse con lo que le acontecía.
– ¿Y qué aventura os sobrevino en el alcázar cuando os perdísteis?
– Os lo repito: mi aventura en el alcázar ha sido perderme.
– Pero esa es una palabra que puede entenderse de muchos modos.
– ¡Ah, señora…! ¡tengo una sospecha…!
– ¿Qué? – dijo con cuidado mal encubierto la dama.
– Que acaso vos seáis la causa de que yo me haya perdido.
– ¡Yo! ¡y no me conocéis!
– Esa es mi desesperación: que no os conozco, y os recuerdo.
– ¿Sabéis que ya es obra el entenderos? Si no me conocéis, ¿como podéis recordarme?
– Pues ese es el caso: yo os he visto un momento, un momento nada más, y os he visto tan hermosa que me habéis cegado…
– ¿Que me habéis visto? ¿Y dónde?
– Cuando os asísteis á mí, teníais abierto el manto.
– ¡Oh! ¡no! no recuerdo haberme descuidado. Y si no, ¿de qué color son mis ojos?
– Es que vuestra hermosura me ha deslumbrado, señora, y cuando he vuelto á abrir los ojos me he encontrado á obscuras.
– Nos siguen más de cerca – dijo la dama – , y mucho será de que quien nos sigue, á pesar de todo, no me conozca.
– La noche está obscura, señora; hace tiempo que vamos por calles desiertas: al que estorba se le mata.
– ¡Ah! – exclamó la dama y estrechó el brazo del joven.
– Decidme: detened á ese hombre, y no da un paso más.
– ¿Y mataríais por mí á quien no conocéis? ¿á un hombre que ningún mal os ha hecho?
– Sí.
– ¿Y si no fuera yo quien creéis?
– ¿Quién otra pudiera ser?
– La dama de palacio.
– Es que yo no he visto en palacio ninguna dama.
– ¿La habéis prometido callar?
– Os juro que á ninguna dama he visto.
– Decidme… pero rodeemos por esta calle: ¿á qué habéis venido á Madrid?
– A buscar á mi tío, que es el cocinero mayor del rey.
– ¡Ah! ¿y al arrimo de vuestro tío, venís á pretender algún oficio á la corte?
– Yo, señora, no pretendo nada.
– ¿Sois rico?
– Soy pobre. Pero para servir bajo las banderas del rey como soldado, no son necesarios empeños.
– ¿De modo que…?
– Vengo á traer á mi tío el cocinero una carta de mi tío el arcipreste.
– ¡Ah! ¿y de dónde venís…!
– De Navalcarnero.
– ¿Y nunca habéis salido de esa villa?
– Sí, por cierto, señora. He cursado en la Universidad de Alcalá.
– ¡Ah! ¡ya decía yo!
– ¿Y qué decíais vos?
– Que no érais novicio. ¡Estudiante! ¡ya!
– Y estudiante de teología.
– ¿Y ordenado?
– No por cierto. Me gusta más el coselete que la sotana, y luego el amor… ¡poder amar sin ofender á Dios ni al mundo!
– No sabéis hablar más que de amor.
– Pues mirad; hasta ahora no he amado.
– ¿Amáis á la dama del juramento?
– Os juro, señora…
– Si yo fuese la dama de la galería…
– ¡Ah!
– Si yo fuese la que de tan mal talante os echó por una escalera excusada…
– ¿Vos me libertáis de mi promesa?
– Y porque habéis cumplido bien, espero que me contestéis en verdad: ¿es cierto que os he causado tal impresión, que no recordáis mi semblante?
– Os lo juro por mi honra.
– Pues bien; olvidad de todo punto vuestro amor que empieza; es tiempo aún: cuidad que no me volveréis á ver, cuidad que es un sueño lo que os sucede, y seguid callando como callábais.
– ¡Oh! ¡sí! ¡callaré! pero amaré… os amaré… aunque no os conozca… ¡os amaré siempre!.. ¡sin esperanza…!
– Olvidemos locuras y hablemos de lo que importa, porque vamos á separarnos. Parémonos