El duque de Lerma, que después de una larga vida de cortesano, que le había hecho práctico en la intriga, llegó á ser árbitro de los destinos de España como ministro universal al advenimiento al trono de Felipe III, se había visto obligado, desde el principio de su privanza, á rodear al rey de hechuras suyas, á intervenir hasta en las interioridades domésticas de la familia real, y, lo que era más fatigoso y difícil, á contrabalancear la influencia de Margarita de Austria que, menos nula que el rey, quería ser reina.
Esto era muy natural; pero por más que lo fuese no convenía al duque de Lerma, que quería gobernar sin obstáculos de ningún género.
La duquesa de Gandía, pues, con muy buena intención, y creyendo servir á Dios y al rey, era el centinela de vista puesto por el duque junto á la reina.
Servía la duquesa á Lerma tan de buena voluntad, con tan buena intención, ya lo hemos dicho, como que creía que todo lo que faltaba á Felipe III para ser un mediano rey, sobraba á Lerma para ser un buen ministro.
Militaban además en el ánimo de la duquesa en pro del favorito, razones particulares de agradecimiento.
La duquesa era madre.
Lerma favorecía abiertamente á su hijo, el joven duque de Gandía, confiriéndole encargos altamente honoríficos.
Por rico y por noble que sea un hombre, hay ciertos cargos que enaltecen su posición, que aumentan su brillo.
La duquesa de Gandía estaba con justa causa agradecida al duque de Lerma.
Y como los bien nacidos no excusan nunca obligaciones á su agradecimiento, la duquesa servía á Lerma por convicción y por deber.
Pero era el caso que Lerma tenía más vanidad que perspicacia, y solía suceder que construyese sus más soberbios edificios sobre arena.
Así es que con frecuencia se equivocaba en la elección de sus instrumentos, tomando lastimosamente la adulación por afecto y el servilismo por solicitud.
El duque de Lerma se había creado sus enemigos en sus mismos instrumentos, y debía conservar el poder hasta el momento en que, robustecidos por él sus adversarios, se encontrasen bastante fuertes para derrocarle.
Respecto á la duquesa de Gandía, la equivocación de Lerma había sido de distinto género: ella le servía de buena fe, pero la duquesa no servía para el objeto á que la había destinado el duque.
Porque la reina era más perspicaz, y sin ser un prodigio, porque en los tiempos de Felipe III, los prodigios personificados habían dejado completamente de manifestarse en España; sin ser un prodigio la reina, tenía un claro talento, y maravillosamente desarrollada esa cualidad que se llama astucia femenil.
Desde el principio comprendió Margarita de Austria que su camarera mayor era un instrumento de Lerma, y no le rompió porque prefería un enemigo de quien podía burlarse, á arrostrar el peligro de que, más precavido el duque, ó más atinado en una segunda elección, la pusiese al lado una influencia más temible.
La reina, pues, procuró neutralizar el poder de Lerma respecto al insuficiente espía que la había puesto al lado, colmando de favores y distinciones á la duquesa y demostrándola un cariño de amiga, más que de soberana.
La duquesa tragó el anzuelo, y no vió de la reina más que lo que la reina quiso que viese.
Lerma no logró, pues, nunca saber á lo que debía atenerse á ciencia cierta respecto á la reina.
La duquesa creía verlo todo, y halagada de una parte por los favores del favorito, y de otra por el cariño traidor de la reina, vivía tranquila y feliz, salvo algunos disgustos inherentes á su posición, inevitables.
Como mujer de Estado, tenía satisfecha su vanidad, creyéndose uno de los primeros y más importantes resortes del gobierno.
Como mujer particular, había pasado de la edad de las pasiones, gozaba del respeto y de la consideración de todo el mundo, y pasaba la parte de vida que la dejaban libre los delicados deberes de su alto cargo, rezando, leyendo vidas de santos ó durmiendo.
De lo expuesto se deduce que la duquesa de Gandía vivía soñando.
Y como la vida es sueño, vivía.
Para algo hemos presentado á nuestros lectores esta señora.
Ella va á servirnos de medio para empezar á conocer de una manera gráfica, por decirlo así, á uno de los más importantes personajes de nuestro drama.
Aquella misma noche en que acontecieron al sobrino de su tío las extraordinarias aventuras que dejamos relatadas en el capítulo anterior, y cabalmente en los momentos en que el joven sostenía su extraño diálogo con la dama encubierta, doña Juana de Velasco estaba sentada en un ancho sillón forrado de terciopelo, al lado de una mesa, leyendo á la luz de los dobles mecheros de un enorme velón de plata, un no menos enorme libro á dos columnas, mal impreso y cuyo papel era fuertemente moreno.
Aquel libro tenía por título: Miedos y tentaciones de San Antonio Abad.
La habitación en que la duquesa se encontraba era una extensa cámara del alcázar, cuyas paredes estaban cubiertas de damasco rojo, y adornadas con enormes cuadros del Tiziano, de Rafael y de Pantoja de la Cruz.
El techo, obscuro, de pino, tallado profundamente, según el gusto del Renacimiento, estaba, á causa de su altura, casi perdido en la sombra, que no alcanzaba á disipar la insuficiente luz del velón; acontecía lo mismo respecto á las paredes que, veladas por una penumbra opaca, hacían aparecer de una manera extraña y descompuesta las figuras de los cuadros; y el fuego brillante de un brasero colocado á cierta distancia, en la sombra, contribuía á dar cierto aspecto fantástico y siniestro á aquella silenciosa cámara, en la cual no se veía de una manera determinada más que el plano de la mesa en que estaba el velón, parte de la pared, en que proyectaba una sombra fuerte la pantalla, y medio cuerpo de la duquesa, con su toca blanca y su vestido negro, leyendo en silencio y con una atención gravísima.
No se oía ruido alguno, á excepción del zumbar del viento, y el chasquido de una ventana que el viento cerraba de tiempo en tiempo, produciendo un golpe seco y desagradable.
La duquesa seguía engolfada en su lectura.
De repente se estremeció y palideció.
Había llegado á un pasaje en que el demonio estaba retratado tan de mano maestra, que la duquesa tuvo miedo, y cerró el libro santiguándose.
Un segundo estremecimiento más profundo, más persistente, se dejó notar en doña Juana, que exhaló un grito y se puso de pie aterrada.
No podía ser el libro lo que había causado este nuevo terror.
En efecto, había sido distinta la causa.
La duquesa había visto abrirse una de las paredes de la cámara, y salir por la abertura una sombra negra.
Su sobresalto, pues, era muy natural.
Pero sobre los hombros de la figura negra, había una cabeza blanca con sus correspondientes cabellos rubios.
Era, pues, un hombre lo que la duquesa había tomado por una aparición del otro mundo.
– ¡Chists! ¡no gritéis, mi buena doña Juana! – dijo aquel hombre poniéndose un dedo sobre los labios – ; ¿no veis que vengo solo y de una manera misteriosa?
– En efecto, señor, y me habéis dado un buen susto – dijo la duquesa.
– Vos no sabíais que en las habitaciones de la reina había puertas ocultas, ¿eh? pues ni yo tampoco.
– Pero vuestra majestad… si saben…
– Os diré: nadie puede saber nada, porque he venido emparedado.
– Dejad, dejad que vuelva de mi susto, señor; ¿conque es decir que si no hubiera sido vuestra majestad…?
– Eso digo yo: en nuestro alcázar tenemos entradas y